Imagen: La bandera israelí en medio de las banderas europea y alemana enel Reichstag, sede del Bundestag, la cámara baja del parlamento alemán. Berlín, 12-10-2023. (Odd Andersen / AFP vía Getty Images)
Enzo Traverso
A l’encontre, 19-4-2024
Traducción de Correspondencia de Prensa, 21-4-2024
Quienes pensaban que el orientalismo había muerto en el mundo globalizado del siglo XXI cometieron un grave error. Las hipótesis orientalistas básicas analizadas por Edward Said (referencia al artículo de Conor McCarthy del 11 de diciembre de 2021) hace más de cuarenta años pueden verse por todas partes.
Todos nuestros estadistas han acudido a Tel Aviv para garantizarle a Benyamin Netanyahu su apoyo incondicional a Israel. No hay debate, nos dicen, cuando están en juego la moralidad y la civilización. Incluso ahora que estos postulados tradicionales se han visto profundamente sacudidos en la opinión pública occidental por el espectáculo diario de la hambruna y la masacre de niños, combinan sus llamamientos a la moderación y el humanitarismo con una reafirmación de la condición de Israel como víctima que debe defenderse.
Nadie menciona nunca el derecho de los palestinos a defenderse de una agresión que dura desde hace décadas. Mientras Israel obstruye la entrega de ayuda humanitaria y médica por tierra, los gobiernos occidentales (con algunas excepciones) siguen, imperturbablemente, apoyando financiera y militarmente a una potencia genocida.
Después del 7 de octubre, el umbral de tolerancia aumentó bruscamente y el número de niños muertos bajo las bombas ya es incalculable. Hamás ha matado a 1.200 israelíes, incluidos 800 civiles; Tsahal, el ejército israelí, ha matado al menos a 33.000 palestinos hasta la fecha, entre ellos no más de 5.000 combatientes de Hamás.
Todo está previsto (referencia al artículo publicado por +972 el 30-11-2023): la destrucción de carreteras, escuelas, universidades, hospitales, museos, monumentos e incluso cementerios arrasados por las excavadoras; los cortes de agua, electricidad, gas, combustible, internet; la negativa de acceso a alimentos y medicamentos para los desplazados; la evacuación de más de 1,5 millones de los 2,3 millones de habitantes de Gaza al sur de la Franja, donde son bombardeados de nuevo; enfermedades y epidemias. Incapaz de erradicar a Hamás, Tsahal se dedicó a eliminar a la intelectualidad palestina (referencia al Financial Times del 14 de marzo de 2024 «El futuro perdido de los jóvenes gazatíes»): académicos, médicos, técnicos, periodistas, intelectuales y poetas.
La Corte Internacional de Justicia de las Naciones Unidas, uno de los instrumentos del orden internacional occidental, alertó (26 de enero de 2024) de que la población palestina de Gaza está siendo sometida a una masacre organizada e implacable, desarraigada y privada de las condiciones más elementales de supervivencia. La guerra israelí en Gaza toma rasgos de genocidio. Pero el orientalismo es más fuerte que la herencia jurídica de la Ilustración.
Bastión de Europa
Cuando nació el orientalismo, los judíos formaban parte de Occidente como invitados ingratos, excluidos, humillados y despreciados, generalmente rechazados. Incluso los judíos más eminentes y poderosos eran estigmatizados y considerados vulgares advenedizos. Los judíos encarnaban la conciencia crítica de Europa. (Véase el vídeo de la entrevista de Enzo Traverso realizada el 16-1-2024 por el Centre arabe de recherches et d’études politiques, París, titulada «De l’usage politique de la mémoire collective de l’Holocauste«).
Pero hoy en día, los judíos han cruzado la «línea de color» [discriminación racial] y forman parte de la llamada civilización judeocristiana, amada y adulada por quienes un día los despreciaban y perseguían. En Europa, la lucha contra el antisemitismo se ha convertido en la bandera tras la que se agrupan todos los movimientos posfascistas y de extrema derecha, dispuestos a combatir la «barbarie islámica» antes incluso de haberse desprendido de sus antiguos prejuicios antisemitas.
En 1896, el padre espiritual de Israel, Theodor Herzl, publicó el texto fundacional del sionismo, El Estado Judío, en el que definía este futuro Estado como «un bastión de Europa contra Asia, un centinela de la civilización contra la barbarie». En 2024, los términos de la cuestión siguen siendo sustancialmente los mismos, pero Netanyahu es mucho más respetado y escuchado que Herzl hace más de un siglo. Herzl imploró la ayuda de ciertas potencias europeas; Netanyahu no tiene reparos en parecer arrogante y desagradecido con ellas.
