Inicio Historia y Teoria Leon Trotsky: «SU MORAL Y LA NUESTRA»

Leon Trotsky: «SU MORAL Y LA NUESTRA»

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Escrito: Febrero de 1938- junio 1939.
Publicado por Primera Vez: Sin datos fehacientes.
Fuente de esta edicion: POSI, España.
HTML: Marxists Internet Archive.


 

1.- EMANACIONES DE MORAL

En épocas de reacción triunfante, los señores demócratas, socialdemócratas, anarquistas y otros representantes de la izquierda se ponen a desprender, en doble cantidad, emanaciones de moral, del mismo modo que transpiran doblemente las gentes cuando tienen miedo. Al repetir, a su manera, los Diez Mandamientos o el Sermón de la Montaña, esos moralistas se dirigen, no tanto a la reacción triunfante, cuanto a los revolucionarios perseguidos por ella, quienes, con sus «excesos» y con sus principios «amorales», «provocan» a la reacción y le proporcionan una justificación moral.

Hay, sin embargo, un medio tan sencillo y seguro de evitar la reacción: el esfuerzo interior, la regeneración moral. En todas las redacciones interesadas se distribuyen gratuitamente muestras de perfección ética.

La base de clase de esta prédica falsa y ampulosa la constituye la pequeña burguesía intelectual. La base política son la impotencia y la desesperación ante la ofensiva reaccionaria. La base psicológica se halla en el deseo de superar el sentimiento de la propia inconsistencia, disfrazándose con una barba postiza de profeta.

El procedimiento favorito del filisteo moralizador consiste en identificar los modos de actuar de la reacción con los de la revolución. El éxito del procedimiento se obtiene con la ayuda de analogías de forma. Zarismo y bolchevismo son gemelos. También es posible descubrir gemelos del fascismo y el comunismo. Se puede formular una lista de rasgos comunes entre el catolicismo, y aún el jesuitismo y el bolchevismo. Por su parte, Hitler y Mussolini, utilizando un método enteramente semejante, demuestran que liberalismo, democracia y bolchevismo sólo son distintas manifestaciones de un solo y mismo mal. La idea de que stalinismo y trotskismo son «en el fondo» idénticos, encuentra hoy la más amplia aceptación. Reúne en su rededor a liberales, demócratas, píos católicos, idealistas, pragmatistas, anarquistas y fascistas. Si los stalinistas no están en posibilidad de unirse a ese «frente popular», sólo es porque -por casualidad- se hallan ocupados en exterminar a los trotskystas.

El rasgo fundamental de esas asimilaciones e identificaciones lo constituye el ignorar completamente la base material de las diversas tendencias, es decir, su naturaleza de clase, y por eso mismo su papel histórico objetivo. En lugar de eso, se valoran y clasifican las distintas tendencias según cualquier indicio exterior y secundario; lo más a menudo, según su actitud frente a tal o cual principio abstracto, que para el clasificador dado tiene un valor profesional muy particular. Así, para el Papa romano, los francmasones, los darwinistas, los marxistas y los anarquistas son gemelos, puesto que todos por igual niegan sacrílegamente la Inmaculada Concepción. Para Hitler, liberalismo y marxismo son gemelos, puesto que ignoran «la sangre y el honor». Para los demócratas son el fascismo y el bolchevismo los gemelos, puesto que no se inclinan ante el sufragio universal. Etc., etc.. Los rasgos comunes a las tendencias así comparadas son innegables.

La realidad, sin embargo, es que el desarrollo de la especie humana no se agota ni con el sufragio universal, ni con «la sangre y el honor», ni con el dogma de la Inmaculada Concepción. El proceso histórico es, ante todo, lucha de clases y acontece que clases diferentes, en nombre de finalidades diferentes, usan medios análogos. En el fondo, no podría ser de otro modo.

Los ejércitos beligerantes son siempre más o menos simétricos y si no hubiera nada de común en sus métodos de lucha, no podrían lanzarse ataques uno al otro.

El campesino o el tendero rudos, si se encuentran entre dos fuegos, sin comprender ni el origen ni el sentido de la pugna entre proletariado y burguesía, tendrán igual odio para los dos campos en lucha; y ¿qué son todos esos moralistas demócratas? Los ideólogos de las capas medias, caídas o temerosas de caer entre dos fuegos. Los principales rasgos de los profetas de ese género son su alejamiento de los grandes movimientos históricos, el conservatismo petrificado de su pensamiento, la satisfacción de sí, en la propia mediocridad y la cobardía política más primitiva. Los moralistas quieren, ante todo, que la historia los deje en paz; con sus libritos, sus revistillas, sus suscriptores, el sentido común y las normas morales. Pero la historia no los deja en paz. Tan pronto de izquierda como de derecha, les da de empellones. Indudablemente, revolución y reacción, zarismo y bolchevismo, comunismo y fascismo, stalinismo y trotskysmo son todos gemelos. Que quien lo dude se tome la pena de palpar, en el cráneo de los moralistas, las protuberancias simétricas de derecha e izquierda.

2.- A MORALIDAD MARXISTA Y VERDADES ETERNAS

La acusación más conocida y más impresionante dirigida contra la «amoralidad» bolchevique se apoya en la supuesta regla jesuítica del bolchevismo: «el fin justifica los medios». De ahí no es difícil extraer la con-clusión siguiente: puesto que los trotskystas, como todos los bolcheviques (o marxistas) no reconocen los principios de la moral, consecuentemente, entre trotskysmo y stalinismo no existen diferencias «principiales». Que es lo que se quería demostrar.

Un semanario norteamericano, no poco vulgar y cínico, emprendió, a propósito del bolchevismo, una pequeña encuesta que, como de costumbre, sólo había de servir a la vez a los fines de la ética y la publicidad. El inimitable H. G. Wells [ Amén de novelista y escritor brillante, adscrito al laborismo inglés, desde un punto de vista más bien filantrópico y crítico implacable de la «barbarie» que suponía la revolución rusa.] , cuya homérica suficiencia siempre ha sido todavía mayor que la imaginación extraordinaria, se apresuró a solidarizarse con los snobs reaccionarios del Common Sense. Todo esto está en el orden natural. Aquellos de entre los participantes de la encuesta que juzgaron conveniente tomar la defensa del bolchevismo, no lo hicieron, en la mayoría de los casos, sin tímidas reservas: los principios del marxismo son, naturalmente, malos; pero se encuentra uno entre los bolcheviques a hombres excelentes (Eastman). En verdad, hay «amigos» más peligrosos que enemigos.

Si quisiéramos tomar en serio a nuestros señores censores deberíamos preguntarles, ante todo, cuáles son sus principios de moral. He ahí una cuestión a la cual sería dudoso que recibiéramos respuesta. Admitamos, en efecto, que ni la finalidad personal ni la finalidad social puedan justificar los medios. Será menester entonces buscar otros criterios fuera de la sociedad, tal como la historia la ha hecho, y fuera de las finalidades que suscita su desarrollo. ¿En dónde? Si no es en la tierra, habrá de ser en los cielos.

Los sacerdotes han descubierto, desde tiempo atrás, criterios infalibles de moral en la revelación divina. Los padrecitos laicos hablan de las verdades eternas de la moral, sin indicar su fuente primera. Tenemos, sin embargo, derecho de concluir diciendo: si esas verdades son eternas, debieron existir no sólo antes de la aparición del pitecántropo sobre la tierra, sino aun antes de la formación del sistema solar. En realidad, ¿de dónde vienen exactamente? Sin Dios, la teoría de la moral eterna no puede tenerse en pie.

Los moralistas de tipo anglosajón, en la medida en que no se contentan, gracias a su utilitarismo racionalista, con la ética del tenedor de libros burgués, resultan discípulos conscientes o inconscientes del vizconde de Shaftesbury, quien -¡a principios del siglo XVIII!- deducía los juicios morales de un «sentido moral» particular, dado -por decirlo así- de una vez para siempre al hombre. Situada por encima de las clases, la moral conduce inevitablemente a la aceptación de una substancia particular, de un «sentido moral», de una «conciencia», como un absoluto especial, que no es más que un cobarde pseudónimo filosófico de Dios. La moral independiente de los «fines», es decir, de la sociedad, ya se la deduzca de la verdad eterna o ya de la «naturaleza humana», sólo es, en resumidas cuentas, una forma de «teología natural». Los cielos siguen siendo la única posición fortificada para las operaciones militares contra el materialismo dialéctico.

En Rusia apareció, a fines del siglo pasado, toda una escuela de «marxistas» (Struve, Berdiaev, Bulgakov y otros) que quisieron completar la enseñanza de Marx por medio de un principio moral autónomo, es decir, colocado por encima de las clases. Esas gentes partían, claro está, de Kant y del imperativo categórico. ¿Y cómo acabaron? Struve es ahora un antiguo ministro del barón Wrangel y un buen hijo de la Iglesia. Bulgakov es sacerdote ortodoxo. Berdiaev interpreta, en diversas lenguas, el Apocalipsis. Una metamorfosis tan inesperada, a primera vista, no se explica de ningún modo por el «alma eslava » -Struve, por lo demás, tiene el alma germánica- sino por la magnitud de la lucha social en Rusia. La tendencia fundamental de esa metamorfosis es en realidad internacional.

El idealismo filosófico clásico, en la proporción en que tendió, en su época, a secularizar la moral, es decir, a emanciparla de la sanción religiosa, fue un enorme paso hacia adelante (Hegel). Pero una vez desprendida de los cielos, la moral tuvo necesidad de raíces terrestres. El descubrimiento de esas raíces fue una de las tareas del materialismo. Después de Shaftes-

bury, Darwin; después de Hegel, Marx. Invocar hoy las «verdades eternas»

de la moral es tratar de hacer que la rueda dé vueltas al revés. El idealismo

filosófico sólo es una etapa: de la religión al materialismo o, por el contra-

rio, del materialismo a la religión.

3.- «E L FIN JUSTIFICA LOS MEDIOS «

La orden de los jesuitas, fundada en la primera mitad del siglo XVI

para resistir al protestantismo, no enseñó jamás -digámoslo de pasada- que

cualquier medio, aunque fuese criminal desde el punto de vista de la moral católica, fuera admisible, con tal de conducir al «fin», es decir, al triunfo del catolicismo. Esta doctrina contradictoria y psicológicamente absurda fue malignamente atribuida a los jesuitas por sus adversarios protestantes y a veces también católicos, quienes, por su parte, no se paraban en escrúpulos al seleccionar medios para alcanzar sus fines. Los teólogos jesuitas, preocupados como los de otras escuelas por el problema del libre albedrío, enseñaban en realidad que el medio, en sí mismo, puede ser indiferente y que la justificación o la condenación moral de un medio dado se desprenden de su fin. Así, un disparo es por sí mismo indiferente; tirado contra un perro rabioso que amenaza a un niño, es una buena acción; tirado para amagar o para matar, es un crimen. Los teólogos de la orden no intentaron decir otra cosa, más que ese lugar común. En cuanto a su moral práctica, los jesuitas no fueron de ningún modo peores que los otros monjes o que los sacerdotes católicos; por el contrario, más bien les fueron superiores; en todo caso, fueron más consecuentes, más perspicaces y más audaces que los otros. Los jesuitas constituían una organización militante cerrada, estrictamente centralizada, ofensiva y peligrosa no sólo para sus enemigos, sino también para sus aliados. Por su piscología y por sus métodos de acción, un jesuita de la época «heroica» se distinguía del cura adocenado, tanto como un guerrero de la Iglesia de su tendero. No tenemos ninguna razón para idealizar al uno o al otro; pero sería enteramente indigno considerar al guerrero fanático con los ojos del tendero estúpido y perezoso.

Si nos quedamos en el terreno de las comparaciones puramente formales o psicológicas, pues sí podrá decirse que los bolcheviques son a los demócratas y socialdemócratas de cualquier matiz lo que los jesuitas eran a la apacible jerarquía eclesiástica. Comparados con los marxistas revolucionarios, los socialdemócratas y los centristas resultan unos atrasados mentales o, comparados con los médicos, unos curanderos: no hay cuestión alguna que ellos profundicen completamente; creen en la virtud de los exorcismos y eluden cobardemente cualquier dificultad, esperanzados con un milagro. Los oportunistas son los pacíficos tenderos de la idea socialista, mientras que los bolcheviques son sus combatientes convencidos. De ahí el odio para los bolcheviques y las calumnias en su contra, de parte de quienes tienen en exceso los mismos defectos que ellos, condicionados por la historia, y ninguna de sus cualidades.

Sin embargo, la comparación de los bolcheviques con los jesuitas sigue siendo, a pesar de todo, absolutamente unilateral y superficial; más literaria que histórica. Por el carácter y por los intereses de clase en que se apoyaban, los jesuitas representaban la reacción, los protestantes el progreso. El carácter limitado de ese «progreso» encontraba, a su vez, expresión inmediata en la moral de los protestantes. Así, la doctrina de Cristo, «purificada» por ellos, no impidió en modo alguno al burgués citadino que era Lutero, clamar por el exterminio de los campesinos rebelados, esos «perros rabiosos». El doctor don Martín consideraba sin duda que «el fin justifica los medios», antes de que esa regla fuese atribuida a los jesuitas. A su vez, los jesuitas, rivalizando con los protestantes, se adaptaron cada día más al espíritu de la sociedad burguesa, y de los tres votos -pobreza, castidad y obediencia- no conservaron sino el último, por lo demás, en una forma extremadamente suavizada. Desde el punto de vista del ideal cristiano, la moral de los jesuitas cayó tanto más bajo cuanto más cesaron éstos de ser jesuitas. Los guerreros de la Iglesia se volvieron sus burócratas y, como todos los burócratas, unos pillos redomados.

