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IZQUIERDAS DE PASARELA: el Fraude que pudre la esperanza

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por Carlos Medina Gallego

En América Latina, como en otras regiones golpeadas por la desigualdad y el autoritarismo, la izquierda ha sido históricamente portadora de un horizonte de transformación social, una apuesta por la dignidad de los pueblos, por la justicia y por el poder popular. No son pocos los sacrificios en vidas que una izquierda autentica ha tenido que pagar en la lucha tras el sueño de la utopía de la felicidad humana.
 
 Sin embargo, esa fuerza que alguna vez levantó banderas insurgentes, tejió redes de solidaridad obrera o empuñó la palabra en las plazas como arma política, hoy se ve desfigurada por una caricatura grotesca: la de las IZQUIERDAS DE PASARELA, clientelistas y corruptas. Esas que se visten con retórica revolucionaria, se pasean por los escenarios como actores de reparto de una obra fallida, y saquean el Estado con la misma voracidad de las derechas que decían combatir.
 
Estas IZQUIERDAS DE PASARELA, son el rostro más cínico del oportunismo político. Se mimetizan en el lenguaje de lo social, usan el nombre de Marx, Lenin, Guevara o Camilo Torres como marcas de legitimación, pero en realidad no están interesadas en transformar estructuras, sino en ocuparlas. Cambian los logos, pero no los métodos; fingen reemplazar al viejo modelo burgués por un nuevo progresismo burócrata, clientelista y corrupto; sustituyen el capitalismo salvaje por un «progresismo de compadres». Usan la causa del pueblo como trampolín, pero una vez arriba, cierran el acceso y se reparten el botín.
 
LA IMPOSTURA COMO ESTRATEGIA
 
La «Izquierda de Pasarela», no nace de la militancia popular, ni de la lucha territorial, ni del compromiso con procesos de base. Nace de los círculos académicos domesticados, de ONGs amaestradas, de partidos clientilizados. Se construye en universidades que citan a Gramsci sin haber pisado una fábrica, en escritorios donde se redactan planes de gobierno sin caminar un solo barrio periférico. Son izquierdas de Excel, de PowerPoint, de encuestas y «narrativas» expoliantes. Les preocupa más el discurso que el hambre, más el rating que el despojo.
 
Su estrategia es la impostura: parecer sin ser. Simulan radicalidad con frases de moda («decolonial», «interseccionalidad», «re-existencia», «disidencias»…), pero no enfrentan a los poderes reales. Firman pactos con empresarios, visitan embajadas, se acomodan a la burocracia estatal sin tensarla. Y cuando gobiernan, lo hacen con tibieza, miedo y cálculo electoral. En el fondo, no quieren cambiar el sistema: quieren que el sistema los acoja o coger el sistema no para cambiarlo sino para rentarlo.
 
EL CLIENTELISMO RECICLADO 
 
Una de las características más nauseabundas de estas izquierdas es su práctica clientelista. Prometieron reemplazar las viejas maquinarias del poder, pero lo único que hicieron fue reciclarlas con nueva estética. Cambiaron el uniforme azul por la camisa roja, la corbata por el pañuelo, la camioneta blindada por el discurso feminista. Pero las prácticas son las mismas: contratos amañados, favores por votos, subsidios para obedecer, burocracia inflada, meritocracia burlada.
 
Estos grupos han convertido el aparato del Estado en un feudo particular. Distribuyen cargos entre amigos y cuotas políticas, no en función de capacidades sino de lealtades. La tecnocracia neoliberal fue reemplazada por el nepotismo progresista. El resultado: instituciones capturadas, proyectos ineficientes, corrupción solapada bajo discursos sociales. El pueblo, mientras tanto, sigue esperando la transformación prometida.
 
CORRUPCION CON ROSTRO DE «PUEBLO»
 
Lo más peligroso de estas izquierdas es que corrompen con justificaciones nobles. Roban, pero dicen que es por la causa. Se enriquecen, pero afirman que es para «redistribuir». Firman contratos oscuros, pero en nombre del desarrollo territorial. Así, banalizan la ética política, vacían de sentido la lucha por la justicia, y destruyen la confianza en cualquier alternativa transformadora. Cuando la derecha roba, no pretende disimular su avaricia. Pero cuando la izquierda roba, lo hace en nombre del pueblo. Y eso es infinitamente más dañino, más infame.
 