Hace décadas que Israel viola el derecho internacional y ahora está cometiendo un genocidio en Gaza con armas proporcionadas por Estados Unidos y varios países europeos. Estas potencias occidentales podrían poner fin a la guerra en pocos días, pero son incapaces de negar su apoyo a un gobierno corrupto y de extrema derecha formado por criminales de guerra, porque este gobierno forma parte de ellas mismas, así que se contentan con recomendaciones y llamados a la moderación.
Todos los grandes medios de comunicación occidentales han respaldado sin reservas una narrativa sionista que celebra descaradamente la historia de unos e ignora o niega la de otros. En Europa y Estados Unidos, como señala Said, Israel nunca es tratado como un Estado, sino más bien como «una idea o un talismán cualquiera», interiorizado para legitimar los peores abusos en nombre de elevados principios morales.
Décadas de ocupación militar, acoso y violencia aparecen así como la autodefensa de un Estado amenazado, y la resistencia palestina como una manifestación de odio antisemita. Reinterpretada desde una perspectiva orientalista, la historia judía se despliega como un largo martirio a la espera de una merecida redención, y los palestinos se convierten en un pueblo sin historia.
Razón de Estado
Los estudiantes propalestinos son retratados como antisemitas rabiosos en la mayor parte de los principales medios de comunicación. En varias universidades estadounidenses han sido incluidos en listas negras o amenazados con sanciones por su participación en manifestaciones contra el genocidio en Gaza. En Alemania (entrevista con Emily Dische-Becker, en Jacobin el 23 de marzo de 2024) e Italia, las concentraciones han sido brutalmente reprimidas, mientras que el primer ministro francés, Gabriel Attal, anunció duras medidas contra los y las activistas propalestinos.
La memoria del Holocausto se celebra ritualmente como una religión civil en la Unión Europea, y la defensa de Israel se ha convertido, como lo han declarado en repetidas ocasiones Angela Merkel y Olaf Scholz, en la «Staatsraison» de la República Federal de Alemania (RFA). Hoy, Alemania invoca esta memoria para justificar la masacre de palestinos en Gaza. Tras el 7 de octubre, el país se vio envuelto en una atmósfera de caza de brujas contra cualquier forma de solidaridad con Palestina.
Pero Alemania es sólo la expresión paroxística de una tendencia más amplia. Esto explica por qué, sobre todo en Estados Unidos, muchos judíos han alzado la voz para decir «no en mi nombre».
Las referencias a la «razón de Estado» son a la vez curiosas e indicativas de una confesión implícita de ambigüedad moral y política. Como saben todos los especialistas en teoría política, este concepto recuerda los lados oscuros y ocultos del poder político. Identificada habitualmente con el pensamiento de Nicolás Maquiavelo, aunque el término en sí no figure en sus escritos, la razón d’Etat significa transgredir la ley en nombre de imperativos superiores de seguridad de Estado.
Al invocar la Razón de Estado, los servicios secretos de los Estados que han abolido la pena de muerte planifican la ejecución de terroristas y de otras personas que amenazan su orden social y político. De Maquiavelo a Friedrich Meinecke (véase su Die deutsche Katastrophe. Betrachtungen und Erinnerungen, Wiesbaden: Brockhaus 1946) y Paul Wolfowitz (Vicesecretario de Defensa estadounidense de enero de 2001 a junio de 2005), Razón de Estado se refiere a un «estado de excepción», al lado inmoral de un Estado que transgrede sus propias leyes. Detrás de la Razón de Estado no se perfila la democracia, sino Guantánamo.
Así, cuando la RFA apoya a Israel invocando la Staatsraison, admite implícitamente la inmoralidad de su política. Hoy en día, el apoyo incondicional de Alemania a Israel socava la cultura democrática, la educación y la memoria que se han ido construyendo a lo largo de varias décadas, sobre todo desde el «Historikerstreit » de mediados de los ochenta.
Esta política ensombrece el Memorial del Holocausto, que se alza en el corazón de Berlín y ya no se ve como expresión de una conciencia histórica tormentosa y de las virtudes del recuerdo, sino como un imponente símbolo de hipocresía.