4.- JESUITISMO Y UTILITARISMO

Esas breves observaciones bastan sin duda para mostrar cuánta ignorancia y cuánta cortedad se necesitan para tomar en serio la oposición entre el principio «jesuítico»: «el fin justifica los medios», y el otro, inspirado por supuesto en una moral más elevada, según el cual cada «medio» lleva su pequeño marbete moral, lo mismo que las mercancías en los almacenes de precio fijo. Es notable que el sentido común del filisteo anglosajón consiga indignarse contra el principio «jesuítico», mientras él mismo se inspira en la moral del utilitarismo tan característico de la filosofía británica. Sin embargo, el criterio de Bentham, John Mill -«la mayor felicidad posible para el mayor número posible»- significa: morales son los medios que conducen al bien general, fin supremo. Bajo su enunciado filosófico general, el utilitarismo anglosajón coincide así plenamente con el principio «jesuítico»: «el fin justifica los medios». El empirismo -como vemos- existe en este mundo para libertar a las gentes de la necesidad de juntar los dos cabos del razonamiento.

Herbert Spencer, a cuyo empirismo Darwin había inoculado la idea de «evolución» del mismo modo que se vacuna contra la viruela, enseñaba que en el dominio de la moral, la evolución parte de las «sensaciones» para llegar hasta las «ideas». Las sensaciones imponen criterios de satisfacción inmediata, mientras que las ideas permiten guiarse conforme a un criterio de satisfacción futura, más durable y más elevada. El criterio de la moral es así, aquí también, la «satisfacción» o la «felicidad». Pero el contenido de este criterio se ensancha y profundiza según el nivel de la «evolución». Así, hasta Herbert Spencer, por los métodos de su utilitarismo «evolucionista», ha mostrado que el principio: «el fin justifica los medios» no encierra, en sí mismo, nada inmoral.

Sería, sin embargo, ingenuo esperar de este «principio» abstracto una respuesta a la cuestión práctica: ¿qué se puede y qué no se puede hacer? Además, el principio «el fin justifica los medios» suscita naturalmente la cuestión: ¿y qué justifica el fin? En la vida práctica, como en el movimiento de la historia, el fin y el medio cambian sin cesar de sitio.

La máquina en construcción es el «fin» de la producción, para convertirse, una vez instalada en una fábrica, en un «medio», de esa producción. La democracia es, en ciertas épocas, el «fin» de la lucha de clases, para cambiarse después en su «medio». Sin encerrar en sí nada inmoral, el principio atribuido a los jesuitas no resuelve, sin embargo, el problema de la moral.

El utilitarismo «evolucionista» de Spencer nos deja igualmente sin respuesta a medio camino, pues siguiendo las huellas de Darwin intenta disolver la moral histórica concreta en las necesidades biológicas o en los «instintos sociales» propios de la vida animal gregaria, mientras que el concepto mismo de moral surge sólo en un medio dividido por antagonismos, es decir, en una sociedad dividida en clases.

El evolucionismo burgués se detiene impotente en el umbral de la sociedad histórica, pues no quiere reconocer el principal resorte de la evolución de las formas sociales: la lucha de clases. La moral sólo es una de las funciones ideológicas de esa lucha. La clase dominante impone a la sociedad sus fines y la acostumbra a considerar como inmorales los medios que contradicen esos fines. Tal es la función principal de la moral social. Persigue «la mayor felicidad posible», no para la mayoría, sino para una exigua minoría, por lo demás, sin cesar decreciente. Un régimen semejante no podría mantenerse ni una semana por la sola coacción. Tiene necesidad del cemento de la moral. La elaboración de ese cemento constituye la profesión de teóricos y moralistas pequeño-burgueses. Que manipulen todos los colores del arco iris; a pesar de ello siguen siendo, en resumidas cuentas, los apóstoles de la esclavitud y de la sumisión.

5.- «R EGLAS MORALES UNIVERSALMENTE VÁLIDAS»

Quien no quiera retornar ni a Moisés ni a Cristo ni a Mahoma, ni contentarse con una mezcolanza ecléctica, debe reconocer que la moral es producto del desarrollo social; que no encierra nada invariable; que se halla al servicio de los intereses sociales; que esos intereses son contradictorios; que la moral posee, más que cualquier otra forma ideológica, un carácter de clase.

Sin embargo, ¿es que no existen reglas elementales de moral, elaboradas por el desarrollo de la humanidad en tanto que totalidad, y necesarias para la vida de la colectividad entera? Existen, sin duda; pero la virtud de su acción es extremadamente limitada e inestable. Las normas «universalmente válidas» son tanto menos actuantes cuanto más agudo es el carácter que toma la lucha de clases. La forma suprema de ésta es la guerra civil; ella provoca la explosión de todos los lazos morales entre las clases enemigas.

En condiciones «normales», el hombre «normal» observa el mandamiento: «¡No matarás!»; pero si mata en condiciones excepcionales de legítima defensa, los jueces lo absuelven. Si, por el contrario, cae víctima de un asesino, éste será quien muera, por decisión del tribunal. La necesidad de tribunales, lo mismo que la de la legítima defensa, se desprende del antagonismo de intereses. En lo que concierne al Estado, éste se limita, en tiempo de paz, a legalizar la ejecución de individuos, para cambiar, en tiempo de guerra, el mandamiento «universalmente válido» «¡no matarás!» en su contrario. Los gobiernos más «humanos» que, en tiempo de paz, «odian» la guerra, convierten, en tiempo de guerra, en deber supremo de sus ejércitos el exterminio de la mayor parte posible de la humanidad.

Las supuestas reglas «generalmente reconocidas» de la moral conservan en el fondo un carácter algebraico, es decir, indeterminado. Expresan únicamente el hecho de que el hombre, en su conducta individual, se encuentra ligado por ciertas normas generales, que se desprenden de su pertenencia a una sociedad. El «imperativo categórico» de Kant es la más elevada generalización de esas normas. A despecho, sin embargo, de la alta situación que ocupa en el Olimpo de la filosofía, ese imperativo no encierra en sí absolutamente nada de categórico, puesto que no posee nada de concreto. Es una forma sin contenido.

La causa de la vacuidad de las normas universalmente validas se en-cuentra en el hecho de que en todas las cuestiones decisivas, los hombres sienten su pertenencia a una clase, mucho más profunda e inmediatamente que su pertenencia a una «sociedad». Las normas «universalmente validas» de la moral se cargan, en realidad, con un contenido de clase, es decir, antagónico. La norma moral se vuelve tanto más categórica cuanto menos «universal» es. La solidaridad obrera, sobre todo durante las huelgas o tras las barricadas, es infinitamente más «categórica» que la solidaridad humana en general.

La burguesía, que sobrepasa en mucho al proletariado por lo acabado y lo intransigente de su conciencia de clase, tiene un interés vital en imponer su moral a las masas explotadas. Precisamente por eso las normas concretas del catecismo burgués se cubren con abstracciones morales que se colocan bajo la égida de la religión, de la filosofía o de esa cosa hibrida que se llama «sentido común». El invocar las normas abstractas no es error filosófico desinteresado, sino un elemento necesario en la mecánica de la engañifa de clase. La divulgación de esa engañifa, que tiene tras de sí una tradición milenaria, es el primer deber del revolucionario proletario.

6.- C RISIS DE LA MORAL DEMOCRÁTICA

Para asegurar el triunfo de sus intereses en grandes cuestiones, las clases dominantes se ven obligadas a hacer concesiones en las cuestiones secundarias; claro que hasta la medida en que esas concesiones quepan dentro de su contabilidad. En la época del ascenso capitalista, sobre todo durante las últimas decenas de años anteriores a la guerra, esas concesiones, por lo menos en lo que concierne a las capas superiores del proletariado, tuvieron un carácter enteramente real. La industria de esas épocas progresaba sin cesar. El bienestar de las naciones civilizadas, parcialmente también el de las masas obreras, se acrecentaba. La democracia parecía inquebrantable. Las organizaciones obreras crecían. Al mismo tiempo que ellas, crecían también las tendencias reformistas. Las relaciones entre las clases, por lo menos exteriormente, se suavizaban. Así se establecían en las relaciones sociales, junto a las normas de la democracia y a los hábitos de paz social, ciertas reglas elementales de moral. Se forjaba la impresión de una sociedad cada día más libre, justa y humana. La curva ascendente del progreso parecía infinita al «sentido común».

En lugar de eso, estalló la guerra, con su cortejo de conmociones violentas, de crisis, de catástrofes, de epidemias, de saltos atrás… La vida económica de la humanidad se encontró en un callejón sin salida. Los antagonismos de clase se exacerbaron y se manifestaron a plena luz. Los mecanismos de seguridad de la democracia comenzaron a hacer explosión uno tras otro. Las reglas elementales de la moral se revelaron todavía más frágiles que las instituciones de la democracia y las ilusiones del reformismo.

La mentira, la calumnia, la venalidad, la corrupción, la violencia, el asesinato cobraron proporciones inauditas. A los espíritus sencillos y abatidos pareció que semejantes inconvenientes eran resultado momentáneo de la guerra. En realidad, eran y siguen siendo manifestaciones de decadencia del imperialismo. La putrefacción del capitalismo significa la putrefacción de la sociedad contemporánea, con su derecho y con su moral.

La «síntesis» del horror imperialista es el fascismo, nacido directamente de la bancarrota de la democracia burguesa ante las tareas de la época imperialista. Restos de democracia ya sólo se sostienen entre las aristocracias capitalistas más ricas. Por cada «demócrata» de Inglaterra, de Francia, de Holanda, de Bélgica, es preciso contar varios esclavos coloniales; la democracia de los Estados Unidos está manejada por «sesenta familias», etc.. En todas las democracias, por lo demás, crecen rápidamente elementos de fascismo. El stalinismo es, a su vez, producto de la presión del imperialismo sobre un Estado obrero atrasado y aislado y, a su modo, es un complemento simétrico del fascismo.

En tanto que los filisteos idealistas -y, naturalmente, los anarquistas en primer lugar- denuncian sin descanso la «amoralidad» marxista en su prensa, los trusts norteamericanos gastan -según palabras de John Lewis (C.I.O.)- no menos de 80 millones de dólares anuales en la lucha práctica contra la «desmoralización» revolucionaria, es decir, gastos de espionaje, de corrupción de obreros, de falsificaciones judiciales y de asesinatos a mansalva. ¡El imperativo categórico sigue a veces, para triunfar, rutas bastante sinuosas!

Observemos -por escrúpulo de equidad- que los más sinceros y también los más limitados de los moralistas pequeño-burgueses viven, todavía hoy, de los recuerdos idealizados del ayer y las esperanzas de un retorno a ese ayer. No comprenden que la moral es función de la lucha de clases; que la moral democrática correspondía a la época del capitalismo liberal progresista; que la exacerbación de la lucha de clases, que domina en la época reciente, ha destruido definitiva y completamente esa moral; que su sitio ha sido tomado, de un lado por la moral del fascismo y, de otro, por la moral de la revolución proletaria.

7.- E L » SENTIDO COMÚN «

La democracia y la moral «universal» no son las únicas víctimas del imperialismo. La tercera es el sentido común, «innato en todos los hombres».

Esta forma inferior de la inteligencia, es necesaria en cualquier condición, y bajo ciertas circunstancias es también la adecuada. El capital fundamental del sentido común se ha forjado con las conclusiones elementales extraídas de la experiencia humana: no metáis el dedo al fuego, seguid de preferencia la línea recta, no molestéis a los perros bravos… etc., etc.. En un medio social estable, el sentido común resulta suficiente para practicar el comercio, cuidar a los enfermos, escribir artículos, dirigir un sindicato, votar en el parlamento, fundar una familia y multiplicarse. Pero cuando el sentido común trata de escapar a sus límites naturales, para intervenir en el terreno de generalizaciones más complejas, revélase que sólo es el conglomerado de los prejuicios de una clase y de una época determinadas. Ya la simple crisis del capitalismo lo despista; mas ante catástrofes como la revolución, la contrarrevolución y la guerra, el sentido común sólo es un imbécil a secas. Para conocer las conmociones catastróficas del curso «normal» de las cosas, se precisan facultades más altas de la inteligencia, cuya expresión filosófica ha sido dada, hasta ahora, por el materialismo dialéctico.

Max Eastman, que se esfuerza con buen éxito por dar al «sentido común» la más seductora apariencia literaria, se ha forjado de la lucha contra la dialéctica una especie de profesión. Eastman toma en serio las banalidades conservadoras del sentido común, mezcladas con un estilo florido, como si fueran la «ciencia de la revolución». Viniendo en refuerzo de los snobs reaccionarios del Common Sense, con una seguridad inimitable enseña a la humanidad que si Trotsky se hubiese guiado, no por la doctrina marxista, sino por el sentido común, no hubiera perdido el poder. La dialéctica interna que se ha manifestado hasta ahora en la sucesión de las etapas de todas las revoluciones, para Eastman no existe. La sucesión de la revolución por la reacción se determina -según él- por la falta de respeto para con el sentido común. Eastman no comprende que precisamente, en el sentido histórico, Stalin resulta ser una víctima del sentido común, es decir, de la insuficiencia del sentido común, puesto que el poder de que dispone sirve fines hostiles al bolchevismo. Por el contrario, a nosotros, la doctrina marxista nos ha permitido romper oportunamente con la burocracia ther midoriana y continuar sirviendo los fines del socialismo internacional.

Toda ciencia, inclusive la «ciencia de la revolución», está sujeta a verificación experimental. Puesto que Eastman sabe cómo mantener un poder revolucionario dentro de las condiciones de una contrarrevolución mundial, hay que esperar que también sepa cómo conquistar el poder. Sería muy de desearse que revelase, al fin, ese secreto. Lo mejor sería que lo hiciese en forma de proyecto de programa de partido revolucionario, y bajo el título de cómo conquistar y cómo conservar el poder. Tememos, sin embargo, que precisamente el sentido común detenga a Eastman, antes de lanzarse a empresa tan arriesgada. Y esta vez, el sentido común tendrá razón.

