Desde Caracas
Postales de una Venezuela en crisis
Juan Andrés Gallardo, corresponsal de La Izquierda Diario en Venezuela
Ideas de Izquierda, N° 39, julio 2017
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Amanece en Caracas y a pesar de la brisa que baja desde el cerro El Ávila, el sol ya pica anunciando los 29 grados de unas horas más tarde. Frente a la plaza La Candelaria unas cien personas forman fila para conseguir pan salado (tipo francés). La escena se repite en la cuadra anterior y en la siguiente. La Candelaria es un barrio de inmigración española y portuguesa con tradición panadera aunque por la falta de harina de trigo los negocios solo ofrecen pan una o dos veces a la semana. Las tres o cuatro piezas cuestan una décima parte de lo que vale una bolsa de pan lactal en un supermercado, lo que explica que el ritual se multiplique frente a cada panadería, aunque la espera sea de más de una hora.
Así arranca el día para gran parte de la población de Caracas. Falta aún saber si habrá transporte para llegar al trabajo, pasar por el banco para retirar efectivo y pensar en volver a hacer fila por la tarde para conseguir algo para la cena a un precio razonable.
“Lo peor fue agosto del año pasado. Ahí solo comíamos mango. A la mañana, en el almuerzo y a la noche. Era todo lo que había”, me dicen para aclarar que ahora se está mucho mejor. Es cierto que el peor momento de desabastecimiento ya pasó, pero de todas maneras la mayoría tiene que remar cada día para sobrevivir con un sueldo que no alcanza ante una inflación descontrolada.
Como no existen datos oficiales los índices se miden en base a lo que dicen consultoras privadas. Según esos informes, la inflación del año pasado fue de 700 % y para este año se espera que supere el 1.000 %, pero el aumento de salarios está muy lejos de equiparar estas cifras. Sin paritarias ni negociaciones con los sindicatos, es el gobierno de Nicolás Maduro el que anuncia los aumentos salariales por decreto. El último, en mayo de este año, fue del 60 %, llevando el salario mínimo a 65.000 bolívares (10 dólares a valores del mercado paralelo en mayo), que equivale a 7 hamburguesas en una cadena de comida rá- pida o 13 botellas de Coca Cola en un supermercado. Al salario mínimo se lo compensa con un Bono Alimentación de 135.000 bolívares, completando así 200.000 mensuales (poco más de 30 dólares en el mercado paralelo). En contraste, la Canasta Básica Familiar ese mismo mes fue de 1.400.000 bolívares (Centro de Documentación y Análisis Social).
Esto es lo que explica que gran parte de los venezolanos empleen una porción importante de su tiempo libre en conseguir alimento o medicinas (que también escasean), evitando recurrir a los bachaqueros (mercado negro) que tienen productos difíciles de encontrar, a precios imposibles. Si bien existe una serie de productos básicos que deberían tener precios controlados, los empresarios se las rebuscan para hacer buenos negocios bajo la mirada cómplice del gobierno. Así la leche pasó a llamarse “bebida láctea” para poder venderla a 5.000 bolívares el litro, muy por fuera del alcance de alguien que cobra el salario mínimo, y ni hablar para los desocupados –muchos de ellos jóvenes–, o los que fueron quedando en los márgenes y, cada vez más, se los ve buscando comida o algo que puedan vender entre la basura.
El año pasado, durante el período de mayor desabastecimiento, a esta rutina se le sumaban horas bajo el sol esperando en los Mercados de Alimentos montados por el Estado con precios subsidiados. Sin embargo los productos cada vez eran menos y la impaciencia de la gente cada vez mayor. El gobierno tomó nota de la situación y puso en marcha los Comités Locales de Abastecimiento y Distribución (CLAP), que tienen el doble objetivo de entregar alimentos en forma directa y tener mayor control social en los barrios más empobrecidos.
