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HISTÓRICO TERRORISMO DE ESTADO

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por Felipe Portales

En un nuevo aniversario de la inauguración de la dictadura más terrorista padecida en Chile, es muy pertinente recordar que en este mes de septiembre se cumple el centenario de uno de los actos de terrorismo de Estado más desconocidos de nuestra historia. La amenaza de ejecución sumaria del ministro del Interior del “progresista” primer gobierno de Alessandri (el radical de “izquierda”, Héctor Arancibia Laso) a quienes participasen en un eventual alzamiento de los mineros de Lota en 1921. De acuerdo a la descripción del episodio del propio historiador radical Luis Palma Zúñiga: “Reina agitación en Lota. Las directivas sindicales determinan proclamar la ‘República Socialista Chilena’ en las minas, aislando el sur de Santiago. La revolución de Lota debe iniciarse el 18 de Septiembre, arriando la bandera nacional para enarbolar la nueva enseña”. Producto de ello Arancibia Laso le envió un telegrama al Intendente de Concepción con la siguiente instrucción: “Gobierno conocimiento proclamación República Soviética en Lota, arriándose bandera nacional 18 de Septiembre, ordena US. fusilar inmediatamente, sin proceso, a quien arríe pabellón patrio. Acuartele Fuerzas Armadas. Reúna mineros y dirigentes para notificar resolución Gobierno”.

Notablemente, escribiendo ¡en 1967!, Palma alaba el proceder de Arancibia: “El efecto es decisivo. Nadie hace nada en Lota, ni en ninguna otra parte del país”; y agrega: “Otro episodio que destaca el temple de Arancibia Laso, se relaciona con el profesor Carlos Vicuña Fuentes, en el Directorio de la Federación de Estudiantes (FECH), en el sentido de (proponer) resolver el problema internacional, devolviendo al Perú, Tacna y Arica y dando a Bolivia una faja de terreno en Tarapacá que le proporcionase una salida al mar. El Ejecutivo destituye a Vicuña Fuentes. La Cámara aprueba la determinación gubernativa y el país respalda al Ministro por su enérgico gesto” (Luis Palma.- Historia del Partido Radical; Edit. Andrés Bello, 1967; pp. 139-40).[1]

Además, que no eran simples amenazas lo demuestra la masacre de varias decenas de mineros efectuada en San Gregorio (cerca de Antofagasta) en febrero de ese año, efectuada siendo ministro del Interior ¡Pedro Aguirre Cerda! e intendente de Antofagasta el también radical Luciano Hiriart. Por si lo anterior fuese poco, el secretario de Alessandri –y futuro diputado radical y ministro de Agricultura e Interior de Aguirre Cerda, Arturo Olavarría Bravo- escribía en 1923, que “la huelga, el boicot y otros medios de resistencia, que antes se empleaban sólo en ocasiones muy calificadas, pasan a ser el plato de cada día (…) el trabajo y la economía se resienten; el orden y la tranquilidad social peligran gravemente, y el Gobierno, que tiene el deber fundamental de mantener el orden público, se ve en la dolorosa necesidad de contener con mano de fierro los abusos de la política obrera. Las masacres que por esta causa se producen, sirven de doloroso escarmiento a los exaltados y el número de éstos empieza a disminuir considerablemente” (La Cuestión Social en Chile; Impr. Fiscal de la Penitenciaría, 1923; pp. 22-3).

