Arturo Alejandro Muñoz
Lo que usted leerá a continuación nada tiene que ver con el verdadero amor y respeto a Dios Padre, a Su Hijo, al Espíritu Santo, a Alá, a Jehová o a Yahvé…pues lo que usted leerá tiene que ver, exclusiva y directamente, con algunos miembros de una iglesia que se dice defensora de los pobres, amiga de la justicia y amante de la solidaridad. Me estoy refiriendo, clara e inequívocamente, a la Iglesia Católica en Chile.
Hoy, ser cura o sacerdote sigue contando con granjerías indisimulables, algunas de las cuales sobrepasan las legislaciones vigentes, aquellas que el Estado aplica sin miramientos al 97% de la población, pues el restante 3% pareciera poseer derechos divinos ya que se sientan en las leyes. Sin duda alguna, la curia eclesiástica católica cuenta con granjerías que, honestamente, nadie le ha otorgado, ni por gracia ni por ley.
Ejemplos de lo anterior hay por montones. Basta recordar lo acontecido con algunos ‘eméritos’ obispos que la propia curia protegió sacándolos del país justo a tiempo para escapar de la mano legal que los requería por actos de pederastia, como fue el bullado caso del ‘curita’ Cox que huyó desde La Serena para refugiarse en un monasterio europeo, lugar donde llevó graciosamente la vida del oso mientras los niños que él abusó enfrentaban una juventud traumada. Es solamente un ejemplo que certifica muchos otros casos, entre los que se encuentra el de aquel sacerdote de una institución de niños de la calle, muchos de ellos abusados por el ‘padrecito’, tal cual lo demostró la justicia…pero ese ‘padrecito’ fue finalmente rescatado por la curia –con el beneplácito servil de las autoridades de turno- y llevado ya no a Europa sino a otra comuna chilena donde, de seguro, continuó su prédica de sexo aberrante.
Pero, si ello sucede en ciudades o metrópolis, ¿qué podría ocurrir en comunas pequeñas, rurales, aisladas del mundanal ruido y alejadas del interés predador de los políticos? En esos sitios el problema es otro, igualmente criticable, igualmente cuestionable, igualmente inmoral.
En variadas publicaciones (algunas de ellas editadas en este mismo medio) se ha informado que en pueblos pequeños y rurales el cementerio de la localidad pertenece a la Iglesia y, por tanto, es administrado por el curita del lugar. Esas mismas publicaciones dan cuenta del magnífico negocio que significa “la muerte” de cristianos para ese sacerdote. Miles de pesos por el nicho perpetuo (que a los 20 años deja de serlo y los deudos se ven en la obligación de renovar el contrato mediante otro pago ‘perpetuo’ para nuevos 20 años); otro monto de dinero –nada despreciable- por la misa de difuntos, donde, además, las coronas de caridad (cuyo valor mínimo es de dos mil pesos) representan un ingreso económico atractivo, y así, suma y sigue esta “fe comercial”.
No contentos con lo anterior, algunos curitas de pueblo han comenzado ahora a cobrar por ‘dar la hostia’ a los chiquillos que hacen su primera comunión. Cinco mil pesos por cada lengüita infantil que se estira para recibir por vez primera el sagrado sacramento. Resulta asombroso constatar que el neoliberalismo predador se ha enquistado en la iglesia católica chilena, y con mayor fuerza en las parroquias de pueblos rurales donde la gente –buena y quieta por antonomasia- acepta sin chistar, y casi con temor al reclamo, todas las nuevas disposiciones que dicta el señor gerente comercial de la parroquia, vulgo: el ‘padrecito’ del pueblo.
Increíble, pero cierto. Los sacramentos los reciben hoy día únicamente aquellos católicos que pueden pagar por ese ‘servicio’ apostólico romano. Juan el Bautista y el propio Jesús fueron entonces unos absolutos derrochadores al bautizar a miles de creyentes sin cobrarles un sólo centavo, lo que resulta ser un acto ilegal para los actuales curitas de pueblo. Estos últimos no sólo se niegan a expulsar a los mercaderes del templo, sino que se asocian con ellos en nombre de los nuevos dioses paganos que caracterizan a la iglesia católica: el dinero y el neoliberalismo a destajo.
Creo que ya lo he dicho en otros artículos, pero en este caso resulta oportuno repetirlo: no se equivocaba mi abuelo español cuando, hace ya una punta de años y siendo yo un mocoso imberbe, me aconsejaba: “si quieres ganar mucho dinero sin trabajar, y que la gente te regale la ropa, la casa y la comida, estar por sobre la ley y además que el Estado y el pueblo te tengan un respeto casi tribal, entonces métete a cura o a milico”. ¡¡Cuánta razón tenías, abuelo Alejandro!!
Eso es, ¡¡cuánta razón había en esas frases!! Ser curita de pueblo es hoy no sólo una buena perspectiva económica para cualquier joven que piense en asegurar un futuro cómodo tomando los hábitos sacerdotales, sino, principalmente, se ha transformado en una magnífica mesa de negocios avalada por el obispado y la curia toda, así como protegida e incluso implementada por algunos políticos beatos cuya fe no es ya sólo fundamentalista, sino principalmente predadora en lo comercial y bursátil.
Ser cura de pueblo puede resultar tan buen negocio como ser notario; con ello lo digo todo.
Y si algún lector no cree una bendita línea de lo aquí señalado, lo invito a que se dé un tiempito, se acerque a una parroquia de pueblo (le recomiendo algunas que están ubicadas en comuna rurales de la provincia de Cachapoal), y ‘cotice’ precios para nichos, misas de difuntos, bautizos, primera comunión y otros menesteres propios de la empresa ecle$iá$tica católica chilensis.
Hágalo, y después nos cuenta cómo le fue.