La sanción de la justicia
En 1921, el historiador francés Marc Bloch escribió un interesante ensayo sobre la difusión de noticias falsas en tiempos de guerra. Observó cómo, al comienzo de la Primera Guerra Mundial, inmediatamente después de la invasión de la Bélgica neutral, los periódicos alemanes publicaron infinidad de noticias sobre atrocidades increíbles. «Las noticias falsas nacen siempre de representaciones colectivas anteriores a su nacimiento», escribe Bloch, que extrae la siguiente conclusión: «Las noticias falsas son el espejo en el que la ‘conciencia colectiva’ contempla sus propios rasgos».
Al leer los periódicos occidentales tras el atentado de Hamás del 7 de octubre, los historiadores tuvieron una curiosa sensación de déjà vu. Esta vez, sin embargo, las mitologías antisemitas más antiguas fueron repentinamente movilizadas contra los palestinos. Bloch señaló que las noticias falsas y las leyendas siempre habían «llenado la vida de la humanidad». Muchos historiadores de la Inquisición y del antisemitismo han descrito minuciosamente el papel desempeñado por el mito del «asesinato ritual» desde la Edad Media hasta el final de la Rusia zarista. El rumor de que los judíos mataban a niños cristianos para utilizar su sangre con fines rituales era ampliamente difundido antes de llevar a cabo un pogromo.
Después del 7 de octubre, la mayoría de los medios de comunicación occidentales, incluidos muchos periódicos prestigiosos y supuestamente serios, publicaron informes sobre mujeres embarazadas destripadas y niños decapitados o quemados en hornos por combatientes de Hamás. Estas invenciones [«Netanyahu’s war on thruth», The Intercept, 7 de febrero de 2024] difundidas por el ejército israelí fueron aceptadas inmediatamente como pruebas -Joe Biden y Antony Blinken las repitieron en sus discursos- mientras que su refutación sólo fue susurrada al margen varias semanas más tarde. Los mitos son performativos, como observó Bloch: «En cuanto la desinformación se convierte en causa de derramamiento de sangre, se erige irrevocablemente en verdad».
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, muchos combatientes de la resistencia comunista que habían sido deportados a campos nazis negaron la existencia de los gulags soviéticos. Habían interiorizado profundamente un poderoso silogismo: la URSS es un país socialista, el socialismo es sinónimo de libertad, por lo que los campos de concentración no pueden existir allí y deben ser producto de la propaganda estadounidense.
Una negación similar se extiende hoy entre quienes están convencidos de que Israel, un país nacido de las cenizas del Holocausto, no puede perpetrar un genocidio. Para ellos, Israel es una auténtica democracia y la ocupación de los territorios palestinos es una protección necesaria contra una amenaza vital. Los creyentes crean sus propias verdades, verdades que no perturban su fe. Los verdaderos creyentes sionistas no son diferentes de los verdaderos creyentes estalinistas.
Los medios de comunicación occidentales refuerzan estos prejuicios difundiendo mentiras. El orientalismo es el caldo de cultivo de mitos, negacionismos y noticias falsas. Contra la realidad, se ha desarrollado así una narrativa paradójica que transforma a Israel de opresor en víctima. Según esta narrativa, Hamás quiere destruir Israel, el antisionismo es antisemitismo y niega el derecho de Israel a existir, y el anticolonialismo ha revelado finalmente su matriz antioccidental, fundamentalista y antisemita.
La lucha contra el antisemitismo será cada vez más difícil después de haber sido tan ostensiblemente malinterpretado, desfigurado, militarizado y banalizado. Sí, el riesgo de banalizar el propio Holocausto existe: una guerra genocida librada en nombre de la memoria del Holocausto no puede sino ofender y desacreditar esa misma memoria. La memoria de la Shoah como «religión civil» -una sacralización ritualizada de los derechos humanos, el antirracismo y la democracia- perderá todas sus virtudes pedagógicas.
En el pasado, esta «religión civil» sirvió de paradigma para construir la memoria de otros crímenes y genocidios, desde las dictaduras militares en América Latina hasta el Holodomor [«gran hambruna» 1932-33] en Ucrania, pasando por el genocidio de los tutsis en Ruanda [véase el dossier recopilado por Colette Braeckman en A l’encontre]. Si esta memoria fuera identificada con la estrella de David que luce un ejército genocida, las consecuencias serían devastadoras.
Durante décadas, la memoria del Holocausto ha sido una fuerza motriz del antirracismo y el anticolonialismo, utilizada para combatir todas las formas de desigualdad, exclusión y discriminación. Si este paradigma conmemorativo acabara desvirtuándose, estaríamos entrando en un mundo en el que todo es equivalente y en el que las palabras habrían perdido su valor. Nuestra concepción de la democracia, que no es sólo un sistema de leyes sino también una cultura, una memoria y un patrimonio histórico, resultaría debilitada. El antisemitismo, históricamente en retroceso, registraría un resurgimiento espectacular.