¡Ya en 1918! bajo un gabinete de la Alianza Liberal (de “izquierdas”) con un ministro del Interior radical “de izquierda” (Armando Quezada Acharán), ante la ola de descontento popular por el aumento de la miseria, se aprobó por primera vez bajo el régimen parlamentario establecido en 1891 el Estado de Sitio, que sirvió para desatar una feroz represión en el Norte Grande. Así, el ex director de La Nación de Antofagasta (cuya imprenta había sido destruida) Luis Mery, y el presidente de los demócratas de Antofagasta, José Córdoba, informaban en La Opinión del 8 de mayo de 1919 que en ese marco “numerosos obreros fueron detenidos, y los que

protestaron fueron inhumanamente flagelados. Las tropas militares sembraron el pánico en la Pampa y pueblos del interior de Antofagasta. Especialmente eran perseguidos los socialistas y demócratas (…) Bastaba que un administrador de oficina salitrera denunciara a un obrero como socialista, como demócrata o como agitador (…) para que las tropas militares (…) se lanzaran sobre él y le atropellaran y flagelaran sin miramiento alguno” (Patricio De Diego Maestri, Luis Peña Rojas y Claudio Peralta Castillo.- La Asamblea Obrera de Alimentación Nacional: Un hito en la historia de Chile; Sociedad Chilena de Sociología, 2002; p. 180).

Además, el gobierno de la Alianza Liberal promovió y logró aprobar una antigua aspiración oligárquica: Una ley represiva para cualquier extranjero que se considerase peligroso para el orden interno de la República (“Ley de Residencia”),[2] que estipulaba que “se prohíbe entrar al país a los extranjeros que practiquen o enseñan la alteración del orden social o político por medio de la violencia (…) los que de cualquier modo propagan doctrinas incompatibles con la unidad o individualidad de la Nación, los que provocan manifestaciones contrarias al orden establecido, y los que se dedican a tráficos ilícitos que pugnan con las buenas costumbres y el orden público” (Brian Loveman y Elizabeth Lira.- Arquitectura Política y Seguridad Interior del Estado 1811-1990; Edic. de la Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos, 2002; p. 82).

Por otro lado, en su primera presidencia, Alessandri –frente al reclamo presentado en 1921 por la SNA, debido a que la FOCH comenzó a promover la sindicalización y huelgas campesinas-  declaró: “Habré, ante todo y sobre todo, de mantener el orden y la seguridad de la vida y de los bienes en la ciudad y en los campos; porque el respeto a la propiedad y el derecho al trabajo son el fundamento de la prosperidad de las naciones. Condeno en la forma más categórica la obra de los agitadores y perturbadores del orden y del trabajo y los considero enemigos del pueblo y enemigos del progreso de la República” (El Agricultor, Revista de la SNA, Mayo, 1921; p. 89).

En este contexto, no nos debiese extrañar tanto que a fines de su primera presidencia en 1925, el gobierno de Alessandri (¡con su ministro “de la guerra”, Carlos Ibáñez del Campo!) y bajo Estado de Sitio en Tarapacá, se reprimiera a un movimiento minero con ¡una de las mayores masacres de la historia de la humanidad en tiempo de paz: la masacre de La Coruña!, “rivalizando” con la de Iquique de 1907. En efecto, el número de víctimas de las diversas matanzas que se desarrollaron en oficinas salitreras en junio de 1925 se calcula desde centenares a varios miles de personas; incluyendo hombres, mujeres y niños literalmente bombardeados por el Ejército.[3] El punto es que como la mayoría de los historiadores chilenos ni siquiera la menciona, hasta el día de hoy permanece virtualmente desconocida por la generalidad de la sociedad chilena…[4]

Y lo más notable es que dicho horror fue efectuado en vísperas de la también desconocida imposición de la Constitución de 1925 por la amenaza del comandante en jefe del Ejército, Mariano Navarrete (en concierto con Alessandri), a la Comisión que tenía que ratificarla, de que si no lo hacía la “juventud militar procedería nuevamente”.[5] Además, Alessandri y los militares incumplieron su promesa de que la nueva Constitución sería elaborada y aprobada por una Asamblea Constituyente. En lugar de ello Alessandri elaboró- junto a otras 14 personas designadas por él mismo- un texto extraordinariamente autoritario-presidencialista; texto que fue cuestionado como antidemocrático por el ilustre jurista Hans Kelsen en 1926 ¡y por Eduardo Frei en 1949![6]

