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Una guía para la Revolución Francesa

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Imagen: El asalto a la Bastilla no representa ni la culminación ni el catalizador de la Revolución Francesa. Más bien, fue el momento en que las masas de parisinos oprimidos se incorporan al proceso que ya estaba en marcha en el resto de Francia.

Jacobin

JONAH WALTERS

Un montón de respuestas a un montón de preguntas sobre la Revolución Francesa.

Hoy se celebra en todo el mundo la toma de la Bastilla Saint-Antoine en 1789, una dramática rebelión popular que desencadenó la Revolución Francesa.

Pero, ¿qué fue la Revolución Francesa, cómo reconfiguró Europa y el mundo y qué relevancia tiene para el movimiento obrero actual? He aquí un breve resumen recopilado por Jacobin para la ocasión.

¿Qué fue la Revolución Francesa?

La Revolución Francesa fue una de las revueltas sociales más dramáticas de la historia. En 1856, el sociólogo francés Alexis de Tocqueville revisó los llamados «cuadernos de quejas» (cahiers de doléances), listas de demandas realizadas por las distintas capas sociales de Francia en previsión de los Estados Generales, la asamblea que socavaría el reinado de Luis XVI y que acabaría desembocando en la revolución. Lo que descubrió le sorprendió.

Cuando llegué a reunir todos los deseos individuales, con una sensación de terror me di cuenta de que sus demandas eran la abolición total y sistemática de todas las leyes y todas las prácticas vigentes en el país. Enseguida vi que se trataba de una de las revoluciones más extensas y peligrosas jamás observadas en el mundo.

El proceso revolucionario comenzó con una rebelión abierta en el verano de 1789, que incluyó el asalto a la Bastilla el 14 de julio. No tardaría en derribar la monarquía absoluta de Luis XVI, despojar a la nobleza de su poder hereditario y socavar por completo la influencia política de la Iglesia católica.

Esta dramática revisión de la sociedad francesa desencadenó un proceso caótico de avance revolucionario y retroceso reaccionario. Las fuerzas de la propiedad no estaban dispuestas a quedarse de brazos cruzados mientras sus enormes privilegios se veían amenazados; intentaron deshacer todos los cambios radicales provocados por la revolución y restaurar las antiguas jerarquías sociales, incluso mientras los revolucionarios trabajaban para cohesionar un tipo de sociedad totalmente diferente basada en ideales más igualitarios.

De este inestable crisol surgió en última instancia Napoleón, que construiría el Estado bonapartista a través de la guerra y el imperio, lo que finalmente condujo a la nueva subyugación de Francia por las antiguas potencias de Europa y a la restauración de la monarquía.

¿Cómo era Francia antes de la revolución?

La gran mayoría de la población francesa vivía en la indigencia, con pocas posibilidades de salir de su condición. Los campesinos estaban totalmente a merced de la nobleza, que había conservado gran parte de la relación de poder fundamental del feudalismo. Como describió Jean Jaurès en 1901, el sometimiento económico en el campo era profundo:

No había una sola acción en la vida rural que no exigiera a los campesinos el pago de un rescate… Los derechos feudales extendían sus garras sobre toda fuerza de la naturaleza, todo lo que crecía, se movía, respiraba […] incluso sobre el fuego que ardía en el horno para cocer el pan del campesino pobre.

Esto condujo a una pobreza casi universal en el campo. El agrónomo inglés Arthur Young comentó en su momento:

Los pobres parecen realmente pobres; los niños terriblemente andrajosos, peor vestidos que si no tuvieran ninguna ropa; los zapatos y las medias son lujos… Un tercio de lo que he visto de esta provincia parece inculto, y casi todo en la miseria. ¿Qué tienen los reyes, los ministros, los parlamentos y los estados para responder a sus prejuicios, viendo millones de manos, que serían laboriosas, ociosas y hambrientas por las execrables máximas del despotismo o los igualmente detestables prejuicios de una nobleza feudal?