La fuerza de la desesperación
El ataque de Hamás del 7 de octubre fue atroz y traumático. Fue deliberado y no tiene ninguna justificación. Pero hay que interpretarlo y no sólo deplorarlo, y menos aún mitificarlo y rodearlo de un aura de atrocidad diabólica.
Existe un viejo debate sobre la dialéctica entre el objetivo y los medios. Si la finalidad es la liberación de un pueblo oprimido, hay medios que son incompatibles con tal objetivo: la libertad no va de la mano del asesinato de civiles. Sin embargo, estos medios abyectos y despreciables fueron utilizados como parte de una lucha legítima contra una ocupación ilegal, inhumana e inaceptable.
El 7 de octubre fue la culminación extrema de décadas de ocupación, colonización, opresión, humillación y acoso diario. Todas las manifestaciones pacíficas habían sido sofocadas con derramamiento de sangre, los Acuerdos de Oslo siempre habían sido saboteados por Israel y la Autoridad Palestina, totalmente impotente, actuaba en Cisjordania como una fuerza policial auxiliar del Tsahal. Israel se disponía a «negociar la paz» con los Estados árabes a costa de los palestinos y sus dirigentes reconocían abiertamente el objetivo de seguir ampliando los asentamientos en Cisjordania.
Y de repente, Hamás volvió a ponerlo todo en juego. Su ataque reveló la vulnerabilidad de Israel, que podía ser atacado dentro de sus propias fronteras. Gracias a Hamás, los palestinos se mostraban capaces de atacar y no sólo de sufrir. La violencia palestina tiene la fuerza de la desesperación. No se trata de compartir esta desesperación, pero es necesario comprender sus raíces.
Hasta ahora, muy por el contrario, cualquier esfuerzo de comprensión ha sido eclipsado por una condena absoluta e inquebrantable, convertida rápidamente en pretexto para legitimar una guerra contra los civiles palestinos mucho más mortífera que el atentado de Hamás. Esto explica la popularidad y el apoyo a Hamás, que ciertamente no se reduce a su autoridad represiva, sobre todo entre los jóvenes palestinos de Cisjordania.
Asesinar y herir a civiles es nefasto para la causa palestina. Sin embargo, la ineluctable desaprobación de estos medios de acción no pone en tela de juicio la legitimidad de la resistencia palestina a la ocupación israelí, una resistencia que implica el uso de las armas. El terrorismo ha sido a menudo el arma del pobre en las guerras asimétricas. Hamás se ajusta a la definición clásica del «partisano»: un combatiente irregular con una fuerte motivación ideológica, arraigado en un territorio y una población que lo protegen.
El ejército israelí captura prisioneros, incluidos adolescentes y familiares de combatientes cuya detención administrativa puede durar meses o años, mientras que Hamás sólo puede tomar rehenes. Hamás lanza cohetes, mientras que Israel inflige «daños colaterales» durante sus operaciones militares. Su terrorismo no es más que un contrapunto al terrorismo de Estado israelí. Aunque el terrorismo es siempre inaceptable, el terrorismo de los oprimidos es engendrado en la mayoría de los casos por el terrorismo de su opresor, que es mucho peor.
Jean Améry (véase, entre otros, Par-delà le crime et le châtiment. Essai pour surmonter l’insurmotable, Actes Sud, 1995 para la edición francesa) escribió que, torturado como resistente por los nazis en la fortaleza de Breendonck, quiso dar «una forma social concreta a su dignidad golpeando un rostro humano», el de su opresor. «Una de las tareas más difíciles, observó en 1969, es transformar la violencia estéril y vengativa en violencia liberadora y revolucionaria». Sus argumentos, inspirados en la obra de Frantz Fanon, merecen ser citados ampliamente:
«La libertad y la dignidad deben conquistarse mediante la violencia para que sean libertad y dignidad. Una vez más: ¿por qué? No temo introducir aquí el tema tabú de la venganza, que Fanon evita. La violencia de la venganza, a diferencia de la violencia opresiva, crea una igualdad negativa, una igualdad de sufrimiento. La violencia represiva es la negación de la igualdad y, por tanto, del hombre. La violencia revolucionaria es altamente humana. Sé que es difícil acostumbrarse a esta idea, pero es importante examinarla, aunque sólo sea en el éter de la especulación. Si prolongamos la metáfora de Fanon, el oprimido, el colonizado, el preso de un campo de concentración, quizá incluso el esclavo asalariado sudamericano, deben ser capaces de ver los pies del opresor si quieren llegar a ser humanos y, recíprocamente, para que el opresor, que no es humano cuando ejerce su papel, peda serlo también. (Jean Améry, «L’homme enfanté par l’esprit de violence», Les Temps modernes, 2006/1, traducción de Julie-Françoise Kruidenier y Adrian Daub)
Del río hasta el mar
El 7 de octubre y la guerra de Gaza sellaron el fracaso de los Acuerdos de Oslo. Lejos de sentar las bases de una paz duradera basada en la coexistencia de dos Estados soberanos, aquellos acuerdos fueron inmediatamente saboteados por Israel, convirtiéndose en la premisa para la colonización de Cisjordania, la anexión de Jerusalén Este y el aislamiento de una Autoridad Palestina corrupta y desacreditada.