También ha sido muy omitida por los historiadores la espantosa matanza de Ranquil efectuada por el segundo gobierno de Alessandri en 1934, luego de controlada una sublevación campesina en la zona de Lonquimay.[7] En esta se aplicó por primera vez en Chile (y antes que Hitler y Stalin en 1940)[8] el bárbaro método de la desaparición forzada de personas. Así de entre más de 600 personas que los periódicos reportaron como hechos prisioneros por las fuerzas de Carabineros dirigidas por el general Humberto Arriagada Valdivieso,[9] ¡solo llegaron 56 a Temuco en calidad de presos!…

Más conocidas han sido las masacres de Plaza Bulnes (1946) y de Santiago (1957); como también, por cierto,

la fuertemente represiva Ley de Defensa de la Democracia (“Maldita”) que no solo excluyó del sistema político al PC y ¡a los sospechosos de ser miembros de aquél![10]; sino también estableció el campo de concentración de Pisagua –utilizado fundamentalmente por González Videla, pero también por Ibáñez- y cercenó los derechos sindicales. Su duración se extendió de 1948 a 1958, cuando se procedió a abolirla, junto con aprobarse la ley de cédula única electoral que permitió una efectiva aunque fugaz democratización de nuestro país, al eliminarse el cohecho y el acarreo de los inquilinos cual “ganado electoral”. Aunque no es casual que el origen, características y aplicación de aquella ley haya sido muy poco estudiada por la historiografía chilena. Ella constituye un fuerte mentís a nuestro extendido mito sobre la historia democrática de Chile.

Otra realidad profundamente sorprendente, a la luz de nuestra mitología, es el empleo del terror a las clases populares ¡durante el gobierno de Pedro Aguirre Cerda! De partida es importante tener presente que dicho gobierno continuó las cordiales relaciones establecidas con el régimen nazi por su predecesor Arturo Alessandri. Incluso –como lo reconoció el ministro del Interior de Aguirre, Arturo Olavarría- dicho régimen le obsequió a Chile “la fragata ‘Privall’, que reemplazó a la vieja ‘Baquedano’, buque escuela de nuestros jóvenes

Marinos” (Chile entre dos Alessandri. Memorias políticas, Tomo I; Edit. Nascimento, 1962; p. 543). Y Olavarría en 1941 confirmó el veto efectuado por el Intendente de Santiago, Ramón Vergara Montero (ex comandante en jefe de la FACH), en contra de la película antinazi “El mártir” que había sido aprobada por el Consejo de Censura Cinematográfica (Ver ibid.; pp. 542-3).

Olavarría, como jefe de gabinete, amenazó en 1941 con la ejecución en el acto de todos los maquinistas de ferrocarriles que hiciesen efectiva una huelga acordada por los sindicatos ferroviarios: “Las instrucciones eran las siguientes: esa misma tarde, a las siete, el Servicio de Investigaciones detendría a todos los miembros de las directivas sindicales de empleados y obreros de los ferrocarriles y los pondría a disposición de los tribunales de justicia. Por su parte, carabineros vigilaría desde la misma hora, estrechamente, a todos los maquinistas que debían mover los trenes de pasajeros y de carga al día siguiente, en forma que, de grado o por fuerza, esos maquinistas tuvieran que comparecer a tomar sus puestos en las estaciones correspondientes, a la hora de salida consultada en los itinerarios. Si había necesidad de arrancarlos de sus hogares y llevarlos amarrados, se haría sin vacilaciones. Todo maquinista que a la hora de itinerario no hiciera partir su tren, sería en el acto fusilado en el asiento de la máquina” (Ibid.; p. 509).

