por Franco Machiavelo
La historia reciente del país revela una verdad amarga: no fue la derecha —coherente en su defensa férrea de los privilegios de su clase— la que abandonó a los trabajadores. Fueron quienes se autoproclamaron herederos de las banderas populares quienes desarmaron toda posibilidad de una defensa real de clase. La llamada “izquierda” institucional, convertida en gestora obediente del orden heredado, fue renunciando a la confrontación estructural para abrazar el pacto silencioso con la oligarquía económica y el empresariado que gobernó la post dictadura.
Durante décadas, este sector se alineó con una lógica donde el poder no se disputa: se administra. Y administrar es aceptar los límites que impone la clase dominante. Así, mientras hablaban de justicia social, firmaban acuerdos para perpetuar el modelo neoliberal; mientras prometían dignidad, reforzaban mecanismos que disciplinan, controlan y fragmentan a los de abajo; mientras invocaban al pueblo, lo desplazaban de toda participación real en la toma de decisiones.
La carencia de defensa de clase no es un accidente: es la consecuencia directa de una izquierda domesticada, instruida para moderarse hasta convertirse en garante del orden que juró transformar. Se sustituyó la organización popular por tecnocracia; la lucha por derechos colectivos por subsidios condicionados; la movilización social por acuerdos parlamentarios que nunca amenazaron a la élite. De esta forma, el proyecto emancipador fue vaciado desde adentro. No por la derecha —que siempre supo para quién gobierna— sino por quienes hicieron del pragmatismo su única brújula.
La derecha, fiel a sí misma, jamás ha dudado: defiende el capital, el orden y la continuidad del poder económico. La pseudoizquierda, en cambio, justificó su renuncia como “realismo”, “responsabilidad” o “madurez política”. Pero lo que llamaron realismo no fue más que sometimiento; lo que bautizaron madurez fue el abandono de la lucha de clases; lo que presentaron como diálogo fue la rendición ante quienes dominan los cuerpos, las conciencias y los territorios.
Así se consolidó un sistema donde la vigilancia se volvió omnipresente, donde los trabajadores fueron reducidos a cifras y donde la política se transformó en un dispositivo para administrar desigualdades, no para combatirlas. En este escenario, la defensa del pueblo quedó huérfana: sin representantes dispuestos a desafiar la arquitectura del poder, sin instituciones dispuestas a enfrentar la concentración de riqueza, sin partidos capaces de asumir que la emancipación no se negocia.
Por eso, la conclusión es ineludible: no hay salvación proveniente de élites políticas que renunciaron a su origen y se atrincheraron en los palacios del poder. Sólo el pueblo, organizado, consciente y movilizado, puede defender al pueblo. Porque mientras unos pactan en las alturas, la dignidad se construye desde abajo; mientras unos administran migajas, el pueblo crea caminos propios; mientras unos temen incomodar a los poderosos, el pueblo sabe que sin confrontación no hay justicia y sin justicia no hay futuro.
La defensa de clase, hoy, no está en los partidos domesticados: está en la calle, en el territorio, en el trabajo precarizado que resiste, en la memoria de los que no se rindieron y en la certeza de que la emancipación no se firma —se conquista.