Además, la corrupción progresista tiene un efecto doblemente devastador: no solo debilita al Estado y desangra los recursos públicos, sino que desmoviliza a las bases sociales. La gente que creyó, que marchó, que votó con esperanza, se siente traicionada. Los liderazgos sociales pierden credibilidad, los movimientos populares se fragmentan, y la derecha —cínica y oportunista— regresa con más fuerza. Así se destruye el capital simbólico de la izquierda, no solo su gestión.
 
EL DAÑO AL PROGRESISMO REAL  
 
No hay mayor enemigo del progresismo que estas izquierdas de vitrina, de pasarela. Porque no solo fracasan como gobierno: hacen fracasar el proyecto PROGRESISTA autentico. Convertidas en caricaturas de sí mismas, estas administraciones dejan tras de sí una estela de desilusión, de escepticismo, de reacción. Le allanan el camino a la ultraderecha, que capitaliza el desencanto con propuestas autoritarias y eficientistas.
 
Basta con mirar lo ocurrido en varios países de América Latina: presidentes que llegaron con la bandera de la justicia social, pero terminaron en escándalos de corrupción, improvisación o autoritarismo. Gobiernos que prometieron la «nueva política», pero repitieron los vicios de siempre. Dirigentes que dijeron defender a los de abajo, pero pactaron con los de arriba. El resultado: una ciudadanía desencantada, una izquierda desprestigiada, y una derecha fortalecida.
 
¿QUIÉNES SON ESTAS IZQUIERDAS DE PASARELA?  
 
No hace falta dar nombres —aunque los hay en todos los rincones— porque estas izquierdas son un tipo social reconocible. El burócrata que nunca militó, pero dirige políticas públicas «para la paz». El exlíder estudiantil que hoy es un tecnócrata obediente. La exguerrillera convertida en administradora de cuotas. El académico que desde el ministerio reproduce los mismos privilegios que antes criticaba. Todos ellos tienen en común algo: perdieron la capacidad de escuchar al pueblo. Se encerraron en el poder. Se enamoraron de su propio discurso.
 
Estas izquierdas son los sepultureros de las causas que dicen representar. Porque no solo gobiernan mal: lo hacen en nombre de la transformación. Y con eso envenenan el lenguaje político, trivializan la militancia, instrumentalizan la memoria. Usan el pasado para justificarse, pero traicionan el presente. Y lo más grave: hipotecan el futuro.
 
EL PROGRESISMO QUE NECESITAMOS 
 
No se trata aquí de renegar de la izquierda como principio, sino de recuperar su sentido histórico. Es necesario reconstruir una izquierda ética, creativa, comprometida con la base, no con la burocracia. Una izquierda que no tenga miedo de confrontar al poder económico, que no pacte con mafias locales, que no administre el modelo sino que lo desborde. Que entienda la política como pedagogía, no como estrategia de marketing.
 
Una izquierda que recupere la calle, los territorios, la organización popular. Que apueste por procesos lentos pero firmes, no por atajos electorales. Que entienda que no se transforma la sociedad solo desde el Estado, sino desde la cultura, desde la autonomía, desde la disputa cotidiana. Que gobierne con la gente, no por encima de ella.
 
No todo lo que se llama izquierda es liberador
 
Llamar «izquierda» a estas expresiones de poder sin pueblo, de populismo sin ética, de clientelismo con rostro amable, es un insulto a la memoria de quienes entregaron su vida por un mundo más justo. No podemos seguir tolerando que la palabra “progresismo” sea usada por arribistas, trepadores y simuladores. Es hora de desenmascararlos, de nombrarlos sin miedo, de exigir coherencia, de sancionar sus traiciones.
 
La izquierda no puede ser una pasarela de egos ni una empresa electoral. Debe ser una apuesta radical por la vida digna, por la justicia social, por la emancipación. No hay transformación sin decencia. No hay cambio sin lucha. Y no hay futuro si seguimos tolerando que el poder se disfrace de pueblo para perpetuar sus privilegios.
 
Basta de izquierdas maquilladas. Basta de discursos vacíos. O la izquierda recupera su sentido histórico, o será devorada por su propio simulacro.
 
CARLOS MEDINA GALLEGO 
Historiador- Analista Político

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