El fracaso de los Acuerdos de Oslo marca el fin del proyecto de dos Estados. Previstos vagamente por los europeos y los estadounidenses -sin consultar a los representantes palestinos- como una manera de reorganizar la región después de la guerra, ahora significan esencialmente uno o dos bantustanes palestinos bajo control militar israelí. La hipótesis de dos Estados se ha vuelto imposible, aunque en las circunstancias de la guerra genocida en Gaza, un Estado binacional es difícilmente imaginable.
Hace veinte años, Edward Said creía que un Estado binacional y laico, capaz de garantizar a sus ciudadanos judíos y palestinos una igualdad total de derechos, era el único camino posible hacia la paz. Éste es el significado del lema que ahora reivindican millones de manifestantes en todo el mundo (muchos de ellos judíos), «Del río hasta el mar, Palestina será libre», que la mayoría de los medios de comunicación dominantes persisten en considerar como antisemita.
Por supuesto, el futuro de Israel y Palestina deben decidirlo las personas que viven allí. Pero la autodeterminación no debe ocultar ciertas lecciones de la historia. Hoy en día, una solución de dos Estados sólo podría funcionar mediante un proceso de limpieza territorial interétnica. Sería una solución irracional en una tierra compartida por la misma cantidad de judíos y palestinos.
Incluso suponiendo la creación de un Estado palestino auténticamente soberano, lo que es muy poco probable, esta solución no sería satisfactoria a largo plazo. Un Estado sionista junto a un Estado islámico supondría una regresión histórica que no podría dar cabida a ningún diálogo o intercambio entre culturas, lenguas y religiones. Como demuestra la historia de Europa Central y de los Balcanes en el siglo XX, esta perspectiva acabaría en tragedia.
Por eso muchos consideran que la única solución es un Estado binacional en el que judíos y palestinos coexistan en pie de igualdad. Hoy en día, esta opción parece irrealizable, pero si pensamos a largo plazo, parece lógica y coherente. En 1945, la idea de construir una Unión Europea reuniendo a Alemania, Francia, Italia, Bélgica y los Países Bajos parecía extraña e ingenua. La historia está llena de prejuicios que luego son abandonados y, retrospectivamente, parecen estúpidos. A veces las tragedias sirven para abrir nuevas perspectivas.
Hace veinte años, Edward Said, con preocupación, se preguntaba «¿dónde están los equivalentes israelíes de Nadine Gordimer, André Brink, Athol Fugard, escritores blancos sudafricanos que se pronunciaron sin rodeos ni ambigüedades contra los males del apartheid? Este silencio es igualmente ensordecedor hoy en día, roto por unas pocas voces aisladas. Pero la situación ha cambiado profundamente. Israel se ha revelado vulnerable y sobre todo, a través de su furia destructiva, carente de toda legitimidad moral.
La causa palestina se ha convertido en la bandera del Sur y de amplios sectores de la opinión pública, sobre todo de los jóvenes, tanto en Europa como en Estados Unidos. Lo que está en juego hoy no es la existencia de Israel, sino la supervivencia del pueblo palestino. Si la guerra en Gaza acaba en una segunda Nakba, la legitimidad de Israel quedará definitivamente comprometida. En ese caso, ni las armas de Estados Unidos, ni los medios de comunicación occidentales, ni la Staatsraison alemana, ni la memoria desnaturalizada y denostada del Holocausto podrán redimirlo.
* Enzo Traverso, profesor en la Cornell University (Ithaca, estado de Nueva York).
Artículo publicado originalmente en Jacobin, 6-4-2024