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Uruguay – Personas en situación de calle y la insuficiencia en las respuestas estatales

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Personas en situación de calle y la insuficiencia en las respuestas estatales

Está dura

La cantidad de personas en situación de calle no ha parado de crecer en los últimos años. Si bien los factores asociados a este fenómeno son múltiples, investigadores consultados hicieron hincapié en el mayor número de adultos jóvenes, en el vínculo con la cárcel y en el desborde de los servicios ofrecidos por el Estado. En paralelo, el colectivo que nuclea a personas que duermen en refugios nocturnos o que viven en la calle sigue peleando por algunas conquistas.

Luciano Costabel

Brecha, 6-4-2023

Jonathan no superaba los 26 años cuando lo conocí. Era de Piedras Blancas pero había dejado su casa por problemas familiares y ahora se movía en el Centro de Montevideo. Cuidaba autos en la esquina de Acevedo Díaz y Francisco Canaro durante la tarde y la noche, después de que se iba el veterano que estaba en esa cuadra desde hacía varios años. En ese rato, trataba de conseguir los 250 pesos necesarios para poder pagar la estadía en una pensión que quedaba cerca. A veces lo lograba, otras, no. Cuando no podía, dormía en la calle, ese lugar en el que pasaba la mayoría de sus horas, revolviéndose para conseguir una moneda y algo de comer. Aun así, siempre volvía al día siguiente. Hasta que en un momento dejó de aparecer.

Tuvieron que pasar dos años para que me lo encontrara de nuevo, un domingo, en la entrada del edificio donde vivía. Aunque para él parecía haber pasado mucho más tiempo. En ese lapso, había estado preso, casi lo matan en una pelea y su madre falleció mientras estaba encerrado. Entre lágrimas me dijo que estaba completamente solo y que se quería rescatar. Me dijo también que iba a ir a la Dinali (Dirección Nacional de Apoyo al Liberado) a ver si le daban una mano. Sus únicas pertenencias eran las que llevaba encima: una muda de ropa que le habían regalado, una mochila semivacía y un cúmulo de vulnerabilidades. Esa fue la última vez que lo vi.

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No es necesario recorrer mucho más allá de las principales avenidas de Montevideo para dar cuenta de la realidad que viven miles de personas. Ante la falta de otras opciones, cada vez son más –en su gran mayoría varones– quienes transitan su vida en un refugio o en la calle. Están en todos los barrios de la capital, pero, en particular, el Centro de la ciudad ofrece algunas posibilidades económicas y de protección para sobrevivir. Vivir en la calle implica dormir donde se pueda, higienizarse sin una gota de intimidad, comer lo que se consigue y deambular todo el día. También representa la ausencia total de un espacio propio, el peligro constante y la necesidad de hacer largos trayectos para utilizar los servicios que brinda el Estado. La vulnerabilidad en su mayor expresión. El fenómeno no es nuevo, pero quizás sí lo sean algunas de las características de su evolución.

Los relevamientos oficiales muestran que la población en calle y en centros nocturnos viene en aumento de manera sostenida desde el primer censo de esta población, de 2006. Ese año, el Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) contabilizó unas 320 personas en Montevideo, donde se concentra la mayoría de casos. Diez años después, la cifra había ascendido a 1.930 personas en refugios y en calle. En 2019 fueron 2.518. En 2020, más de 3 mil y al año siguiente fueron 3.907 personas en total (un 16 por ciento más). En 2022 no hubo censo, pero entre el 15 de mayo y el 31 de octubre el MIDES brindó asistencia a 6.689 personas en refugios de todo el país, informó El Observador meses atrás.

En general, los factores que determinan que cada vez más personas terminen en la calle son tan múltiples como las realidades individuales. Sin embargo, esas distintas realidades tienen un punto en común. Según el sociólogo, investigador y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República (Udelar) Sebastián Aguiar, cuando a las personas se les pregunta sobre los motivos que los llevaron a la calle, aproximadamente la mitad responde que se trata de problemas en el hogar (de espacio y convivencia, por ejemplo). «Los factores determinantes tienen que ver con una situación de fragilidad previa, sumada a un horizonte de sucesos, accidentes y situaciones que te pueden llevar a la calle», explicó Aguiar. Estos factores son heterogéneos, desde migrantes que han tenido problemas en pensiones hasta personas que sufrieron accidentes físicos o de salud, que tienen problemas de desempleo o que sufren violencia, entre otros. «Es un conjunto de circunstancias bien amplio que provoca un clic y mueve a la gente de la fragilidad hacia abajo, y después es muy difícil retornar.»

«En términos cuantitativos ha habido un aumento notorio. De forma cualitativa podemos decir que hay más jóvenes», dijo a Brecha Marcelo Rossal, doctor en Antropología, investigador y docente en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Udelar. Los datos del relevamiento llevado adelante por el MIDES en 2019 reflejaron que, ese año, siete de cada diez personas en situación de calle eran mayores de 31 años. Para Rossal, «si hasta entonces veíamos que la población en calle era cada vez más vieja, ahora lo que observamos es que hay gente joven nueva, de entre 18 y 28 años. Eso es una novedad de la que no podemos dar datos certeros, pero que visualizamos».