La doctrina marxista que -¡oh, dolor!- Eastman jamás ha entendido, nos ha permitido prever lo inevitable, en ciertas condiciones históricas, del thermidor [ Trosky suele referirse al estalinismo com el Thermidor de la URSS.] soviético, con todo su cortejo de crímenes. La misma doctrina había predicho, con mucho tiempo de anticipación, el inevitable hundimiento de la democracia burguesa y de su moral. Por el contrario, los doctrinadores del «sentido común» se han visto cogidos de imprevisto por el fascismo y el stalinismo. El sentido común procede a base de magnitudes invariables en un mundo en el que sólo la variabilidad es invariable. La dialéctica, en cambio, considera los fenómenos, las instituciones y las normas en su formación, su desarrollo y su decadencia. La actitud dialéctica frente a la moral, producto accesorio y transitorio de la lucha de clases, parece «inmoral» a los ojos del sentido común. Sin embargo, ¡nada hay más duro y más limitado, más suficiente y más cínico que la moral del sentido común!

8.- L OS MORALISTAS Y LA GPU [ Policía política de la URSS. Cambió varias veces de nombre: NKVD, KGB.]

El pretexto para la cruzada contra la «amoralidad» bolchevique lo proporcionaron los procesos de Moscú. La cruzada, sin embargo, no comenzó inmediatamente, ya que los moralistas en mayoría eran, directa o indirectamente, amigos del Kremlin. En tanto que amigos, durante cierto tiempo se esforzaron por disimular su estupor y hasta por simular que nada había pasado. Sin embargo, los procesos de Moscú de ningún modo son un azar. El servilismo y la hipocresía, el culto oficial de la mentira, la compra de conciencias y todas las demás formas de corrupción comenzaron a abrirse con opulencia en Moscú desde 1924-25. Las futuras falsificaciones judiciales se prepararon abiertamente, a los ojos del mundo entero. No faltaron advertencias. Sin embargo, los «amigos» no querían notar nada. No es asombroso: la mayoría de esos caballeros habían sido enteramente hostiles a la revolución de octubre y sólo se aproximaron a la Unión Soviética paralelamente a la degeneración thermidoriana de ésta. La democracia pequeño-burguesa de occidente reconoció en la burocracia pequeño-burguesa de oriente un alma hermana. ¿Creyeron verdaderamente esos individuos las acusaciones de Moscú?

Sólo las creyeron los más imbéciles. Los otros, no quisieron causarse la molestia de una verificación. ¿Valía la pena trastornar la amistad halagüeña y confortable, y a menudo provechosa, con las embajadas soviéticas? Por lo demás -¡oh, no lo olvidaban!- la imprudente verdad podía perjudicar el prestigio de la U.R.S.S.. Esos hombres taparon el crimen por razones utilitarias, es decir, aplicaron manifiestamente el principio: «el fin justifica los medios».

El señor Pritt, consejero de S. M. Británica, que había tenido ocasión de echar en Moscú una mirada de soslayo bajo la túnica de Temis Staliniana y había encontrado sus intimidades en buen estado, tomó sobre sí la tarea de desafiar la vergüenza. Romain Rolland, cuya autoridad moral aprecian tanto los tenedores de libros de las editoriales soviéticas, se apresuró a publicar uno de sus manifiestos, en los que el lirismo melancólico se une a un cinismo senil. La Liga Francesa de los Derechos del Hombre, que condenaba en 1917 la «amoralidad de Lenin y de Trotsky», cuando rompieron la alianza militar con Francia, se apresuró a tapar en 1936 los crímenes de Stalin, en interés del pacto franco-soviético. El fin patriótico justifica -como se ve- todos los medios. En los Estados Unidos, The Nation y The New Republic cerraron los ojos para las hazañas de Yagoda, puesto que la «amistad» con la U.R.S.S. se había convertido en sustento de su propia autoridad. No hace ni siquiera un año, esos señores no afirmaban que stalinismo y trotskysmo fueran idénticos. Estaban abiertamente por Stalin, por su espíritu realista, por su justicia y por su Yagoda. En esa posición se mantuvieron tanto tiempo como pudieron.

Hasta el momento de la ejecución de Tujachevsky,[ Tujachevsky y Iakir fueron destacados jefes del Ejército Rojo durante la guerra civil y luego militares de renombre. Fueron ejecutados en 1937 tras un juicio secreto en que fueron acusados de ser agentes de Hitler. La purga del Ejército Rojo facilitó la invasión de la URSS por Hitler.] de Iakir, etc., la gran burguesía de los países democráticos observó no sin satisfacción-aunque afectando cierta repugnancia- el exterminio de revolucionarios en la U.R.S.S.. En ese sentido, The Nation, The New Republic, para no hablar de los Duranty, Louis Fisher y otros prostituidos de la pluma, se adelantaban a los intereses del imperialismo «democrático». La ejecución de los generales perturbó a la burguesía, obligándola a comprender que la muy avanzada descomposición del aparato stalinista podría facilitar la tarea a Hitler, a Mussolini y al Mikado. El New York Times se puso a rectificar prudente, pero insistentemente la puntería de su Duranty. El Temps de París dejó filtrar en sus columnas un débil rayo de luz sobre la situación en la U.R.S.S.. En cuanto a los moralistas y a los sicofantes pequeño-burgueses, jamás fueron más que auxiliares de las clases capitalistas. En fin, cuando la Comisión John Dewey [ La Comisión Dewey, presidida por este profesor norteamericano, y formada por personalidades independientes, a petición de Trotsky, estudió las «evidencias» presentadas por la acusación en los Procesos de Moscú. Concluyó que todo se trataba de una inmensa falsificación judicial.] formuló su veredicto, se hizo evidente a los ojos de todo hombre, por poco que pensara, que continuar defendiendo abiertamente a la GPU era afrontar la muerte política y moral. Sólo a partir de ese momento fue cuando los «amigos» decidieron invocar las verdades eternas de la moral; es decir, replegarse, atrincherándose en una segunda línea.

Los stalinistas y semi-stalinistas atemorizados ocupan el último sitio entre los moralistas. Eugene Lyons convivió alegremente durante varios años con la pandilla thermidoriana, considerándose casi un bolchevique.

Habiendo regañado con el Kremlin -poco nos importa saber por qué- Lyons se encontró, de nuevo, naturalmente, en las nubes del idealismo. Liston Oak gozaba, todavía muy recientemente, de tal crédito cerca de la Komintern, que se le encargó dirigir la propaganda republicana de lengua inglesa en España. Cuando renunció a su cargo, no tuvo el menor empacho, claro está, en renunciar también a su abecedario de marxismo. Walter Krivitsky, habiéndose rehusado a volver a la U.R.S.S. y habiendo roto con la GPU, pasó inmediatamente a la democracia burguesa. Parece también que esa es la metamorfosis del septuagenario Charles Rappoport. Una vez echado el stalinismo por la borda, las gentes de esta clase -y son numerosos- no pueden abstenerse de buscar en los argumentos de la moral abstracta una compensación a la decepción y al envilecimiento ideológico por que han atravesado. Preguntadles por qué pasaron de la Komintern o de la GPU al campo de la burguesía. Su respuesta está pronta: «el trotskysmo no vale más que el stalinismo».

9.- D ISPOSICIÓN POLÍTICA DE PERSONAJES

«El trotskysmo es romanticismo revolucionario; el stalinismo es la política realista». De esta ramplona antinomia, por cuyo medio el filisteo vulgar justificaba, todavía ayer, su amistad con el thermidor, contra la revolución, no queda hoy una huella. Ya no se opone trotskysmo a stalinismo en general; ya se les identifica. Se les identifica en la forma y no en la esencia. Al batirse en retirada hasta el meridiano del «imperativo categórico», los demócratas continúan en realidad defendiendo a la GPU; pero mejor disfrazados, más pérfidamente. Quien calumnia a las víctimas, labora con los verdugos. En éste, como otros casos, la moral sirve a la política.

El filisteo demócrata y el burócrata stalinista, si no gemelos, son por lo menos hermanos espirituales. Políticamente, pertenecen, en todo caso, al mismo campo. Sobre la colaboración de stalinistas, demócratas y liberales reposa actualmente el sistema gubernamental de Francia y, añadiendo los anarquistas, el de la España republicana. Si el Independent Labour Party de Inglaterra ofrece una tan pobre apariencia es porque durante años no ha salido de los brazos de la Komintern. El Partido socialista Francés excluyó a los trotskystas en el preciso momento en que se preparaba para la fusión con los stalinistas. Si la fusión no se llevó a cabo no fue a causa de divergencia de principios -¿Qué queda de ella?- sino a consecuencia del temor de los bonzos socialdemócratas de perder sus puestos. Al volver de España, Norman Thomas declaró que los trotskystas ayudaban «objetivamente» a Franco, y gracias a ese absurdo subjetivo proporcionó una ayuda «objetiva» a los verdugos de la GPU. Este apóstol ha excluido a los «trotskystas» norteamericanos de su partido, en el momento preciso en que la GPU fusilaba a sus camaradas en la U.R.S.S. y en España. En numerosos países democráticos, los stalinistas, a despecho de su «inmoralidad», penetran -no sin buen éxito- en el aparato del Estado. En los sindicatos, se llevan bien con los burócratas de cualquier matiz. Es cierto que los stalinistas tratan demasiado a la ligera el Código Penal, cosa que aterroriza un poco, en tiempos apacibles, a sus amigos «demócratas»; por el contrario, en circunstancias excepcionales -como lo muestra el ejemplo de España-, con ello tanto más seguramente se convierten en jefes de la pequeña burguesía contra el proletariado.

La II Internacional y la Federación Sindical de Amsterdam [ Agrupaba a los sindicatos vinculados a la socialdemocracia.] no tomaron sobre ellas, claro está, la responsabilidad de las falsificaciones: dejaron semejante tarea a la Komintern. Callaron. En conversaciones privadas, sus representantes declaraban que desde el punto de vista moral, estaban contra Stalin; pero que desde el punto de vista político, estaban con él. Sólo cuando el Frente Popular de Francia reveló hendiduras irreparables, y los socialistas franceses tuvieron que pensar en el mañana, fue cuando León Blum encontró en el fondo de su tintero las indispensables fórmulas de la indignación moral.

Si Otto Bauer censura suavemente la justicia de Vichinsky, es para sostener, con tanta mayor «imparcialidad», la política de Stalin. El destino del socialismo -según reciente declaración de Bauer- parece estar ligado a la suerte de la Unión Soviética. «Y el destino de la Unión Soviética -conti- núa diciendo- es el del stalinismo, mientras el desenvolvimiento de la Unión Soviética misma no haya superado la fase stalinista». ¡Todo Bauer, todo el austromarxismo, toda la mentira y toda la podredumbre de la socialdemocracia están en esa frase magnifica! «Mientras» la burocracia stalinista sea suficientemente fuerte para exterminar a los representantes progresistas del «desenvolvimiento interior», Bauer se queda con Stalin. Cuando las fuerzas revolucionarias, a despecho de Bauer, derroquen a Stalin, entonces Bauer reconocerá generosamente el «desenvolvimiento interior», con un retraso de unos diez años, cuando más.

Tras las viejas internacionales gravita el Buró de Londres, de los centristas [ Agrupación que comprendía al ILP inglés, al POUM y a la SAP alemana.] , que reúne con todo acierto los aspectos de un jardín de niños, de una escuela para adolescentes atrasados y de un asilo de inválidos. El secretario del Buró, Fenner Brockway, comenzó por declarar que una investigación sobre los procesos de Moscú podría «perjudicar a la U.R.S.S.», y en lugar de eso propuso se hiciera una averiguación sobre… la actividad política de Trotsky, por una comisión «imparcial», integrada por cinco adversarios irreconciliables de Trotsky. Brandler y Lovestone se solidarizaron públicamente con Yagoda; no retrocedieron sino ante Iezhov. Jacob Walcher, con un pretexto manifiestamente falso, rehusó prestar a la Comisión John Dewey un testimonio que sólo podía ser desfavorable a Stalin. La moral podrida de semejantes individuos sólo es producto de su política podrida.

El papel más triste, sin embargo, corresponde, sin duda, a los anarquistas. Si el stalinismo y el trotskysmo son una y la misma cosa -como lo afirman ellos en cada renglón- ¿por qué, pues, los anarquistas españoles ayudan a los stalinistas a aniquilar a los trotskystas, y al mismo tiempo a los anarquistas que se mantienen revolucionarios? Los teóricos libertarios más francos responden: es el precio del suministro soviético de armas. En otros términos: el fin justifica los medios. Pero, ¿cuál es el fin de ellos: el anarquismo, el socialismo? No, la salud de la democracia burguesa, que ha preparado el triunfo del fascismo. A un fin sucio corresponden sucios medios. ¡Esa es la disposición verdadera de los personajes en el tablero de la política mundial!

10.-EL STALINISMO, PRODUCTO DE LA VIEJA SOCIEDAD

Rusia ha dado el salto hacia adelante más grandioso de la historia, y son las fuerzas más progresistas del país las que encontraron en él expresión. Durante la reacción actual, cuya amplitud es proporcional a la de la revolución, la inercia toma su desquite. El stalinismo se ha convertido en la encarnación de esa reacción. La barbarie de la antigua Rusia, vuelta a aparecer sobre nuevas bases sociales, resulta más repugnante aun porque ahora tiene que emplear una hipocresía como la historia no había conocido hasta hoy.

Los liberales y los socialdemócratas de occidente, a quienes la revolución de octubre había hecho dudar de sus añejas ideas, han sentido sus fuerzas renacer. La gangrena moral de la burocracia soviética les parece una rehabilitación del liberalismo. Se les ve exhibir viejos aforismos fuera de cuño, como estos: «toda dictadura lleva en sí los gérmenes de su propia disolución»; «sólo la democracia puede garantizar el desenvolvimiento de la personalidad», etc.. Esa oposición de democracia y dictadura, que contiene, en este caso, la condenación del socialismo, en nombre del régimen burgués, asombra, desde el punto de vista teórico, por su ignorancia y su mala fe. La infección del stalinismo en tanto que realidad histórica, es opuesta a la democracia en tanto que abstracción suprahistórica. Sin embargo, la democracia también ha tenido su historia, y en ella no han faltado horrores.