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Caracas está literalmente partida al medio. No hay mejor representación física de la “grieta” política, que la ubicada en las inmediaciones de la estación de metro Chacaito, en el centro de la ciudad. Allí termina el municipio Libertador, que se extiende hacia el oeste, y comienza el municipio Chacao, que se extiende hacia el este donde se adentra en el estado Miranda, del que es gobernador el opositor Henrique Capriles. Pero la división no es solo administrativa, sino ante todo política. En el oeste se encuentran los principales edificios públicos y las urbanizaciones de clase media y baja, que se extienden por los cerros. Bajarse en alguna de las estaciones de metro del oeste es encontrarse con un cartel que dice “Bienvenido a territorio chavista”. Allí se encuentra la sede del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), principal aliado de Maduro junto al Consejo Nacional Electoral (CNE), y también el Palacio Miraflores, sede del gobierno. Es por esto que la orden de la Policía y de la Guardia Nacional Bolivariana es que ninguna de las marchas de la oposición llegue al oeste. Para esto no solo recurren a una brutal represión, que ya se cobró decenas de muertos, sino que bloquean perió- dicamente todas las calles que forman la línea imaginaria entre ambos hemisferios.
Por el contrario, en el este domina la oposición de derecha organizada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD). Allí se encuentran las sedes de las principales empresas, donde los ejecutivos tienen el sueldo garantizado en dólares (1 dólar pasó de valer en el mercado paralelo 5.800 bolívares en mayo, a 8.000 a fines de junio). Allí también se encuentran las sedes de las embajadas, los principales shopping y en sus supermercados no faltan productos, aunque los precios son inaccesibles para alguien que vive con un salario. Salir de una estación de metro en el este equivale a encontrarte con carteles de “No + Dictadura”, “Maduro dictador” o “Yo soy libertador”. Esta última es la consigna que utiliza la derecha para hacer sus llamados permanentes a los militares para que den un golpe de Estado y saquen a Maduro del gobierno. Es que a pesar de contar con figuras recicladas de los viejos partido neoliberales, o contar con partidos como Voluntad Popular del encarcelado Leopoldo López, que se presenta como una derecha renovada, detrás de un discurso demagógicamente democrático se mantiene el ADN original de la derecha golpista venezolana. La misma que en abril de 2002 encabezó junto a los militares un fallido golpe contra Chávez, y a fines de ese año volvió a la carga con un lock out petrolero para intentar asfixiar la economía, que también fracasó.
Ese ADN es el que le vuelve a salir por todos los poros a los dirigentes de la oposición de derecha cada vez que pueden, y que se mueven entre el apoyo del imperialismo estadounidense y los llamados recurrentes a la Fuerza Armada. En mayo llegaron a convocar una marcha sobre el Fuerte Tiuna, principal cuartel militar del país, exigiendo que le retiren el apoyo a Maduro, es decir, que den un golpe.
A pesar del discurso democrático que enarbolan, es ese ADN el que no termina de convencer a sectores cada vez más amplios disconformes con el chavismo, pero que no se “enamoran” de una oposición que se parece tanto a esa derecha que gobernó el país durante medio siglo bajo el Pacto de Punto Fijo.
Es quizá la juventud, la que no vivió las “mieles” del chavismo pero sufre las miserias del madurismo, la que puede aparecer como el sector social más dinámico. Están los jóvenes, en su mayoría de clase media, que se pone al frente de las movilizaciones de la MUD, se enfrenta con la Policía y son la mayoría de los que mueren producto de la represión. La derecha también dirige la mayoría de los centros de estudiantes de las universidades, que son parte de las movilizaciones opositoras. Pero también están los jóvenes de los barrios populares que salen a enfrentarse con la Policía, y no lo hacen bajo la ideología y el programa de la derecha, sino bajo el de la falta de horizonte, el hambre y la desesperación. Allí no domina la MUD, y la bronca con el gobierno de Maduro va en ascenso.
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“Si no le pones el doble en lugar de arepas, te quedan puras tortillas”, se queja un caraque- ño. Se refiere a la harina de maíz que los venezolanos usan para hacer arepas, una de sus comidas básicas, y la queja está basada en que los paquetes que se incluyen en la bolsa del CLAP provienen de México, donde el refinado es mayor. De México también provienen la mayoría de los productos de la bolsa (o caja, ilustrada con imágenes de Chávez y Maduro).