Esto fue leído por el ministro del Interior de Aguirre Cerda a una reunión a la que asistieron el ministro de Defensa, Juvenal Hernández (futuro rector de la “U”); el Director General de Ferrocarriles, Jorge García Squella; el comandante en jefe del Ejército, general Oscar Escudero Otárola; el comandante en jefe de la Segunda División, general Arturo Espinoza Mujica; el general Tomás Argomedo Maturana; el Director General de Carabineros, general Oscar Reeves Leiva y el Director General de Investigaciones, Osvaldo Sagües Olivares.

Antes de leerlo en voz alta, Olavarría se lo pasó a Juvenal Hernández, quien comenzó a leerlo en silencio: “A medida que avanzaba en la lectura, el semblante del ministro de Defensa se iba descomponiendo hasta llegar a la palidez (…) -¡Qué horror! –exclamó por último el señor Hernández-. Pero Ud., ministro, ¿está dispuesto a cumplir todo esto? –Sí, ministro, firmemente –le contesté. –Y el presidente, ¿está de acuerdo con estas medidas? –insistió el Ministro de Defensa –Sí, ministro, en perfecto acuerdo –afirmé” (Ibid.; pp. 508-9).

Luego de la lectura, “se produjo un silencio helado, escalofriante (…) De improviso, el general don Arturo Espinoza se puso de pie y pidiéndoles permiso para hablar, a sus superiores jerárquicos, me dijo con una emoción que se le dibujaba en el rostro: -Permítame, señor ministro, que interpretando el sentir de todos mis camaradas del ejército, exprese que, al fin, hay gobierno en Chile. Era lo que hacía falta, máxima energía, máximo sentido de la responsabilidad. Puede Ud., señor ministro, contar con la más decidida cooperación de mis compañeros de armas” (Ibid.; p. 509).

“El señor Guerra Squella (…) convocó en el acto a todos los dirigentes sindicales de los empleados y obreros ferroviarios y se limitó a decirles: -Señores: en el Ministerio del Interior hay un hombre que mañana los va a hacer matar a todos (…) y abundó en detalles que indujeron a su auditorio a compartir plenamente su convencimiento. Finalmente, el director deslindó responsabilidades. Si la tremenda desgracia llegaba a producirse, no sería por culpa suya, sino que consecuencia exclusiva de la pertinacia de los obreros y de la crueldad del Ministro del Interior (…) Al anochecer tuve nuevas noticias muy halagadoras. Con mejor acuerdo, los obreros y empleados habían resuelto postergar para mejor oportunidad el paro proyectado. Se había impuesto el buen sentido tradicional de los chilenos (…) Comenzó la mañana. Todos los maquinistas –vigilados únicamente desde lejos, en vista de la resolución que habían adoptado la tarde anterior- llegaron apresuradamente a tomar posesión de sus máquinas. Nunca, como ese día, los trenes corrieron con mayor regularidad en cuanto a exactitud de los itinerarios” (Ibid.; pp. 510-1).

El terror lo aplicó también Olavarría para impedir una gran huelga de los obreros salitreros en el Norte Grande en Mayo de 1941. Así, “respondí con una orden terminante a los intendentes de Tarapacá y Antofagasta para que detuvieran esa misma noche y en masa, a todos los dirigentes obreros que fueran sorprendidos incitando a la huelga. Detenidos, debía embarcárseles en el primer vapor que pasara rumbo al sur. Así se hizo. En una verdadera redada fueron detenidos varias decenas de agitadores los que, después de pernoctar en los  principales puertos de las provincias salitreras, fueron embarcados con destino a Valparaíso y Santiago. La población salitrera quedó asombrada y perpleja, y una ola de temor se extendió por los campamentos obreros de todas las oficinas. Se hicieron las peores conjeturas sobre la suerte que correrían los detenidos. Según unos, habían sido fondeados vivos en el mar, con enormes piedras atadas a los pies; según otros, se les había llevado a Santiago, en donde serían encarcelados por algún tiempo” (Ibid.; p. 506).