Para caracterizar la burocracia soviética empleamos las expresiones: «thermidor» y «bonapartismo», de la historia de la democracia burguesa, ya que -y que los adoctrinadores retrasados del liberalismo tomen nota- la democracia no apareció de ningún modo por la virtud de medios democráticos.

Sólo mentecatos pueden contentarse con razonamientos sobre el bonapartismo, «hijo legítimo» del jacobinismo, castigo histórico por los atentados cometidos contra la democracia, etc.. Sin la destrucción del feudalismo por el método jacobino, la democracia burguesa hubiera sido inconcebible.

Es tan falso oponer a las etapas históricas concretas: jacobinismo, thermidor, bonapartismo, la abstracción idealizada de «democracia», como oponer el recién nacido al adulto.

El stalinismo, a su vez, no es una abstracción de «dictadura», sino una grandiosa reacción burocrática contra la dictadura proletaria en un país atrasado y aislado. La revolución de octubre abolió los privilegios, declaró la guerra a la desigualdad social, sustituyó la burocracia por el gobierno de los trabajadores por ellos mismos, suprimió la diplomacia secreta, se esforzó por dar un carácter de transparencia completa a todas las relaciones sociales. El stalinismo ha restaurado las formas más ofensivas de los privilegios, ha dado a la desigualdad un carácter provocativo, ha ahogado la actividad espontánea de las masas por medio del absolutismo policíaco, ha hecho de la administración un monopolio de la oligarquía del Kremlin y ha regenerado el fetichismo del poder, bajo aspectos que la monarquía absoluta no se hubiese atrevido a soñar.

La reacción social, en cualquiera de sus formas, se ve obligada a ocultar sus fines verdaderos. Mientras más brutal sea la transición de la revolución a la reacción, más depende la reacción de las tradiciones de la revolución; es decir, más teme a las masas y tanto más se ve forzada a recurrir a la mentira y a la falsificación, en la lucha contra los representantes de la revolución. Las falsificaciones stalinistas no son fruto de la «amoralidad» bolchevique; no, como todos los acontecimientos importantes de la historia, son producto de una lucha social concreta; por lo demás, la más pérfida y cruel que exista: la lucha de una nueva aristocracia contra las masas que la han elevado al poder.

Se necesita, en realidad, una total indigencia intelectual y moral para identificar la moral reaccionaria y policíaca del stalinismo con la moral revolucionaria del bolchevismo. El partido de Lenin ha cesado de existir desde hace mucho tiempo: se ha roto contra las dificultades interiores y contra el imperialismo mundial. Su sitio ha sido tomado por la burocracia stalinista, que es un mecanismo de transmisión del imperialismo. En la liza mundial, la burocracia ha sustituido la lucha de clases por la colaboración de clases, el internacionalismo por el socialpatriotismo. Para adaptar el partido director a las tareas de la reacción, la burocracia ha «renovado» su composición, por medio del exterminio de revolucionarios y el reclutamiento de arribistas.

Toda reacción resucita, nutre, refuerza los elementos del pasado histórico sobre el que la revolución ha descargado un golpe sin haber logrado aniquilarlo. Los métodos del stalinismo llevan hasta el fin, hasta la tensión más alta y, al mismo tiempo, hasta el absurdo, todos los procedimientos de mentira, de crueldad y de bajeza que constituyen el mecanismo del poder en toda sociedad dividida en clases, sin excluir la democracia. El stalinismo es un conglomerado de todas las monstruosidades del Estado tal como lo ha hecho la historia; es también su peor caricatura y su repugnante mueca. Cuando los representantes de la antigua sociedad oponen sentenciosamente a la gangrena del stalinismo, una abstracción democrática esterilizada, tenemos excelente derecho de recomendarles, lo mismo que a toda la vieja sociedad, que se admiren en el espejo deformante del thermidor soviético. Ciertamente, la GPU supera en mucho todos los otros regímenes, por la franqueza de sus crímenes; pero eso es consecuencia de la amplitud grandiosa de los acontecimientos que sacudieron a Rusia en las condiciones de la desmoralización mundial de la era imperialista.

11. M ORAL Y REVOLUCIÓN

Entre liberales y radicales no faltan gentes que han asimilado los métodos materialistas de interpretación de los acontecimientos y que se consideran marxistas. Eso no les impide, sin embargo, seguir siendo periodistas, profesores o políticos burgueses. El bolchevique no se concibe, naturalmente, sin método materialista, inclusive en el dominio de la moral. Pero ese método no sólo le sirve para interpretar los acontecimientos, sino para crear el partido revolucionario, el partido del proletariado. Es imposible cumplir semejante tarea sin una independencia completa ante la burguesía y su moral. Sin embargo, la opinión pública burguesa domina perfecta y plenamente, en el actual momento, el movi-miento obrero oficial, de William Green [ Presidente del sindicato AFL.] en los Estados Unidos a García Oliver en España, pasando por León Blum y Maurice Thorez en Francia. El carácter reaccionario de esta época encuentra en ese hecho su más profunda expresión.

El marxista revolucionario no podría abordar su misión histórica sin haber roto moralmente con la opinión pública de la burguesía y de sus agentes en el seno del proletariado. Tal cosa exige un arrojo moral de distinto calibre del que se necesita para gritar en las reuniones públicas: «¡Abajo Hitler! ¡Abajo Franco!» Precisamente esa ruptura decisiva, profundamente reflexionada, irrevocable entre los bolcheviques y la moral conservadora de la grande y también de la pequeña burguesía, es lo que causa un espanto mortal a los fraseadores demócratas, a los profetas de salón y a los héroes de corredor. De ahí sus lamentaciones sobre la «amoralidad» de los bolcheviques.

Su manera de identificar la moral burguesa con la moral «en general»se observa, sin duda, del mejor modo en la extrema izquierda de la pequeña burguesía, precisamente en los partidos centristas del llamado Buró de Londres.

Ya que esta organización «admite» el programa de la revolución proletaria, nuestras divergencias con ella parecen a primera vista secundarias. En realidad su «admisión»del programa revolucionario carece de todo valor, ya que no la obliga a nada. Los centristas «admiten» la revolución proletaria como los kantianos admiten el imperativo categórico, es decir, como un principio sagrado, pero inaplicable en la vida de todos los días. En la esfera de la política práctica, se unen con los peores enemigos de la revolución, los reformistas-stalinistas, para luchar contra nosotros. Todo su pensamiento está impregnado de duplicidad y de falsía. Si no llegan hasta crímenes enormes sólo es porque siempre se quedan en el último plano de la política: son, en cierta forma, los carteristas de la historia. Precisamente por eso consideran los llamados a regenerar el movimiento obrero por medio de una nueva moral.

En la extrema izquierda de esta cofradía de «izquierda», se encuentra un pequeño grupo, totalmente insignificante en lo político, de emigrados alemanes que publican la revista Neuer Weg (Nueva Ruta). Inclinémonos un poco y escuchemos a esos detractores «revolucionarios» de la amoralidad bolchevique. En tono de elogio de doble sentido, la Neuer Weg escribe que los bolcheviques se distinguen ventajosamente de los otros partidos por su falta de hipocresía: proclaman abiertamente lo que los demás aplican silenciosamente en la realidad, a saber, el principio: «el fin justifica los medios». Pero -según la opinión de la Neuer Weg– una regla «burguesa» de ese género es incompatible «con un movimiento socialista sano». «La mentira y algo peor aún no son medios permitidos en la lucha, como lo consideraba todavía Lenin». La palabra «todavía» significa naturalmente que Lenin no había aún conseguido deshacerse de sus ilusiones, por no haber vivido hasta el descubrimiento de la «nueva ruta».

En la fórmula «la mentira y algo peor aún», el segundo miembro significa evidentemente la violencia, el asesinato, etc., ya que, supuesto invariable todo el resto, la violencia es peor que la mentira y el asesinato es la forma suprema de la violencia. Llegamos así a la conclusión de que la mentira, la violencia y el asesinato son incompatibles con «un movimiento socialista sano».

Pero, ¿qué pasa con la revolución? La guerra civil es la más cruel de las guerras. Es inconcebible, no sólo sin la violencia ejercitada contra terceros, sino -con la técnica contemporánea- sin el homicidio de ancianos y niños. ¿Es preciso recordar a España? La única respuesta que podrían darnos los «amigos» de la España republicana sería que la guerra civil vale más que la esclavitud fascista. Esa respuesta, enteramente correcta, sólo significa que el fin (democracia o socialismo) justifica, en ciertas condiciones, medios tales como la violencia y el homicidio. ¡Inútil hablar de la mentira! La guerra es tan inconcebible sin mentiras como la máquina sin engrase. Con el fin único de proteger la sesión de las Cortes (lº de febrero de 1938) contra las bombas fascistas, el gobierno de Barcelona engañó varias veces, a sabiendas, a los periodistas y a la población ¿Podía obrar de otro modo? Quien quiera el fin – la victoria contra Franco- debe aceptar los medios, la guerra civil con su cortejo de horrores y de crímenes.

Sin embargo, la mentira y la violencia, ¿no deben condenarse «en sí mismas»? Seguramente, deben condenarse, y al mismo tiempo, la sociedad dividida en clases, que las engendra. La sociedad sin contradicciones sociales será, claro está, una sociedad sin mentira ni violencia. Sin embargo, sólo podemos tender hasta ella un puente por virtud de métodos revolucionarios, es decir, métodos de violencia. La revolución misma es producto de una sociedad dividida en clases y de ello lleva necesariamente impresas las huellas. Desde el punto de vista de las «verdades eternas», la revolución es, naturalmente, «inmoral». Pero eso sólo significa que la moral idealista es contrarrevolucionaria, es decir, se halla al servicio de los explotadores.

«Pero la guerra civil -dirá quizás el filósofo tomado de improviso- es, por decirlo así, una lamentable excepción. En tiempo de paz, un movimiento socialista sano debe abstenerse de la violencia y de la mentira». Semejante respuesta sólo es una lastimosa escapatoria. No hay fronteras infranqueables entre la lucha de clases «pacífica» y la revolución. Cada huelga contiene en germen todos los elementos de la guerra civil. Las dos partes se esfuerzan por darse mutuamente una idea exagerada de su resolución de luchar y de sus recursos materiales. Gracias a su prensa, a sus agentes y a sus espías, los capitalistas se esfuerzan por intimidar y desmoralizar a los huelguistas. Por su lado, los piquetes de huelga, cuando la persuasión resulta inoperante, se ven obligados a recurrir a la fuerza. Así, «la mentira y algo peor aún» constituyen parte inseparable de la lucha de clases, hasta en su forma más embrionaria. Queda por añadir que las nociones de verdad y de mentira nacieron de las contradicciones sociales.

12.-L A REVOLUCIÓN Y EL SISTEMA DE REHENES

Stalin manda prender y fusilar a los hijos de sus adversarios, después de haber mandado que ellos mismos sean fusilados bajo falsas acusaciones. Las familias le sirven de rehenes para obligar a volver del extranjero a los diplomáticos soviéticos que quisieran permitirse alguna duda sobre la probidad de Yagoda o de Iezhov. Los moralistas de la Neuer Weg creen necesario y oportuno recordar con este motivo que Trotsky se sirvió, «él también», en 1919, de una ley de rehenes. Y aquí es preciso citar textualmente: «La aprehensión de familias inocentes por Stalin es de una barbarie repugnante. Pero semejante cosa sigue siendo una barbarie cuando es Trotsky el que manda (1919)». ¡He ahí la moral idealista en toda su belleza! Estos criterios son tan falaces como las normas de la democracia burguesa: se supone en ambos casos la igualdad, en donde no hay ni sombra de igualdad.

No insistamos aquí en que el decreto de 1919 muy probablemente no provocó el fusilamiento de parientes de oficiales, cuya traición no sólo costaba pérdidas humanas innumerables, sino que amenazaba llevar directamente la revolución a su ruina. En el fondo, no se trata de eso. Si la revolución hubiera manifestado desde el principio menos inútil generosidad, centenares de vidas habríanse ahorrado en lo que siguió. Sea lo que fuere, yo asumo la entera responsabilidad del decreto de 1919. Fue una medida necesaria en la lucha contra los opresores. Ese decreto, como toda la guerra civil, que podríamos también llamar con justicia «una repugnante barbarie», no tiene más justificación que el objeto histórico de la lucha.

Dejemos a Emil Ludwig y a sus semejantes la tarea de pintarnos retratos de Abraham Lincoln, adornados con alitas de color de rosa. La importancia de Lincoln reside en que para alcanzar el gran objetivo histórico asignado por el desarrollo del joven pueblo norteamericano, no retrocedió ante las medidas más rigurosas, cuando ellas fueron necesarias. La cuestión ni siquiera reside en saber cuál de los beligerantes sufrió o infligió el mayor número de víctimas. La historia tiene un patrón diferente para medir las crueldades de los sureños y las de los norteños de la Guerra de Secesión. ¡Que eunucos despreciables no vengan a sostener que el esclavista que por medio de la violencia o la astucia encadena a un esclavo es el igual, ante la moral, del esclavo que por la astucia o la violencia rompe sus cadenas!