Las bolsas que se entregan una vez al mes incluyen arroz, leche en polvo, harina de maíz, azúcar, fideos, aceite, margarina, atún y algunos otros productos. Tienen precio subsidiado, que era de 10.000 bolívares desde que se creó en 2016 y acaba de subir a 18.000 (que sigue siendo un valor muy bajo). Para recibir las bolsas solo hay que estar censado, y cada vivienda recibe una bolsa (sin importar la cantidad de habitantes). El reparto lo hace el Ejército, junto con los consejos comunales (ligados al Partido Socialista Unido de Venezuela, PSUV), y se reparten puerta a puerta: un mecanismo de control social fenomenal.
Es común escuchar denuncias sobre barrios opositores donde el CLAP no aparece o llega tarde. Sin ir más lejos en Petare, un barrio popular de 40 kilómetros cuadrados al “extremo este” de Caracas, ya en el estado Miranda, el CLAP recién llegó hace tres meses. Sin embargo allí hace tiempo que está presente la OLP (Operación de Liberación del Pueblo), un cuerpo de seguridad que combina Policía, Guardia Nacional y servicios de inteligencia específicos para los barrios pobres, que van encapuchados, con ametralladoras y acompa- ñados de tanquetas; lo que combina control social y terror bajo la excusa de la seguridad de los pobladores.
Pero la actuación de la OLP no se limita a los barrios donde tiene presencia la oposición, sino que está presente ante todo en los que domina el chavismo. Allí actúan en común con los “colectivos”, bandas paramilitares ligadas al aparato del PSUV y que hacen el trabajo sucio de completar desde la ilegalidad lo que las fuerzas de seguridad no pueden hacer desde la legalidad. Así se vio en La Vega, un populoso barrio del suroeste de Caracas de larga tradición chavista, donde el retraso en la entrega del CLAP de mayo se transformó en una protesta con más de 12 horas de enfrentamiento entre los pobladores y la Guardia Nacional, la Policía y las OLP.
La represión, que fuera de Venezuela se muestra dirigida exclusivamente hacia la oposición, es sufrida a diario por los jóvenes de los barrios populares y también se enfoca en cualquier conflicto que cuestione al gobierno. En los últimos meses reprimieron tanto a trabajadores no docentes en huelga de la Universidad Central de Venezuela, como a médicos que protestaban por la falta de medicamentos o liceístas que salieron a las calles.
Las fuerzas de seguridad también se usan para aplastar cualquier intento de saqueo por hambre, sobre todo en el interior del país. En este aspecto la oposición coincide con Maduro y habilita la represión en los municipios que gobierna. En una reciente “noche de furia” en Maracay, que comenzó como una protesta de derecha y se extendió a los barrios humildes en forma de saqueos, la oposición de la MUD pidió la intervención de la Guardia Nacional, mientras que Hernique Capriles definía desde su cuenta de Twitter la situación como de “caos y anarquía”.
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“Acá no hay ninguna polarización, acá todo el mundo está contra Maduro”, me dice un profesor universitario. La afirmación es cierta pero a medias. Es real que el gobierno viene perdiendo popularidad, y no solo por la catástrofe económica sino también por el llamado a una Asamblea Constituyente que hoy rechaza más del 65 % de la población. Sin embargo, por arriba, la polarización política entre el gobierno y la MUD sigue marcando la vida política del país.
El gobierno y la oposición se miden en la calle a diario desde que a fin de marzo el TSJ decidió quitarle las atribuciones a la Asamblea Nacional, en la que la oposición tiene mayoría. Esta movida estaba por fuera de la relación de fuerzas y Maduro tuvo que retroceder en pocos días, pero el “daño” ya estaba hecho y la oposición vio la oportunidad para volver a salir a las calles y exigir elecciones anticipadas. Maduro no anunció cronograma electoral pero sí convocó a una Asamblea Nacional Constituyente que terminó convirtiéndose en su principal problema. Faltando un mes para que se voten constituyentes (a fines de julio), el llamado fue boicoteado por la oposición y solo cuenta con candidatos del PSUV, además de que la mayoría de los venezolanos no cree que vaya a solucionar los problemas del país. Adicionalmente la Constituyente fue llamada por Maduro sin referéndum previo (que posiblemente hubiera perdido), lo que generó malestar en sectores amplios del chavismo que creen que se está pisoteando la Constitución del ‘99, que estipula que una ANC solo puede ser convocada por un referéndum.