El fuerte aumento de los últimos años puede tener relación con un «innegable conflicto pospandémico», que ha resultado en la expulsión de jóvenes de sus casas, barrios y ciudades, sostuvo Rossal. Y agregó que la concepción de familia se mantiene rígida en los sectores populares, lo que determina que «si sos un varón de 18 años, no traés nada al hogar y te andás drogando por ahí, capaz que no te toca seguir estando en esa casa». Este fenómeno de expulsión hacia la calle marcaría una continuidad con los movimientos observados hasta el momento: «Crecimiento de gente en situación de calle con vínculo carcelario y, al mismo tiempo, la novedad de jóvenes con relaciones conflictivas en su entorno de origen y el mercado de drogas, que derivan en el centro de la ciudad».

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Son las 21.30 de un miércoles de marzo y en las inmediaciones de la plaza de los Bomberos los transeúntes son abordados por un hombre que supera los 30 años. El intercambio entre ellos suele ser breve, dura lo que se demora en entregar alguna moneda. Pero en algunos casos se extiende por más tiempo. Ante la negativa de un joven, el hombre insiste de forma amenazante y se levanta la remera señalando las cicatrices que recorren su torso. «Estas me las hice en la cárcel, a mí no me importa dártela, pero vengo a pedir en una bien, con respeto», se le escucha decir.

Las experiencias «de calle» no están vinculadas causalmente a la privación de libertad, pero, como señala Rossal, hay un vínculo fuerte. Con más de 14 mil presos en las cárceles de nuestro país, la cantidad de personas que salen de la prisión diariamente es también significativa. El último dato disponible, de 2021, refleja que eran unas 760 las personas que salían cada mes. Muchos tienen un lugar al que volver, pero otros no. El censo de personas en calle del MIDES de 2019 estableció la existencia de una muy alta prevalencia de experiencias de pasaje por instituciones y por la calle. Si consideramos la privación de libertad, las instituciones de amparo y la internación psiquiátrica, más de ocho de cada diez de los encuestados habían pasado por alguna de esas instituciones.

Al consultarla al respecto, Fiorella Ciapessoni, socióloga –cuya tesis de doctorado estudia el vínculo entre el delito, la privación de libertad y la situación de calle en Montevideo–, sostuvo que, en 2016, cuatro de cada diez personas que estaban viviendo a la intemperie habían pasado por el sistema carcelario adulto por lo menos una vez. Luego de ese año, el número «aumentó a seis de cada diez».

La privación de libertad en relación con las experiencias de calle es un tema que no ha sido casi abordado, explicó la socióloga. Y consideró fundamental su análisis porque a las vulnerabilidades preexistentes se suman la violencia del entorno carcelario, la falta de actividades socioeducativas, estar encerrado 24 horas y el quiebre con las familias. Todo ello impacta directamente en las probabilidades de que esas personas se reintegren de forma eficaz a la sociedad, sostuvo. Así, la salida de la cárcel resulta en «escenarios absolutamente hostiles, de violencia en la calle, de experiencias de victimización y sin ningún tipo de ayuda ni soporte».

Las dificultades para el reintegro a la sociedad no alcanzan únicamente a los privados de libertad, sino también a quienes atraviesan distintos procesos de institucionalización. La violencia institucional es una marca en la trayectoria a futuro, señaló Rossal. Así, el paso por una cárcel o un centro del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU) le asigna al sujeto una «identidad deteriorada», pero que puede usarse para ganarse la vida en lo inmediato. «La posibilidad de utilizar esa suerte de capital social negativo, paradójicamente, te permite comer un día o consumir una droga, pero sigue reproduciendo una vida social en permanente dificultad.»

Sumado a ello, la ruptura en los vínculos familiares –que determina que una proporción importante no puede volver a sus lugares de origen– y la falta de recursos ocasionan, en muchos casos, una puerta giratoria entre la calle y la cárcel, explicó, por su parte, Aguiar. En tal sentido, señaló que las políticas habitacionales para el egreso carcelario son insuficientes. Esto también se visualiza con las trayectorias vinculadas al INAU, al INISA (Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente), al sistema de atención a la salud mental y al de atención al consumo de drogas. «La falta de un entramado institucional amplio y asequible es una de las principales causas de ingreso a la calle, porque eso es lo que genera enfrentarse a una pared que no brinda respuestas.»

Sobre el mismo punto hizo énfasis Ciapessoni. La socióloga consideró que, hasta el momento, no ha habido políticas dirigidas a quienes salen de la cárcel y no tienen apoyo. «Salen unos 6.500 presos por año y solamente tenemos la Posada del Liberado, que tenía lugar para 60 personas. Claramente la ausencia del trabajo en la cárcel y la ausencia de políticas de egresos parecen estar calando muy hondo en trayectorias que son marcadamente vulneradas desde la infancia.»