Cuando ya estuvo ahogada en sangre la Comuna de París y la canalla reaccionaria del mundo entero se hubo puesto a arrastrar su estandarte por el cieno, no faltaron numerosos filisteos demócratas para difamar, al lado de la reacción, a los comuneros (communards) que habían ejecutado 64 rehenes, empezando por el arzobispo de París. Marx no vaciló un instante en tomar la defensa de esta acción sangrienta de la Comuna. En una circular del Consejo General de la Internacional, en líneas por debajo de las cuales creería uno escuchar lava que hierve, Marx recuerda primero que la burguesía usó el sistema de rehenes en su lucha contra los pueblos de las colonias y contra su propio pueblo, para referirse en seguida a las ejecuciones sistemáticas de los comuneros prisioneros por los encarnizados reaccionarios. Y continúa: «para defender a sus combatientes prisioneros, la Comuna no tenía más que la toma de rehenes, acostumbrada entre los prusianos. La vida de los rehenes se perdió y volvió a perderse por el hecho de que los versalleses continuaban fusilando a sus prisioneros ¿Habría sido posible salvar a los rehenes, después de la horrible carnicería con que marcaron su entrada a París los pretorianos de MacMahon? ¿El último contrapeso al salvajismo implacable de los gobiernos burgueses -la toma de rehenes- habría de reducirse a una burla?». Así escribía Marx sobre la ejecución de rehenes, a pesar de que tras él hubiese en el Consejo no pocos Fenner Brockway, Norman Thomas y Otto Bauers. La indignación del proletariado mundial ante las atrocidades de los versalleses era, sin embargo, todavía tan grande, que los confusionistas reaccionarios prefirieron callar, esperando tiempos mejores para ellos, que -desgraciadamente- no tardaron en llegar. Sólo después del triunfo definitivo de la reacción fue cuando los moralistas pequeñoburgueses, en unión de los burócratas sindicales y de los fraseadores anarquistas, causaron la pérdida de la Iº Internacional.

Cuando la revolución de octubre se defendía contra las fuerzas reunidas del imperialismo, en un frente de ocho mil kilómetros, los obreros del mundo entero seguían el desarrollo de esta lucha con una simpatía tan ardiente que hubiese sido peligroso denunciar ante ellos el sistema de rehenes como una «repugnante barbarie». Fue precisa la completa degeneración del Estado soviético y el triunfo de la reacción en una serie de países para que los moralistas salieran de sus agujeros… en ayuda de Stalin. En efecto, si las medidas de represión tomadas para defender los privilegios de la nueva aristocracia tienen el mismo valor moral que las medidas revolucionarias tomadas en la lucha libertadora, entonces Stalin está plenamente justificado, a menos que… la revolución proletaria sea condenada en masa.

Al mismo tiempo que buscan ejemplos de inmoralidades en los acontecimientos de la guerra civil en Rusia, los señores moralistas se ven obligados a cerrar los ojos ante el hecho de que la revolución española restableció también el sistema de rehenes, por lo menos, durante el período en que fue una verdadera revolución de masas. Si los detractores todavía no se han atrevido a atacar a los obreros españoles por su «repugnante barbarie», es únicamente porque el terreno de la península ibérica está aún demasiado quemante para ellos. Es mucho más cómodo remontarse a 1919. Eso es ya historia: los viejos habrán ya olvidado y los jóvenes todavía no aprenden.

Por esa misma razón, los fariseos de cualquier matiz retornan con tanta insistencia a Kronstadt y Makhno: ¡sus emanaciones de moral pueden exhalarse aquí libremente!

13.- «MORAL DE CAFRES»

No es posible dejar de convenir con los moralistas en que la historia toma caminos crueles. ¿Qué conclusión sacar de ahí para la actividad práctica? León Tolstoy recomendaba a los hombres ser más sencillos y mejores. El Mahatma Gandhi les aconseja tomar leche de cabra. ¡Ay! Los moralistas «revolucionarios» de la Neuer Weg no están muy lejos de esas recetas.

«Debemos libertarnos -predican ellos- de esa moral de cafres para la que no hay más mal que el que hace el enemigo» ¡Admirable consejo! «Debemos libertarnos…» Tolstoy recomendaba también libertarse del pecado de la carne.

Y sin embargo, la estadística no confirma el buen éxito de su propaganda.

Nuestros homúnculos centristas han logrado elevarse hasta una moral por encima de las clases, dentro de una sociedad dividida en clases. Pero si hace casi dos mil años que eso fue dicho: «Amad a vuestros enemigos», «Ofreced la otra mejilla»… Y sin embargo, hasta ahora, ni el Santo Padre romano se ha «libertado» del odio para sus enemigos. ¡En verdad, el diablo, enemigo del género humano, es muy poderoso!

Aplicar criterios diferentes a los actos de los explotadores y de los explotados es -según la opinión de los pobres homúnculos- ponerse a nivel de la «moral de los cafres». Preguntemos primero si corresponde a «socialistas» el profesar semejante desprecio por los cafres. ¿Su moral es tan mala? He aquí lo que dice sobre el tema la Enciclopedia Británica:

«En sus relaciones sociales y políticas manifiestan mucho tacto e inteligencia; son extraordinariamente valientes, belicosos y hospitalarios; y fueron honrados y veraces mientras el contacto con los blancos no les volvió suspicaces, vengativos y ladrones, y que no hubieron, además, asimilado la mayor parte de los vicios de los europeos». No se puede dejar de concluir que los misioneros blancos, predicadores de la moral eterna, contribuyeron a la corrupción de los cafres.

Si a un trabajador cafre se le refiriera que los obreros, habiéndose rebelado en alguna parte del planeta, tomaron a sus opresores de improviso el cafre se alegraría. Le apenaría, por el contrario, saber que los opresores han logrado engañar a los oprimidos. El cafre a quien los misioneros no han corrompido hasta la médula de los huesos, no consentirá nunca en aplicar las mismas normas de moral abstracta a los opresores y a los oprimidos.

En cambio, comprenderá muy bien -si se le explica- que el objeto de esas normas abstractas es precisamente el de impedir la rebelión de los oprimidos contra los opresores.

Coincidencia edificante: para calumniar a los bolcheviques, los misioneros de la Neuer Weg tuvieron que calumniar al mismo tiempo a los cafres; y en ambos casos, la calumnia sigue el cauce de la mentira oficial burguesa: contra los revolucionarios y contra las razas de color. ¡No, nosotros preferimos los cafres a todos los misioneros, religiosos o laicos!

Sin embargo, es preciso no sobrestimar el grado de conciencia de los moralistas de la Neuer Weg o de los otros callejones sin salida. Las intenciones de estas gentes no son tan malas. A pesar de ellas, sin embargo, sirven de palanca al mecanismo de la reacción. En una época como la actual, en que los partidos pequeño-burgueses se aferran a la burguesía liberal o a su sombra (política de «frente popular») paralizan al proletariado y abren la ruta al fascismo (España, Francia…) los bolcheviques, es decir, los marxistas revolucionarios se convierten en personajes particularmente odiosos a los ojos de la opinión pública burguesa. La presión política fundamental de nuestros días se ejerce de derecha a izquierda. En resumidas cuentas, todo el peso de la reacción gravita sobre los hombros de una pequeña minoría revolucionaria que se llama la IVº Internacional. ¡Voilá l’ennemi! ¡He ahí el enemigo!

El stalinismo ocupa en el mecanismo de la reacción muchas posiciones dominantes. Todos los grupos de la sociedad burguesa, inclusive los anarquistas, utilizan de un modo o de otro su ayuda en la lucha contra la revolución proletaria. Al mismo tiempo, los demócratas pequeñoburgueses tratan de echar, por lo menos en un cincuenta por ciento, lo odioso de los crímenes de su aliado moscovita sobre la irreductible minoría revolucionaria. Esa es precisamente la significación del dicho, desde ahora a la moda: «trotskysmo y stalinismo son una y la misma cosa». Los adversarios de los bolcheviques y de los cafres ayudan así a la reacción para calumniar el partido de la revolución.

14. LA «AMORALIDAD » DE LENIN

Los «socialistas-revolucionarios» [ Socialistas-revolucionarios o Narodnikis. Partido ruso que predicaba una especie de socialismo «campesino», basado en las antiguas comunas rurales. Durante la revolución colaboraron con el Gobierno de Kerensky. Su ala izquierda se alió a los bolcheviques y apoyó la revolución de octubre. Durante la guerra civil apoyaron abiertamente a la reacción y la intervención extranjera contra la U.R.S.S.] rusos han sido siempre los hombres más morales: en el fondo, eran sólo pura ética. Eso no les impidió, sin embargo, engañar a los campesinos rusos durante la revolución. En el órgano parisiense de Kerensky [ Kerensky fue ministro y luego presidente del Gobierno «democrático establecido tras la revolución de Febrero y que fue derrocado por la de Octubre. Apoyó la acusación contra Lenin de ser «agente alemán».] -él mismo socialista ético, precursor de Stalin en la fabricación de falsas acusaciones contra los bolcheviques- el viejo

«socialista-revolucionario» Zenzinov escribe: «Lenin enseñó, como se sabe, que para alcanzar el fin que se asignan, los bolcheviques pueden y a veces deben ‘usar de diversas estratagemas, del silencio y del disimulo de la verdad…'» (Novaia Rossia, 17 de febrero de 1938, pág. 3.) De ahí la conclusión ritual: el stalinismo es hijo legítimo del leninismo.

Por desgracia, ese detractor ético no sabe ni siquiera citar honradamente. Lenin escribió: «Es preciso saber aceptarlo todo, todos los sacrificios, y aun -en caso de necesidad- usar de estratagemas varias, de astucia, de procedimientos ilegales, de silencio, del disimulo de la verdad, para penetrar en los sindicatos, mantenerse en ellos, proseguir en ellos la acción comunista». La necesidad de estratagemas y de astucias -según la explicación de Lenin- era consecuencia del hecho de que la burocracia reformista, entregando a los obreros al capital, persigue a los revolucionarios y recurre inclusive contra ellos a la policía burguesa. La «astucia» y el «disimulo de la verdad» no son, en el caso, más que los medios de una defensa legitima contra la burocracia reformista y traidora.

El partido de Zenzinov mismo desarrolló, hace años, un trabajo ilegal contra el zarismo y más tarde contra el bolchevismo. En ambos casos, sirvió de astucias, de estratagemas, de falsos pasaportes y de otras formas de «disimulo de la verdad». Todos esos medios fueron considerados por él no sólo «éticos», sino hasta heroicos, puesto que correspondían a los fines políticos de la democracia pequeño-burguesa. La situación, sin embargo, cambia tan pronto como los revolucionarios proletarios se ven obligados a recurrir a medidas conspirativas contra la democracia pequeño-burguesa.

¡La clave de la moral de esos señores -como se ve- tiene carácter de clase! El «amoralista» Lenin recomienda abiertamente, en la prensa, servirse de astucias de guerra para con los líderes que traicionan a los obreros. El moralista Zenzinov trunca deliberadamente una cita por sus dos extremos, a fin de engañar a sus lectores: el detractor ético ha sabido ser, como de costumbre, un bribón ruin. ¡No inútilmente gustaba Lenin de repetir que es terriblemente difícil encontrar un adversario de buena fe!

El obrero que no oculta al capitalista la «verdad» sobre las intenciones de los huelguistas es sencillamente un traidor que sólo merece desprecio y boicot.

El soldado que comunica la «verdad» al enemigo es castigado como espía.

Kerensky mismo intentó con mala fe acusar a los bolcheviques de haber comunicado la «verdad» al Estado Mayor de Ludendorff. Resulta así que la «santa verdad» no es un fin en sí. Por encima de ella, existen criterios más imperativos que, como lo demuestra el análisis, tienen un carácter de clase. Una lucha a muerte no se concibe sin astucias de guerra; en otras palabras, sin mentiras ni engaños. ¿Pueden los proletarios alemanes no engañar a la policía de Hitler? ¿Los bolcheviques soviéticos obran «amoralmente» engañando a la GPU? Todo burgués honrado aplaude la habilidad del policía que logra atrapar con astucias a un peligroso gángster. ¿Y no va a ser permitida las astucia cuando se trata de derrocar a los gangsters del imperialismo? Norman Thomas habla de «esa extraña amoralidad comunista que no toma nada en cuenta, sino su partido y su poder» (Socialist Call, 12 de marzo de 1938). Thomas coloca así en el mismo saco a la Komintern actual, es decir, el complot de la burocracia del Kremlin contra la clase obrera, y al partido bolchevique, que encarnaba el complot de los obreros adelantados contra la burguesía. Hemos suficientemente refutado arriba esta identificación enteramente desvergonzada. El stalinismo sólo se disfraza con el culto del partido; en realidad, destruye y pisotea en el cieno el partido mismo. Es verdad, sin embargo, que para el bolchevique el partido lo es todo. Esta actitud del revolucionario para la revolución asombra y choca al socialista de salón, que es sólo un burgués provisto de un «ideal» socialista. A ojos de Norman Thomas y de sus semejantes, el partido es un instrumento momentáneo para combinaciones electorales y demás, y sólo eso. Su vida privada, sus intereses, sus relaciones, sus criterios de moral están fuera del partido.

Considera con un asombro hostil al bolchevique, para quien el partido es el instrumento de la transformación revolucionaria de la sociedad, inclusive de la moral de ésta. En el marxista revolucionario no puede existir contradicción entre la moral personal y los intereses del partido, ya que el partido engloba, para la conciencia de aquél, las tareas y fines más elevados de la humanidad.

Sería ingenuo creer que Thomas tiene una noción más alta de la moral que los marxistas. Lo que ocurre es que tiene una idea mucho más ínfima del partido. «Todo lo que nace es digno de perecer» -dice el dialéctico Goethe. La ruina del partido bolchevique -episodio de la reacción mundial- no disminuye, sin embargo, su importancia en la historia mundial. En la época de su ascenso revolucionario, es decir, cuando representaba verdaderamente la vanguardia proletaria, fue el partido más honrado de la historia. Cuando pudo, claro que engañó a las clases enemigas; pero dijo la verdad a los trabajadores, toda la verdad y sólo la verdad. Únicamente gracias a eso fue como conquistó su confianza, más que cualquier otro partido en el mundo.

Los dependientes de las clases dirigentes tratan al constructor de ese partido de «amoralista». A ojos de los obreros conscientes, esta acusación le rinde honor. Significa que Lenin se rehusaba a reconocer las reglas de moral establecidas por los esclavistas para los esclavos, y nunca observadas por los esclavistas mismos; significa que Lenin incitaba al proletariado a extender la lucha de clases inclusive al dominio de la moral. ¡Quien se incline ante las reglas establecidas por el enemigo no vencerá jamás!