La figura central del “chavismo crítico” es la fiscal general Luisa Ortega Díaz que se erigió en una suerte de heroína para la oposición al cuestionar la convocatoria a la Constituyente, al TSJ, y a la represión de la GNB y la Policía, desde el interior del propio chavismo. Huelga decir que desde el gobierno fue atacada por traidora y denunciada por “trabajar para el imperialismo estadounidense”, y están buscando su destitución. Este enfrentamiento entre las instituciones que respaldan a Maduro y la fiscal general, que es apoyada por la derecha, se ha convertido en el centro de las fricciones políticas durante todo junio, y amenaza con escalar aún más a medida que se acerca la fecha de la elección para la Constituyente. Así casi todos los días se pueden ver marchas del chavismo en apoyo a la Constituyente y contra la fiscal general, muchas de las cuales parten del Parque Carabobo, donde se encuentra la sede central del Ministerio Público, donde atiende Ortega Díaz.
“Este es el baile de Nicolás, mueve la cabeza de aquí pa’allá. Te lo juro, con Nicolás Maduro el pueblo está seguro, así que dale para adelante, nunca para atrás”, retumba la música desde el camión de los trabajadores postales. Después de dos meses de movilizaciones el desgaste se nota tanto en las marchas del chavismo como en las de la oposición, y salvo excepciones ya no juntan la multitud que se vio hasta mediados de abril.
En las del chavismo participan centralmente los militantes del PSUV, trabajadores de los ministerios, de la petrolera PDVSA, y miembros de alguna de las misiones (educadores, plan vivienda, juventud y deporte, cociner@s de la patria).
La oposición de derecha por su parte viene descentralizando las acciones en distintos puntos geográficos, pero la clave de las marchas opositoras no son los asistentes, que por la represión rara vez pueden marchar más de una o dos cuadras, sino el puñado de jóvenes que están a la cabeza y que se enfrentan permanentemente con la policía y la Guardia Nacional. Eso es lo que les da mayor visibilidad y la posibilidad de denunciar todos los días la represión, no solo hacia el interior de Venezuela sino hacia los actores externos que también ejercen presión.
El escenario de movilizaciones y represión se cuela en la vida de millones aunque no quieran. Durante las marchas es común que se cierren las estaciones del metro y que los ómnibus no hagan el recorrido completo por lo que muchas personas pierden horas yendo a pie a sus trabajos. A esta “caotización” de la vida cotidiana se suma una suerte de corralito bancario ya que los cajeros no entregan más de 10.000 bolívares por día, por lo que es común que la hora de almuerzo termine siendo tiempo muerto de espera en el banco para sacar algo más de efectivo por ventanilla. El hastío de millones de personas que no participan de ninguna de las marchas se siente en el ambiente, pero el malestar creciente con el gobierno de Maduro no redunda en una mayor simpatía con la derecha, que si bien hegemoniza el discurso opositor, es vista por sectores amplios como la vieja derecha golpista y neoliberal. Según un reciente informe de la consultora Datanalisis, un 61,9 % de los venezolanos se indentificaba como independiente, mientras que un 19,8 % se referencia con partidos de la derecha y un 15,1 % con el PSUV.
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Maduro no es Chávez, y eso es claro para cualquiera en Venezuela. Su gobierno no solo está signado por una crisis económica galopante de la que Chávez apenas llegó a ver su inicio, sino que lo atraviesa una enorme crisis política.