“Al desembarcar los detenidos en Valparaíso, los hice recibir amablemente por funcionarios del Servicio Social quienes, después de proveerles de alimentos y algunos medios para que pudieran afrontar sus necesidades mientras encontraban trabajo, les manifestaron, ante su consiguiente sorpresa, que no estaban detenidos y que podían hacer lo que les viniera en ganas. Cada cual cortó para su lado y yo me vi libre del paro salitrero” (Ibid.).

Así también aplicó el terror en el campo. Esto en el contexto de la renovación por Aguirre Cerda de un ilegal e inconstitucional decreto de Alessandri de 1933 que prohibió la sindicalización campesina.[11] De este modo, Olavarría se jactó más de veinte años después: “Se produjo (…) la primera huelga en un fundo vecino a Casablanca. Como entre las normas básicas de mi desempeño ministerial figuraba la prohibición de huelgas en los campos durante el período de las cosechas y mi política había sido ya suficientemente debatida por los partidos de gobierno y aprobada por ellos, con la sola excepción del comunismo, procedí de inmediato a sofocar con la mayor energía este primer intento de subversión” (Ibid.; p. 452).

“Llamé a mi despacho al Director General de Carabineros y le di instrucciones perentorias sobre cómo debía procederse. De acuerdo con ellas, llegó al fundo un piquete de carabineros al mando de un oficial, acompañado de un convoy de camiones desocupados. Reunidos todos los inquilinos en la era, el oficial ordenó que se pusieran al costado derecho del recinto los que deseaban continuar trabajando. Sólo avanzó uno para situarse en ese lado. Repetida la orden, pero para que se colocaran en el lado izquierdo los que querían proseguir la huelga, el resto de los inquilinos, que eran numerosos, corrió a situarse a este lado” (Ibid.).

“Inmediatamente entonces, el oficial dispuso –conforme a las instrucciones que llevaba- que los huelguistas acompañados por sus familiares y llevando su menaje y efectos personales, incluso perros, gatos y gallinas, subieran a los camiones para ser desalojados en el acto del fundo. ‘Pues, si no quieren trabajar aquí, se van no más’, fue la imperativa determinación del jefe de la tropa. Los inquilinos quedaron perplejos, se miraron unos a otros, cambiaron en voz baja algunas expresiones y, luego, manifestaron su propósito de continuar residiendo en el fundo y poner término a la huelga. Se retiraron entonces los carabineros y todo quedó en paz” (Ibid.; pp. 452-3).

“Este procedimiento lo convertí en sistema y el general don Oscar Reeves Leiva, Director General de carabineros, lo denominó graciosamente el juicio final, por aquello de colocar a los buenos a la derecha y a los malos a la izquierda, como se espera que ocurra un día en el valle de Josafat. Por cierto que no tuve necesidad de aplicar muchas veces el “juicio final” (Ibid.; p. 453).

Dada la aplicación de estas políticas, el PC y su diario El Siglo cuestionaron duramente a Olavarría; lo que éste definió como “el punto de partida de una tenaz y enconada campaña del comunismo en mí contra que, en adelante, ya no tuvo otras treguas que las impuestas por mis alejamientos transitorios de la política activa. El comunismo y yo, pasamos a ser enemigos irreconciliables y para siempre” (Ibid.; p. 450). Este libro fue publicado en 1962, recogiendo, por cierto, la participación de Olavarría en la fundación de la ACHA (Acción Chilena Anticomunista) en el peor período de la Ley de Defensa de la Democracia; y luego el haber sido ministro del Interior y de Relaciones Exteriores de Ibáñez. Sin embargo, un año después pasaría a ser el generalísimo electoral de la campaña presidencial de Salvador Allende en 1964. Paradojas de nuestra siempre engañosa y desconcertante historia…