La «amoralidad» de Lenin, es decir, su rechazo a admitir una moral por encima de las clases, no le impidió conservarse durante toda su vida fiel al mismo ideal; darse enteramente a la causa de los oprimidos; dar pruebas de la mayor honradez en la esfera de las ideas y de la mayor intrepidez en la esfera de la acción; no tener la menor suficiencia para con el «sencillo» obrero, con la mujer indefensa y con el niño. ¿No parece que la «amoralidad» sólo es, en este caso, sinónima de una más elevada moral humana?

15. UN EPISODIO EDIFICANTE

Es conveniente referir aquí un episodio que, aunque de poca importancia en sí, ilustra bastante bien la diferencia entre su moral y la nuestra. En 1935, en cartas a mis amigos belgas, desarrollé la idea de que el intento de un joven partido revolucionario de crear sus «propios» sindicatos equivaldría al suicidio. Es preciso ir a buscar a los obreros en donde estén. Pero, ¿eso significa dar cuotas para el sostenimiento de un aparato oportunista? Claro, respondí. Para tener derecho a desarrollar un trabajo de zapa contra los reformistas es preciso provisionalmente pagarles tributo. Pero, ¿los reformistas no permitirán desarrollar un trabajo de zapa contra ellos? Claro, respondí.

El trabajo de zapa exige medidas conspirativas. Los reformistas son la policía política de la burguesía, en el seno de la clase obrera. Es preciso saber obrar sin su autorización, y a pesar de sus prohibiciones… En el curso de una pesquisa practicada por casualidad en casa del camarada D., en relación -si no me equivoco- con un asunto de suministro de armas a los obreros españoles, la policía belga se apoderó de mi carta. Algunos días más tarde fue publicada. La prensa de Vandervelde, de De Man y de Spaak no escaseó las fulminaciones contra mi «maquiavelismo» y mi «jesuitismo». ¿Y quiénes eran, pues, mis censores? Presidente de la IIº Internacional durante largos años, Vandervelde se había convertido desde hacía tiempo en el hombre de confianza del capital belga. De Man, quien en una serie de tomos panzudos había tratado de ennoblecer el socialismo, gratificándolo con una moral idealista y aproximándose, a escondidas, a la religión, aprovechó la primera ocasión para engañar a los obreros y convertirse en un ordinario ministro de la burguesía. En cuanto a Spaak, la cosa es todavía más impresionante. Año y medio antes, este caballero se encontraba en la oposición socialista de izquierda y había venido a verme a Francia para consultarme respecto de los métodos de lucha contra la burocracia de Vandervelde. Yo le había expuesto las ideas que más tarde formaron el contenido de mi carta. Un año apenas después de su visita, Spaak renunciaba a las espinas para quedarse con la rosa. Traicionando a sus amigos de la oposición, se convertía en uno de los ministros más cínicos del capital belga. En los sindicatos y en el partido, esos caballeros ahogan cualquier crítica, desmoralizan y corrompen sistemáticamente a los obreros más avanzados y excluyen también sistemáticamente a los indóciles. Se distinguen de la GPU únicamente por el hecho de no haber recurrido hasta hoy a la efusión de sangre: como buenos patriotas que son, reservan la sangre obrera para la próxima guerra imperialista. Está claro: ¡es preciso ser un enviado del diablo, un monstruo moral, un «cafre», un bolchevique para dar a los obreros revolucionarios el consejo de observar las reglas de la conspiración en la lucha contra esos caballeros!

Desde el punto de vista de la legalidad belga mi carta no contenía, naturalmente, nada criminal. La policía de un país «democrático» se hubiera sentido obligada a restituirla al destinatario con sus excusas. La prensa del partido socialista hubiera debido protestar contra una pesquisa dictada por el cuidado de los intereses del general Franco. Los señores socialistas no experimentaron, sin embargo, el menor embarazo en sacar partido del servicio indiscreto que les ofrecía la policía: sin lo cual no hubieran gozado de la feliz ocasión de manifestar, una vez más, la superioridad de su moral sobre la amoralidad de los bolcheviques.

Todo es simbólico en este episodio. Los socialdemócratas belgas, me abrumaron con su indignación, en el momento preciso en que sus camaradas noruegos nos tenían, a mi mujer y a mí, tras las rejas, para impedirnos cualquier defensa contra las acusaciones de la GPU El gobierno noruego sabía perfectamente que las acusaciones de Moscú eran falsas: el órgano oficial de la socialdemocracia lo escribió con todas sus letras desde el primer día. Pero Moscú atacó el bolsillo de los armadores y los comerciantes de pescado noruegos, y los señores socialdemócratas se pusieron inmediatamente a cuatro patas. El jefe del partido, Martín Tranmael, es más que una autoridad en materia moral, es un justo: no bebe ni fuma, es vegetariano y se baña en invierno en el agua helada. Eso no le impidió, después de habernos mandado prender por órdenes de la GPU, invitar, especialmente para calumniarme, al agente noruego de la GPU, Jacob Friis, burgués sin honor ni conciencia. Pero basta….

La moral de esos señores consiste en reglas convencionales y procedimientos oratorios destinados a tapar sus intereses, sus apetitos y sus terrores. En su mayor parte, están dispuestos a todas las bajezas -a la renegación, a la perfidia, a la traición- por ambición o por lucro. En la esfera sagrada de los intereses personales, el fin justifica, para ellos, todos los medios. Precisamente por eso necesitan un código moral particular, práctico y al mismo tiempo elástico, como unos buenos tirantes. Detestan a quienquiera que revele a las masas su secreto profesional. En tiempo de «paz», su odio se expresa por medio de calumnias, vulgares o «filosóficas». Cuando los conflictos sociales se avivan, como en España, esos moralistas, estrechando la mano de la

GPU, exterminan a los revolucionarios. Y para justificarse, repiten que «trotskysmo y stalinismo son una y la misma cosa».

16.- I NTERDEPENDENCIA DIALÉCTICA DEL FIN Y DE LOS MEDIOS

El medio sólo puede ser justificado por el fin. Pero éste, a su vez, debe ser justificado. Desde el punto de vista del marxismo, que expresa los intereses históricos del proletariado, el fin está justificado si conduce al acrecentamiento del poder del hombre sobre la naturaleza y a la abolición del poder del hombre sobre el hombre.

¿Eso significa que para alcanzar tal fin todo está permitido? -nos preguntará sarcásticamente el filisteo, revelando que no ha comprendido nada.

Está permitido -responderemos- todo lo que conduce realmente a la liberación de la humanidad. Y puesto que este fin sólo puede alcanzarse por caminos revolucionarios, la moral emancipadora del proletariado posee – indispensablemente- un carácter revolucionario. Se opone irreductiblemente no sólo a los dogmas de la religión, sino también a los fetiches idealistas de toda especie, gendarmes filosóficos de la clase dominante. Deduce las reglas de la conducta de las leyes del desarrollo de la humanidad, y por consiguiente, ante todo, de la lucha de clases, ley de leyes. ¿Eso significa, a pesar de todo, que en la lucha de clases contra el capitalismo todos los medios están permitidos: la mentira, la falsificación, la traición, el asesinato, etc.? -insiste todavía el moralista. Sólo son admisibles y obligatorios -le responderemos- los medios que acrecen la cohesión revolucionaria del proletariado, inflaman su alma con un odio implacable por la opresión, le enseñan a despreciar la moral oficial y a sus súbditos demócratas, le impregnan con la conciencia de su misión histórica, aumentan su bravura y su abnegación en la lucha. Precisamente de eso se desprende que no todos los medios son permitidos. Cuando decimos que el fin justifica los medios, resulta para nosotros la conclusión de que el gran fin revolucionario rechaza, en cuanto medios, todos los procedimientos y métodos indignos que alzan a una parte de la clase obrera contra las otras; o que intentan hacer la dicha de las demás sin su propio concurso; o que reducen la confianza de las masas en ellas mismas y en su organización, sustituyendo tal cosa por la adoración de los «jefes». Por encima de todo, irreductiblemente, la moral revolucionaria condena el servilismo para con la burguesía y la altanería para con los trabajadores, es decir, uno de los rasgos más hondos de la mentalidad de los pedantes y moralistas pequeño-burgueses.

Esos criterios no dicen, naturalmente, lo que es permitido y lo que es inadmisible en cada caso dado. Semejantes respuestas automáticas no pueden existir. Los problemas de la moral revolucionaria se confunden con los problemas de la estrategia y de la táctica revolucionarias. Respuesta correcta a esos problemas, únicamente puede encontrarse en la experiencia viva del movimiento, a la luz de la teoría.

El materialismo dialéctico desconoce el dualismo de medios y fines.

El fin se deduce naturalmente del movimiento histórico mismo. Los medios están orgánicamente subordinados al fin. El fin inmediato se convierte en medio del fin ulterior. En su drama, Franz von Sickingen, Ferdinand Lassalle pone las palabras siguientes en boca de uno de sus personajes:

«No muestres sólo el fin, muestra también la ruta,
Pues el fin y el camino tan unidos se hallan
Que uno en otro se cambian,
Y cada nueva ruta descubre nuevo fin».

Los versos de Lassalle son muy imperfectos. Lo que es peor aún, en la política práctica, Lassalle se separó de la regla enunciada por él; baste recordar que llegó hasta negociaciones secretas con Bismark.

La interdependencia del fin y de los medios, sin embargo, está expresada, en el caso de los versos reproducidos, de modo enteramente exacto.

Es preciso sembrar un grano de trigo para cosechar una espiga de trigo. ¿El terrorismo individual, por ejemplo, es o no admisible, desde el punto de vista de la «moral pura»? En esta forma abstracta, la cuestión, para nosotros, carece de sentido. Los burgueses conservadores suizos, hoy todavía, conceden honores oficiales al terrorista Guillermo Tell. Nosotros simpatizamos enteramente con el bando de los terroristas irlandeses, rusos, polacos, hindúes, en su lucha contra la opresión nacional y política. Kirov [ Serguei Kirov era secretario del PC de Leningrado y secretario del CC del PCUS. Su asesinato en 1934, a manos del comunista Nikolaiev -y posiblemente con la complicidad de la GPU- abrió el periodo de terror.], sátrapa brutal, no suscita ninguna compasión. Nos mantenemos neutrales frente a quien lo mató, sólo porque ignoramos los móviles que lo guiaron. Si llagamos a saber que Nikolaiev hirió conscientemente, para vengar a los obreros cuyos derechos pisoteaba Kirov, nuestras simpatías estarían enteramente del lado del terrorista.

Sin embargo, lo que decide para nosotros no son los móviles subjetivos, sino la adecuación objetiva. ¿Ese medio puede conducir realmente a fin? En el caso del terror individual, la teoría y la experiencia atestiguan que no. Nosotros decimos al terrorista: es imposible reemplazar a las masas; sólo dentro de un movimiento de masas podrás emplear útilmente tu heroísmo. Sin embargo, en condiciones de guerra civil, el asesinato de ciertos opresores cesa de ser un acto de terrorismo individual. Si, por ejemplo, un revolucionario hubiese hecho saltar al general Franco y a su Estado Mayor, es dudoso que semejante acto hubiera provocado una indignación moral, aun entre los eunucos de la democracia. En tiempo de guerra civil, un acto de ese género sería hasta políticamente útil. Así, aun en la cuestión más aguda -el asesinato del hombre por el hombre- los absolutos morales resultan enteramente inoperantes. La apreciación moral, lo mismo que la apreciación política, se desprende de las necesidades internas de la lucha.

La emancipación de los trabajadores sólo puede ser obra de los trabajadores mismos. Por eso no hay mayor crimen que engañar a las masas, que hacer pasar las derrotas por victorias, a los amigos por enemigos, que corromper a los jefes, que fabricar leyendas, que montar procesos falsos, en una palabra, que hacer lo que hacen los stalinistas. Esos medios sólo pueden servir un único fin: el de prolongar la dominación de una pandilla, condenada ya por la historia. No pueden servir, sin embargo, para la emancipación de las masas. He ahí por que la IV Internacional desarrolla contra el stalinismo una lucha a muerte.

Las masas, naturalmente, no carecen de pecado. La idealización de las masas nos es extraña. Las hemos visto en circunstancias variadas, en diversas etapas, en medio de los mas grandes sacudimientos políticos. Hemos observado su lado fuerte y su lado débil. El fuerte, la decisión, la abnegación, el heroísmo, encontraron siempre su expresión más alta en los periodos de ascenso de la revolución. En aquellos momentos, los bolcheviques estuvieron a la cabeza de las masas. Otro capítulo de la historia se abrió en seguida, cuando se revelaron los lados débiles de los oprimidos: heterogeneidad, falta de cultura, horizontes limitados. Fatigadas, distendidas, desilusionadas, las masas perdieron confianza en ellas mismas y cedieron su sitio a una nueva aristocracia. En este periodo los bolcheviques (los «trotskystas») se hallaron aislados de las masas.

Prácticamente, hemos recorrido dos de esos grandes ciclos históricos: 1897-1905, años de ascenso; 1907-1913, años de reflujo; 1917-1923, años de ascenso, sin precedente en la historia; después, un nuevo período de reacción, que todavía hoy no ha terminado. De esos grandes acontecimientos, los «trotskystas» han aprendido el ritmo de la historia; en otros términos, la dialéctica de la lucha de clases. Han aprendido -y parece, hasta cierto grado, que han acertado a subordinar a ese ritmo objetivo sus planes y sus programas subjetivos. Han aprendido a no desesperar porque las leyes de la historia no dependen de nuestros gustos individuales o no se someten a nuestros criterios morales. Han aprendido a subordinar sus gustos individuales a las leyes de la historia. Han aprendido a no temer ni a los enemigos más poderosos, si su poder se halla en contradicción con las necesidades del desenvolvimiento histórico. Saben nadar contra la corriente, con la honda convicción de que el nuevo flujo histórico de poderoso impulso los llevará hasta la orilla.