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La saturación de espacios como los refugios y la escasez de políticas públicas podrían implicar más conflicto, contempló Aguiar, al consultarlo sobre el impacto del sostenido aumento de personas en situación de calle. Sin embargo, sostuvo que si solo nos quedamos con esa lectura, colocamos a esas personas como fuente y no como consecuencia de problemas sociales que cabe atender. «Probablemente haya más tensión urbana y día a día la gente al caminar se sienta más incómoda porque se enfrenta a algo que ve, y lo que ve es la consecuencia del fracaso de una sociedad», aseveró.

Sin dudas, el crecimiento de la cantidad de personas en situación de calle determina la necesidad de un mayor despliegue de respuesta por parte del Estado. Aguiar sostuvo, en ese sentido, que la ampliación de la política de refugios que lleva adelante el MIDES ha avanzado en la dirección correcta, aunque resulta insuficiente. «Estamos ante un problema muy grande, que debería tener otras respuestas. El sistema de salud mental está sobrecargado. La falta de institucionalidad asequible para enfrentar el consumo problemático genera calle y el Estado dispone de muy pocos espacios de tratamiento y acompañamiento.»

En la misma línea, Rossal apuntó a que la producción de personas viviendo en la calle es más eficaz que las políticas aplicadas. «El Estado corre de atrás un fenómeno que él mismo ha montado, por ejemplo, mediante la política criminal», sostuvo el antropólogo. A la limitada respuesta en el ámbito de la salud mental y para enfrentar el consumo problemático se suman los escasos instrumentos de trabajo protegido, agregó. Y concluyó: «Hay una asociación de factores que producen gente viviendo en la calle; no es solo la violencia y el mercado de las drogas, sino distintos factores sistémicos de la violencia estatal, a los que las políticas sociales corren de atrás». Finalmente, Ciapessoni señaló que las experiencias de calle son la punta de un cúmulo de fragilidades, inestabilidades y precariedad habitacional que se arrastra. «Hay un trasfondo de exclusión habitacional que hace al tema y que, en general, no tiende a considerarse dentro de las respuestas.»

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Magela García tiene 26 años. Luego de ocho años de tránsito por distintos refugios y de vida en la calle, pudo acceder a un techo, de forma regular, en una pensión. Su trayectoria está signada por un pasaje temprano por hogares del INAU, lo que la llevó a tener que decidir, al cumplir la mayoría de edad, entre la calle o un refugio: «No había otras posibilidades», cuenta. El caso de Eduardo Cabrera es diferente. Llegó a la calle por la pérdida de su madre y el miedo a enfrentar la vida solo, según explica. Actualmente tiene 53 años y allá por 2005 conoció su primer refugio. Antes, estuvo cinco años durmiendo en una plaza de Las Piedras. Al igual que Magela, accedió a un techo, en una pensión, el año pasado. Pero esa no es su única coincidencia: ambos forman parte de Ni Todo Está Perdido (NITEP), un colectivo que nuclea a personas que duermen en refugios nocturnos o viven en la calle.

NITEP surgió en 2018 como respuesta a la falta de soluciones para las personas en situación de calle y actualmente está conformado por unas 35 personas. Sus reivindicaciones apuntan a la necesidad de soluciones estructurales y a la vulneración sistemática de derechos fundamentales, que se han agravado desde la creación del colectivo. «Hubo un gran avance hasta antes de la pandemia, pero vemos que hay un aumento de personas en la calle y seguimos teniendo un grave problema para atender las necesidades más urgentes, que son el techo, la alimentación y que las personas puedan tener un medio para poder trabajar», señaló Cabrera.

A su vez, reclaman por la falta de cupos en los refugios y por una atención sostenida durante todo el año. García explicó el sistema: «Te hacen ir a las 17.00 horas para ser uno de los primeros, pero hay diez más y solo hay cupo para dos. Llegaste primero o segundo, pero eso no te asegura que vayas a entrar, porque se toman en cuenta muchos factores, como la edad. A las 18.00 horas te anotan y recién dos horas después te dicen quién quedó. Si no hay lugar, te mandan a otro refugio, que puede quedar del otro lado de la ciudad».

Pero el grupo no solo exige, sino que busca y presenta alternativas, indicaron ambos. El colectivo creó una cooperativa social y ya cuentan con algunos vínculos «casi asegurados» que podrían dar una veintena de contratos de trabajo. La propuesta es que la cooperativa funcione como nexo entre la población de calle y las empresas que ofrezcan empleo, de forma de ampliar sus oportunidades de acceso al mercado formal. A su vez, están avanzando en acuerdos con organizaciones gubernamentales para tener su propia sede. «Serían dos viviendas compartidas donde podríamos impulsar nuestros proyectos», explicaron.

«NITEP es una potencia viva, con sentido humano por la militancia colectiva», responde Cabrera –uno de sus primeros integrantes– al ser consultado sobre la importancia del colectivo. «Pasarán miles de Magelas y  Eduardos y esto va a seguir como una lucha viva, porque los cuerpos de las personas están cansados de estos atropellos», agregó. Ambos refieren a la violencia que se sufre desde el entramado institucional, pero también entre las propias personas en situación de calle. «Es el círculo vicioso, el problema de vivir en la universidad de la calle. Siempre hay como una guerra, ya sea por el lugar donde se duerme o por el consumo.»

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