[1] Lo que Palma omite es que Arancibia proclamó, además, en la Cámara de Diputados, que “el funcionario público debe subordinar su actividad al interés del Estado; y entre los deberes que a aquel incumben figura el de acomodar su acción al servicio público. El interés del Estado impone al funcionario la obligación de servirlo incondicionalmente” (Carlos Vicuña.- La libertad de opinar y el problema de Tacna y Arica; Impr., Litografía y Encuadernación Selecta, 1921; p. 185). Y que todo ello generó las protestas de numerosas personalidades de la época como Amanda Labarca, Manuel Magallanes Moure, Enrique Molina, Luis Emilio Recabarren, Enrique Mac Iver, Armando Donoso, Carlos Pinto Durán, Pedro Godoy, Carlos Alberto Martínez, Pedro León Loyola y Roberto Meza Fuentes (Ver ibid.).

[2] Desde 1907 la habían demandado El Mercurio; y posteriormente los diputados liberales Luis Izquierdo y Armando Jaramillo; y los “nacionalistas” Guillermo Subercaseaux, Francisco Antonio Encina y Alberto Edwards.

[3] Ver las descripciones de las matanzas en Gonzalo Vial (Historia de Chile); Carlos Vicuña (La tiranía en Chile) y Carlos Charlín (Del avión rojo a la República Socialista), entre otros. Y obviamente se desconoce también de que Alessandri e Ibáñez le enviaron sendos telegramas de felicitaciones al director de las masacres, el general Florentino de la Guardia (Ver El Mercurio; 8 y 9-6-1925).

[4] La de Iquique pudo ser conocida a partir de 1969 por la famosa “Cantata de Santa María de Iquique”, compuesta por Luis Advis e interpretada por el “Quilapayún”. Y junto con ella se hicieron conocidas las masacres precedentes de centenares de personas efectuadas por el Estado en Valparaíso (1903), Santiago (1905) y Antofagasta (1906).

[5] Obvia alusión a los golpes militares recientemente efectuados en septiembre de 1924 y enero de 1925. Su discurso puede verse en: Mariano Navarrete.- Mi actuación en las Revoluciones de 1924 y 1925; Centro de Estudios Bicentenario, 2004; pp. 304-5.

[6] Respecto del primero, ver Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle.- La República en Chile. Teoría y práctica del constitucionalismo republicano; LOM, 2006; pp. 121-2. Y del segundo, ver Eduardo Frei.- Historia de los partidos políticos chilenos; Edit. del Pacífico, 1949; pp. 201-3).

[7] Reveladoramente, en los comunicados oficiales se informaba que “la mayoría de los agitadores que fueron causantes de estos sucesos, se suicidaron arrojándose a los ríos” (El Mercurio; 10-7-1934); y que “no ha podido establecerse tampoco, cuántas fueron las personas que, por resistirse a engrosar las filas de los revoltosos, fueron asesinadas por las turbas de Juan Segundo Leiva Tapia (líder de la sublevación) que se valían de este procedimiento para sembrar el terror entre los mineros, campesinos y obreros de la región” (La Nación; 20-7-1934). Falacias precursoras de Pinochet…

[8] Hitler en su operación Noche y Niebla en los territorios ocupados de Europa occidental; y Stalin respecto de los miles de oficiales y personalidades polacas que tenía presos luego de su reparto de Europa oriental con Hitler como producto del Pacto Molotov-von Ribbentrop.

[9] El mismo que posteriormente condujo en 1938 la matanza del Seguro Obrero y que le da el nombre, hasta el día de hoy, al hospital de Carabineros de Santiago…

[10] Se borraron del Registro Electoral a cerca de veinte mil personas…

[11] Decreto que sería reafirmado también por el gobierno de Juan Antonio Ríos, hasta que González Videla (en su vuelco derechista y represivo) aprobó –en conjunto con la derecha- una ley de sindicalización campesina en 1947 que en la práctica la hacía imposible, de tal modo que en sus veinte años de vigencia (en 1967, bajo Frei, se aprobó una efectiva ley en tal sentido) se constituyeron alrededor de 20 sindicatos agrícolas.

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