No todos arribarán: muchos se ahogarán. Pero tomar parte en ese movimiento con los ojos abiertos y con la voluntad tensa -¡sólo eso puede dispensar la satisfacción moral suprema dable a un ser pensante!

Coyoacán, 16 de febrero de 1938.

P. S. – ESCRIBÍA ESTAS PÁGINAS SIN SABER QUE DURANTE ESOS DÍAS MI HIJO LUCHABA CON LA MUERTE. DEDICO A SU MEMORIA ESTE CORTO TRABAJO QUE -ASÍ LO ESPERO- HABRÍA CONSEGUIDO SU APROBACIÓN: PORQUE LEÓN SEDOV ERA UN

REVOLUCIONARIO AUTÉNTICO Y DESPRECIABA A LOS FARISEOS.

Apéndice

MORALISTAS Y SICOFANTES CONTRA EL MARXISMO
LOS MERCADERES DE INDULGENCIAS Y SUS ALIADOS SOCIALISTAS O EL CUCLILLO EN NIDO AJENO

El folleto Su Moral y la Nuestra tiene, cuando menos, el mérito de haber obligado a algunos filisteos y sicofantes a desenmascararse por completo. Los primeros recortes de la prensa francesa y belga que he recibido, así lo atestiguan. La crítica más inteligible, en su género, es la de un periódico católico parisiense, La Croix: estas gentes tienen su sistema y no se avergüenzan de defenderlo. Están por la moral absoluta y además por el verdugo Franco: tal es la voluntad de Dios. A su espalda llevan un pocero celeste que recoge y conduce tras ellos todas sus inmundicias. Nada asombroso es que juzguen indigna la moral de los revolucionarios, que responden por sí mismos. Sin embargo, lo que nos interesa ahora no son los mercaderes profesionales de indulgencias, sino los moralistas que se pasan sin Dios, al mismo tiempo que tratan de ocupar ellos su sitio.

El periódico «socialista» de Bruselas, Le Peuple -¡adonde ha venido a ocultarse la virtud!- no ha encontrado en nuestro pequeño libro más que una receta criminal para crear núcleos secretos, con el más inmoral de los fines: comprometer el prestigio y los ingresos de la burocracia obrera belga. Indudablemente, se puede objetar que esa burocracia está marcada de infamia por traiciones sin número y por estafas públicas (¡recordemos no más la historia del «Banco Obrero»!); que ahoga en la clase obrera cualquier destello de pensamiento crítico; que por su moral práctica no es superior en nada a su aliada política, la jerarquía católica. Pero, en primer lugar, sólo gentes muy mal educadas pueden recordar cosas tan desagradables; en segundo, todos estos caballeros, sean cuales fueren sus pecadillos, tienen en reserva los más elevados principios de moral: Henri de Man se encarga de ello; frente a su ilustre autoridad, nosotros, los bolcheviques, no podemos, evidentemente, alcanzar ninguna indulgencia.

Antes de pasar a los demás moralistas, detengámonos un instante en el prospecto publicado por el editor francés de nuestro pequeño libro.

El fin mismo de un prospecto es, ya sea recomendar el libro, ya sea, cuando menos, exponer objetivamente su contenido. Estamos ante un prospecto de muy distinto género. Baste citar un solo ejemplo: «Trotsky piensa que su partido, antiguamente en el poder y hoy en la oposición, siempre ha representado el verdadero proletariado, y él mismo, la verdadera moral. Deduce, por ejemplo, esto: fusilar rehenes cobra un significado enteramente distinto, según que la orden sea dada por Stalin o por Trotsky». Esta cita basta plenamente para forjarse una idea del comentarista, que se ha quedado oculto entre bambalinas. El derecho de velar sobre el prospecto es derecho indiscutible del autor. Pero puesto que en nuestro caso el autor vive del otro lado del océano, algún «amigo», aprovechando evidentemente la falta de información del editor, se ha deslizado en el nido ajeno y ha depositado allí su huevo, -¡oh!, un huevecillo, sin duda, un huevo casi virginal-. ¿Quién es el autor del prospecto? Víctor Serge, traductor del libro y, al mismo tiempo, su severo censor, puede proporcionar fácilmente la información necesaria. No me asombraría, si se descubriera que el prospecto fue escrito… no por Víctor Serge, claro está, sino por uno de sus discípulos, que imita al maestro tanto en el pensamiento como en el estilo. Pero, después de todo, ¿no será el maestro mismo, es decir, Víctor Serge, en su calidad de «amigo» del autor?

«¡MORAL DE HOTENTOTE!»

Souvarine y otros sicofantes se han apoderado inmediatamente, claro está, de la frase del prospecto citada arriba, y ésta los dispensa de la necesidad de fatigarse buscando sofismas envenenados. Si Trotsky toma rehenes, está bien: si lo hace Stalin, está mal. Frente a esta «moral de hotentote» no es difícil dar pruebas de noble indignación. Sin embargo, no hay nada más fácil que desenmascarar con el ejemplo más reciente, la vacuidad y la falsía de esta indignación. Víctor Serge ingresó públicamente al P.O.U.M., partido catalán que tenía en el frente de guerra su propia milicia. En el frente, ya lo sabemos, se tira y se mata. En consecuencia, puede decirse: «El asesinato adquiere para Víctor Serge un significado completamente diferente, según que la orden haya sido dada por el general Franco o por los jefes del partido de Víctor Serge». Si nuestro moralista hubiera tratado de captar el sentido de sus propios actos, antes de dar lecciones a los demás, es verosímil que habría dicho, a ese respecto: -Es que los obreros españoles luchaban por libertar el pueblo y las bandas de Franco, por reducirlo a la esclavitud. Serge no podría inventar ninguna otra respuesta. En otras palabras, no hace más que repetir el argumento de «hotentote» [ No nos detendremos en la sucia costumbre de tratar con desprecio a los hotentotes, para hacer resplandecer tanto más la moral de los esclavistas blancos. Lo que se ha dicho en el libro baste.] de Trotsky, en lo que se refiere a los rehenes.

TODAVÍA SOBRE LOS REHENES

Sin embargo, es posible, y aún verosímil que nuestro moralista no quiera decir abiertamente lo que hay, y que trate de escabullirse: -«Matar en el frente es una cosa; pero fusilar rehenes es otra». Este argumento – lo demostraremos más adelante-, es sencillamente estúpido. Pero detengámonos un instante en el terreno escogido por nuestro adversario. ¿El sistema de rehenes, según usted, es inmoral «en sí»? Muy bien, es lo que queríamos saber. Este sistema, sin embargo se ha practicado en todas las guerras civiles de la historia antigua y moderna. Es evidente que procede de la naturaleza de la guerra civil. De eso sólo se puede sacar la conclusión de que la naturaleza misma de la guerra civil es inmoral. Es el punto de vista del periódico La Croix, que piensa que hay que obedecer al poder, porque el poder viene de Dios. ¿Pero Víctor Serge? Su punto de vista no ha llegado a la madurez. Poner un huevecillo en nido ajeno es un cosa; definir su actitud frente a un complejo problema histórico, es otra muy distinta. Admito íntegramente que gentes de moral tan elevada como Azaña, Caballero, Negrín y Cía. hayan estado contra la toma de rehenes del campo fascista: son burgueses de uno y otro bando, ligados entre sí por lazos de familia, y están seguros de que aún en caso de derrota, no sólo podrán salvarse, sino que, además, tendrán su pedazo de carne asegurado. A su modo, tienen razón. Ahora, los fascistas tomaron rehenes entre los revolucionarios proletarios, y éstos, por su parte, los tomaron entre la burguesía fascista, pues sabían que los amenazaba la derrota, aun parcial y temporal; a ellos y a sus hermanos de clase. Víctor Serge no es capaz de decirse a sí mismo qué es lo que quiere exactamente: ¿quiere purificar la guerra civil de la práctica de los rehenes o purificar la historia humana de la guerra civil? El moralista pequeño-burgués piensa de manera episódica, fragmentaria, a pequeños trozos, incapaz como es de captar los fenómenos en su relación interna. Artificialmente, aislada, la cuestión de los rehenes es para él un problema moral particular, independiente de las condiciones generales que engendran conflictos armados entre las clases. La guerra civil es la expresión suprema de la lucha de clases. Tratar de subordinarla a «normas» abstractas significa, de hecho, desarmar a los obreros frente a un enemigo armado hasta los dientes. El moralista pequeño-burgués es hermano menor del pacifista burgués que quiere «humanizar» la guerra, prohibiendo el empleo de gases, el bombardeo de ciudades abiertas, etc. Políticamente, tales programas sólo sirven para que el pensamiento popular se desvíe de la revolución y de considerarla como el único medio de acabar con la guerra.

EL MIEDO DE LA OPINIÓN PÚBLICA BURGUESA

Habiéndose embrollado en sus contradicciones, el moralista tratará probablemente de repetir que la lucha «declarada» y «consciente» es una cosa, mientras que apoderarse de personas que no participan en ella, es otra. Este argumento no es, sin embargo, más que una lamentable y estúpida escapatoria. Combatieron en el campo de Franco decenas de millares de hombres engañados y alistados por la fuerza. Las tropas republicanas mataron a estos desdichados prisioneros del general reaccionario.

¿Era esto moral o inmoral? Además, la guerra actual, con la artillería de largo alcance, la aviación, los gases, en fin, con su cortejo de devastaciones, de hambres, de incendios, de epidemias, entraña, inevitablemente, la pérdida de centenas de millares y de millones de seres que no participan directamente en la lucha, entre los cuales se cuentan ancianos y niños.

Como rehenes, se toman, por lo menos, personas ligadas por una solidaridad de clase o de familia a un campo determinado o a los jefes de éste.

Al tomar rehenes es posible hacer conscientemente una elección. El proyectil lanzado por el cañón o arrojado desde el avión va al azar y puede exterminar, no sólo enemigos, sino también amigos, o padres o hijos de ellos. Entonces, ¿por qué nuestros moralistas aíslan, pues, la cuestión de los rehenes y cierran los ojos ante todo el contenido de la guerra civil?

Porque no es valor lo que les sobra. Siendo de «izquierda», temen romper con la revolución; siendo pequeño-burgueses, temen cortar los puentes con la opinión pública oficial. Gracias a la condenación del sistema de rehenes, se sienten en buena sociedad, contra los bolcheviques. Respecto a España, cobardemente callan. Contra el hecho de que los obreros españoles, anarquistas o poumistas, hayan capturado rehenes, V. Serge protestará… dentro de veinte años.

EL CÓDIGO MORAL DE LA GUERRA CIVIL

V. Serge tiene otro descubrimiento de la misma categoría; helo aquí: la degeneración del bolchevismo comenzó desde el momento en que la Checa tuvo derecho de decidir, a puerta cerrada, de la suerte de los individuos. Serge juega con la noción de revolución, escribe sobre ella poemas, pero no es capaz de comprenderla tal cual es.

La justicia pública sólo es posible dentro de condiciones propias de un régimen estable. La guerra civil constituye una situación de inestabilidad extrema de la sociedad y del Estado. Así como es imposible publicar en la prensa planes de estado mayor, también es imposible revelar, en procesos públicos, las condiciones y circunstancias de los complots, estrechamente ligadas como están con la marcha de la guerra civil. Los tribunales secretos aumentan en extremo la posibilidad de los errores, sin duda. Esto sólo significa, lo reconocemos de buen grado, que las circunstancias de la guerra civil no son favorables para impartir una justicia imparcial. ¿Y qué más?

Propondríamos que se nombrara a V. Serge presidente de una comisión compuesta, por ejemplo, de Marceau Pivert, Souvarine, Waldo Frank, Max Eastman, Magdeleine Paz y otros para elaborar un código moral de la guerra civil. Su carácter general de antemano se adivina. Los dos campos se obligan a no tomar rehenes. Se mantiene en vigor la publicidad de la justicia. Para su correcto funcionamiento, se mantiene, durante la guerra civil, una absoluta libertad de prensa. Como los bombardeos de ciudades lesionan la publicidad de la justicia, la libertad de prensa y la inviolabilidad del individuo, quedan formalmente prohibidos. Por las mismas razones, y por muchas otras más, el empleo de la artillería queda prohibido. Y consi- derando que fusiles, granadas de mano y aún las bayonetas ejercen sin duda perniciosa influencia sobre la personalidad, así como sobre la demo- cracia en general, queda prohibido estrictamente el uso de armas blancas o de fuego en la guerra civil.

¡Maravilloso código! ¡Magnífico monumento a la retórica de Víctor Serge y de Magdeleine Paz! Sin embargo, mientras este código no sea aceptado como regla de conducta por todos los opresores y oprimidos, las clases beligerantes se esforzarán por alcanzar la victoria por todos los me- dios, y los moralistas pequeño-burgueses no harán más que nadar en la confusión entre ambos campos. Subjetivamente, simpatizan con los oprimidos, nadie lo duda. Objetivamente siguen siendo prisioneros de la moral de la clase dominante, y tratan de imponerla a los oprimidos, en lugar de ayudarlos a elaborar la moral de la insurrección.

LAS MASAS NO TIENEN NADA QUE VER AQUÍ

Víctor Serge ha revelado, de paso, la causa del derrumbe del partido bolchevique: el centralismo excesivo, la desconfianza en la lucha de ideas, la falta de espíritu libertario (en el fondo, anarquista). ¡Más confianza en las masas! ¡Más libertad! Todo ello fuera del tiempo y del espacio. Pero las masas de ningún modo son iguales a sí mismas: hay masas revolucionarias, hay masas pasivas, hay masas reaccionarias. En períodos diferentes, las mismas masas se hallan inspiradas por sentimientos y objetivos diferentes.