A pesar de haber sido el más “izquierdista” de los gobiernos posneoliberales de la región, el chavismo nunca modificó la estructura rentística petrolera de la que depende la economía venezolana y que hoy está en la base de la catástrofe que atraviesa el país. El nivel de dependencia es tal que de cada 100 dólares que ingresan al país, 96 estan relacionados con el petróleo, y los precios del crudo cayeron desde su pico más alto de 130 dólares el barril en 2008, antes de la crisis de Lehman, hasta los 22 dólares el barril en 2016. Hoy Maduro sufre las consecuencias de la caída internacional de los precios del petróleo y mientras golpean el desabastecimiento y la inflación, el gobierno destina sumas multimillonarias al pago de la deuda externa y hace la vista gorda sobre la monumental fuga de capitales. No hay aquí rastros de socialismo, ni de revolución, hay en la calle dos bandos peleando por la renta petrolera. De un lado los funcionarios corruptos, la (boli)burguesía que creció bajo el ala del Estado y una casta de militares que se hicieron millonarios y ganaron un poder político y económico sin precedentes. Del otro, la vieja derecha escuálida desesperada por hacerse nuevamente del petróleo y del control estatal y cuyo plan es mantener la FANB como garante del orden, y apoyarse sobre algunos de los ataques que ya comenzó a pasar el gobierno de Maduro, para ir hacia un proyecto económico abiertamente reaccionario, antiobrero y de entrega de la soberanía al imperialismo. Esto implica una mayor devaluación y endeudamiento, liberación de precios, reducción del gasto público, la precarización de franjas enteras de trabajadores, desguazar y privatizar PDVSA, y entregar los minerales y recursos naturales.
Pero la economía no es el único problema. Maduro es el eslabón más débil de un movimiento que se construyó sobre el liderazgo de Chávez como un bonapartismo que se plebiscitaba una y otra vez mostrando su superioridad sobre la oposición de derecha. Ese escenario cambió en diciembre de 2015 cuando la derecha ganó la mayoría en la Asamblea Nacional, momento en el que Maduro decidió clausurar cualquier posibilidad de llamado a nuevas elecciones. Es que, como se sabe, un bonapartismo plebiscitario que no se puede plebiscitar es igual a nada, razón por la cual el madurismo se sobrevive hoy en base a una fuerte represión estatal (y paraestatal), un aparato partidario de fuertes rasgos clientelares (donde el que sale, pierde), y el uso y abuso de una fuerte inconografía chavista. Chávez está ahí, mirando desde el cielo, y no es una metáfora; en cada edificio público o construcción del Plan Vivienda aparece pintados en su extremo más alto los ojos del expresidente, como un “padre fundador” que da “seguridad” y también te controla.
“Aquí no se habla mal de Chávez”, se puede leer en gigantografías colgadas de algunos de los edificios públicos, y también es el eslogan del programa que conduce el vicepresidente del PSUV Diosdado Cabello. Ese eslogan (quizá sin quererlo) contiene implícito su inverso: “Aquí sí se puede hablar mal de Maduro”, lo que deja al desnudo en toda su magnitud la debilidad del actual gobierno.
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Después de la crisis argentina de 2001 un Hugo Chávez irreverente visitó el país y dio una conferencia en la Universidad de Madres de Plaza de Mayo. Todavía le faltaba un largo trecho de gobierno pero ya hablaba de socialismo, y de una forma “novedosa y original” de hacer una revolución ante un público entusiasta. De repente se puso serio, miró a los presentes y dijo algo así: solo espero que cuando llegue la hora final no tenga que repetir lo que dijo Simón Bolívar al ver la lucha de su vida derrotada. Espero no tener que decir “he arado sobre el mar”, como lo hizo el Libertador al final de su vida.
Ironías de la historia. Quince años más tarde el gobierno de Maduro muestra de la forma más cruda el fracaso absoluto de los proyectos nacionalistas y populistas burgueses en la región.
Hoy los militares están ubicados en el centro de cualquier salida política para Venezuela. En paralelo la presión interna e internacional para abordar una línea de diálogo hacia algún tipo de transición se desarrolla con fuerza. Tras 18 años de chavismo, los trabajadores y el pueblo de Venezuela no tienen una opción progresiva ni en la profundización de un madurismo represivo, ni en la irrupción de la FANB de la mano de la derecha, ni en una transición hacia un gobierno más estable cuyo objetivo no puede ser otro que el de afianzar y profundizar los padecimientos que hoy ya están sufriendo.