Precisamente de ello se desprende la necesidad de una organización centralizada de la vanguardia. Sólo el partido, utilizando la autoridad conquistada, es capaz de superar las oscilaciones de la propia masa. Atribuir a ésta rasgos de santidad y reducir su programa a una «democracia» informe es disolverse en la clase tal cual es ella, cambiarse de vanguardia en retaguardia y renunciar así a las tareas revolucionarias. Por otra parte, si la dictadura del proletariado tiene en general un sentido, es precisamente el de armar a la vanguardia de la clase con los recursos del Estado para rechazar toda amenaza, aún aquellas que procedan de las capas atrasadas del proletariado mismo. Todo esto es elemental; todo esto lo ha demostrado la experiencia de Rusia y lo ha confirmado la de España.

El secreto, sin embargo, consiste en que, al reivindicar la libertad «para las masas», Víctor Serge reivindica de hecho la libertad para sí mismo y para sus semejantes; la libertad de escapar a toda vigilancia, a toda disciplina; inclusive, si esto fuere posible, a toda crítica. Las «masas» no tienen nada que ver aquí. Cuando nuestro «demócrata» se revuelve de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, sembrando la confusión y el escepticismo, le parece que se halla en la realización de una saludable libertad de pensamiento. Pero cuando nosotros, desde el punto de vista marxista, expresamos nuestra apreciación de las vacilaciones del intelectual pequeño-burgués desencantado, le parece que es un atentado contra su personalidad. Se alía entonces con todos los confusionistas para una cruzada contra nuestro despotismo y nuestro sectarismo.

La democracia interior del partido revolucionario no es un fin en sí, tiene que completarse y limitarse con el centralismo. Para el marxista, el problema siempre se plantea así: la democracia, ¿para qué? ¿para qué progra-ma? De este modo, los cuadros del programa constituyen los cuadros mismos de la democracia. Víctor Serge ha reclamado de la IVº Internacional que ésta diese libertad de acción a todos los confusionistas, sectarios, centristas del tipo del P.O.U.M., de Vereecken, de Marceau Pivert; a los burócratas conservadores del género de Sneevliet, o sencillamente a los aventureros del tipo de R. Molinier. Por otra parte Víctor Serge ayuda sistemáticamente a las organizaciones centristas a expulsar de sus filas a los partidarios de la IVº Internacional. Bastante conocemos este democratismo complaciente, acomodaticio, conciliante, cuando mira hacia la derecha y, al mismo tiempo, exigente, malvado y tramposo, cuando mira hacia la izquierda. Representa solamente el régimen de auto-defensa del centrismo pequeño-burgués.

LA LUCHA CONTRA EL MARXISMO

Si Víctor Serge abordara seriamente los problemas de la teoría, se sentiría confuso -ya que quiere desempeñar papel de «innovador»- de hacernos regresar a Bernstein, a Struve y a todos los revisionistas del siglo pasado, que trataban de injertar el kantismo en el marxismo, es decir, de subordinar la lucha de clases del proletariado a principios colocados por encima de ella. Como el mismo Kant, imaginaban ellos el «imperativo categórico» (la idea del deber) como una norma de moral absoluta, válida para todos. En realidad, se trata del «deber», respecto de la sociedad burguesa.

A su manera, Bernstein, Struve, Vorlander se comportaban seriamente ante la teoría; reclamaban abiertamente el retorno a Kant. Víctor Serge y sus semejantes no sienten la menor obligación para con el pensamiento científico. Se limitan a alusiones, a insinuaciones, en el mejor de los casos, a generalizaciones literarias… Sin embargo, si se va hasta el fondo de su pensamiento, resulta que se han unido a una vieja causa, malparada desde hace largo tiempo: domar el marxismo con ayuda del kantismo; paralizar la revolución socialista con normas «absolutas» que, de hecho, representan la generalización filosófica de los intereses de la burguesía; no, ciertamente, de la burguesía actual, sino de la burguesía difunta de la época del libre cambio y de la democracia. La burguesía imperialista observa aún menos que su abuela liberal estas normas; pero mira con buenos ojos el que los predicadores pequeño-burgueses introduzcan la confusión, el desorden y la vacilación en las filas del proletariado revolucionario. El fin principal, no solamente de Hitler, sino también de los liberales y de los demócratas es desacreditar el bolchevismo, en los momentos en que su justeza histórica amenaza convertirse en absolutamente evidente para las masas. El bolchevismo, el marxismo – ¡He ahí el enemigo!

Cuando el «hermano» Víctor Basch, gran sacerdote de la moral democrática, se entregó, ayudado por su «hermano» Rosenmark, a una falsificación para defender los procesos de Moscú, y cuando públicamente fue declarado convicto de falsedad, golpeándose el pecho exclamó: «¿Podría yo acaso ser parcial? Siempre denuncié el terror de Lenin y de Trotsky».

Basch revelaba muy bien el resorte interno de los moralistas de la democracia: algunos de ellos pueden callar respecto de los procesos de Moscú, otros pueden atacarlos, otros, en fin, pueden defenderlos; pero su preocupación común es utilizar esos procesos para condenar la «moral» de Lenin y de Trotsky; es decir, los métodos de la revolución proletaria. En este dominio, todos son hermanos.

El escandaloso prospecto citado antes dice que he expuesto mis ideas sobre la moral, «apoyándome en Lenin». Esta fórmula indeterminada, repetida en otras gacetillas sobre el libro, puede comprenderse en el sentido de que yo desarrollo los principios teóricos de Lenin. Pero Lenin, por lo que sé, nunca escribió de moral. Víctor Serge quiere, de hecho, decir una cosa muy diferente: que mis ideas amorales representan la generalización de la práctica de Lenin, el «amoralista». Quiere desacreditar la personalidad de Lenin con mis juicios, y mis juicios con la personalidad de Lenin. Y sencillamente halaga la tendencia reaccionaria general, enderezada contra el bolchevismo y el marxismo en su conjunto.

EL SICOFANTE SOUVARINE

El ex pacifista, el ex comunista, el ex trotskysta, el ex demócrata-comunista, el ex marxista… casi el ex Souvarine, ataca la revolución proletaria y a los revolucionarios con una impudicia tanto mayor cuanto menos sabe él lo que quiere. Este individuo gusta y sabe escoger las citas, los documentos, las comas y las comillas, formar expedientes y, además, sabe manejar la pluma. Primero, esperó que este acervo le bastaría para toda la vida; pero bien pronto se vió obligado a convencerse de que además era necesario saber pensar… Su libro sobre Stalin, a pesar de la abundancia de citas y de hechos interesantes, es un autotestimonio de su propia pobreza.

Souvarine no comprende ni lo que es la revolución ni lo que es la contrarrevolución. Aplica al proceso histórico los criterios de un minúsculo razonador, enojado, de una vez por todas, con la humanidad viciosa. La desproporción entre su espíritu crítico y su impotencia creadora lo corroe como un ácido. De ahí, su continua exasperación y su falta de honradez elemental en la apreciación de ideas, individuos, acontecimientos; todo ello cubierto con un seco moralismo. Como todos los misántropos y los cínicos, Souvarine se siente orgánicamente atraído por la reacción.

¿Ha roto Souvarine abiertamente con el marxismo? Jamás hemos oído decir nada semejante. Prefiere el equívoco: es su elemento natural. «Trotsky, -escribe, en su crítica de nuestro libro- se aferra de nuevo a su caballito de batalla de la lucha de clases». Para el marxista de ayer, la lucha de clases es… el «caballito de batalla de Trotsky». Nada tiene de asombroso que Souvarine, por su cuenta, prefiera aferrarse al perro muerto de la moral eterna. A la concepción marxista, opone él un «sentimiento de la justicia… no obstante las distinciones de clases». Es cuando menos consolador saber que nuestra sociedad está fundada sobre el «sentimiento de la justicia».

Durante la próxima guerra, Souvarine irá, sin duda, a exponer su descubrimiento a los soldados en las trincheras; mientras tanto puede exponerlo a los inválidos de la última guerra, a los desocupados, a los niños abandonados y a las prostitutas. Confesémoslo de antemano: si recibe una paliza, nuestro «sentimiento de la justicia» no estará de su parte…

La nota crítica de este impúdico apologista de la justicia burguesa, «no obstante las distinciones de clases», se apoya enteramente sobre… el prospecto inspirado por Víctor Serge. Este, a su vez, en todos sus ensayos «teóricos» no va más allá de préstamos híbridos tomados de Souvarine.

Pero, después de todo, el último tiene una ventaja: dice hasta el fin lo que Víctor Serge no se atreve todavía a enunciar.

Con una fingida indignación -nada hay en este individuo que sea real- Souvarine escribe que, puesto que Trotsky condena la moral de los demócratas, reformistas, stalinistas y anarquistas, hay que deducir que el único representante de la moral es el «partido de Trotsky», y puesto que este partido «no existe», en resumidas cuentas, la encarnación de la moral es el propio Trotsky. ¿Cómo no pelar los dientes ante esto? Souvarine imagina, a lo que parece, que sabe distinguir lo que existe de lo que no existe. Esto es muy sencillo cuando se trata de una tortilla de huevos o de un par de tirantes; pero a la escala de proceso histórico, semejante distinción está evidentemente por encima de Souvarine. «Lo que existe», nace o muere, se desarrolla o se disgrega. Sólo puede comprender lo que existe, quien comprenda sus tendencias internas.

El número de personas que desde el comienzo de la última guerra imperialista ocuparon una posición revolucionaria puede contarse con los dedos.

Los diferentes matices de patrioterismo se habían apoderado casi totalmente del terreno de la política oficial. Liebknecht, Luxemburgo, Lenin semejaban impotentes solitarios. Sin embargo, ¿podemos poner en duda que su moral estuviera por encima de la moral servil de la «unión sagrada»? La política revolucionaria de Liebknecht de ningún modo era «individualista», como le parecía entonces al filisteo patriota medio. Por el contrario, Liebknecht, y sólo él, reflejaba y pronunciaba las hondas tendencias subterráneas de las masas. La marcha posterior de los acontecimientos confirmó enteramente este hecho. No temer ahora una ruptura completa con la opinión pública oficial, a fin de conquistar para sí el derecho de dar mañana expresión a los pensamientos y a los sentimientos de las masas insurgentes, es una forma particular de existencia que se distingue de la existencia empírica del pequeño-burgués rutinario. Bajo las ruinas de la catástrofe que se acerca perecerán todos los partidos de la sociedad capitalista, todos sus moralistas y todos sus sicofantes. El único partido que sobrevivirá es el partido de la revolución socialista mundial, aunque parezca hoy inexistente a los razonadores ciegos, lo mismo que durante la última guerra parecía inexistente el partido de Lenin y de Liebknecht.

REVOLUCIONARIOS Y FOMENTADORES DE MARASMO

Engels escribía que Marx y él habían permanecido toda su vida en la minoría y que «la habían pasado muy bien en ella». Los períodos en los que el movimiento de la clase oprimida se eleva hasta el nivel de las tareas generales de la revolución, representan en la historia excepciones rarísimas. Las derrotas de los oprimidos son mucho más frecuentes que sus victorias. Después de cada derrota, viene un largo período de reacción, que echa a los revolucionarios a una situación de cruel aislamiento. Los pseudo-revolucionarios, los «caballeros de una hora» -según expresión del poeta ruso- o traicionan abiertamente en esos períodos la causa de los oprimidos, o se lanzan en busca de una fórmula de salvación que les permita no romper con ninguno de los campos. Encontrar en nuestra época una fórmula de conciliación en el dominio de la economía política o de la sociología es inconcebible: las contradicciones entre las clases han derribado definitivamente las fórmulas de los liberales, que soñaban con «armonía» y las de los reformistas demócratas. Queda el dominio de la religión y de la moral trascendente. Los «socialistas revolucionarios» rusos tratan ahora de salvar la democracia, mediante una alianza con la Iglesia. Marceau Pivert reemplaza a la Iglesia con la francmasonería.

Víctor Serge -según parece-, todavía no ingresa a las logias, pero sin ningún trabajo encuentra el lenguaje común con Pivert contra el marxismo. Dos clases deciden la suerte de la sociedad contemporánea: la burguesía imperialista y el proletariado. El último recurso de la burguesía es el fascismo, que reemplaza los criterios sociales e históricos por criterios biológicos y zoológicos, para libertarse así de toda limitación en la lucha por la propiedad capitalista. Sólo la revolución socialista puede salvar la civilización.

El proletariado necesita toda su fuerza, toda su resolución, toda su audacia, toda su pasión, toda su firmeza para realizar la violenta conmoción. Ante todo, necesita una completa independencia respecto de las ficciones de la religión, de la «democracia» y de la moral trascendente, cadenas espirituales creadas por el enemigo para domesticarlo y reducirlo a la esclavitud. Moral es lo que prepara el derrumbe completo y definitivo de la barbarie imperialista, y nada más. ¡La salud de la revolución es la suprema ley!

Comprender claramente las relaciones recíprocas entre las dos clases fundamentales, burguesía y proletariado, en la época de su lucha a muerte, nos revela el sentido objetivo del papel de los moralistas pequeño-burgueses. Su principal rasgo es su impotencia: impotencia social, dada la degradación económica de la pequeña-burguesía; impotencia ideológica, dado el terror del pequeño-burgués ante el monstruoso desencadenamiento de la lucha de clases.

De ahí la aspiración del pequeño-burgués, tanto culto como ignorante, de domar la lucha de clases. Si no lo consigue con ayuda de la moral eterna -y no puede lograrlo- la pequeña-burguesía se echa en brazos del fascismo, que doma la lucha de clases gracias al mito y al hacha. El moralismo de Víctor Serge y de sus semejantes es un puente de la revolución hacia la reacción.

Souvarine ya está del otro lado del puente. La menor concesión a semejantes tendencias es el comienzo de la capitulación ante la reacción. Que esos fomentadores de marasmo ofrezcan reglas de moral a Hitler, a Mussolini, a Chamberlain y a Daladier. A nosotros, nos basta el programa de la revolución proletaria.

Coyoacán, a 9 de junio de 1939.

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