La población urbana de artesanos y jornaleros experimentó dificultades similares. Las reorganizaciones económicas del reino amenazaron el sistema de aprendizaje, poniendo en peligro la capacidad de los artesanos para controlar su propio trabajo. Los jornaleros —a los que solo se les permitía existir en las ciudades cuando podían presentar documentos que demostraran su empleo— eran acechados por la policía real.

Al mismo tiempo, una ola de inmigración trajo consigo cambios demográficos dramáticos a París. El historiador Eric Hazan calcula que en 1789 los inmigrantes representaban cerca de dos tercios de la población de la ciudad, y cada uno de ellos tenía que «solicitar un pasaporte en su región de origen para evitar ser detenidos en ruta como vagabundos y enviados a las colonias de mendigos».

El clero y la nobleza, que en conjunto representaban alrededor del 1,6% de la población, se desenvolvían bien: la mayoría de los nobles vivían en una extrema opulencia y conservaban sus cargos por vía hereditaria. La Iglesia Católica controlaba, según algunas estimaciones, el 8% de la riqueza privada total.

Pero en los años inmediatamente anteriores a la revolución, una nueva clase de financieros —generalmente artesanos ascendentes o campesinos terratenientes— comenzó a crecer en las ciudades, amenazando con sustituir a la nobleza como la más decadente de las capas sociales.

Mientras tanto, el reino se encontraba en medio de una catastrófica crisis financiera. El rey estaba en bancarrota, y el sistema de contabilidad que se había desarrollado caóticamente durante la Guerra de los Siete Años dejó a sus funcionarios incapaces de dar cuenta de la riqueza del reino hasta que esta casi había desaparecido. Los financieros extranjeros estaban reclamando sus deudas, la cosecha de 1788 fue diezmada por una sequía y una serie de granizadas, y el acuerdo de libre comercio negociado entre Francia y Gran Bretaña al final de la Guerra de los Siete Años inundó el mercado francés con textiles británicos, arruinando la producción francesa.

Las cosas iban mal. Presa del pánico por la crisis financiera, Luis XVI exprimió aún más al pueblo, exigiendo mayores impuestos a todas las capas de la sociedad.

Pronto se producen rumores de resistencia, tanto en las ciudades como en el campo. Personajes de las élites, como Louis-Sébastien Mercier, expresaron su consternación ante la insubordinación de los trabajadores urbanos:

La insubordinación del pueblo es visible desde hace varios años, sobre todo en los oficios. Los aprendices y los muchachos quieren hacer gala de su independencia; no respetan a los maestros, forman corporaciones [asociaciones]; este desprecio de las antiguas reglas es contrario al orden… Los obreros transforman la imprenta en un verdadero fumadero.

Los campesinos, de los que todavía se esperaba que sacrificaran incluso los alimentos más básicos como tributo al rey y a la iglesia, tomaron el asunto en sus propias manos cuando se avecinaba la hambruna. Como comentó un alcalde de un distrito rural: «Es imposible encontrar en un radio de media legua un hombre dispuesto a conducir una carreta de trigo. La población está tan enfurecida que mataría por una fanega». Los hambrientos campesinos no estaban dispuestos a entregar harina a sus amos feudales para satisfacer las exigencias de una enorme deuda de guerra; preferían comerla en su lugar.

¿Qué otra solución sino la revolución?

¿Qué ocurrió el 14 de julio de 1789?

La toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789 representa el momento inaugural de la revolución popular. Alentados por el rápido ritmo de las reformas —y exasperados por la falta de voluntad de la Asamblea Nacional de adoptar una línea más dura con el intransigente rey—, masas de artesanos y obreros asaltaron la Bastilla de Saint-Antoine, se apoderaron de su pólvora y liberaron al puñado de prisioneros que allí se encontraban.

Al reclamar la fortaleza en nombre de la revolución, enviaron un poderoso mensaje a las fuerzas de la antigua riqueza que aún dominaban el reino: la revuelta en Francia no sería una simple reorganización legislativa, sino una revolución social. A partir de este momento, el proceso revolucionario francés tomaría, en muchos sentidos, el liderazgo de una volátil insurrección popular que volvía a surgir cada vez que sus conquistas se veían amenazadas.

Hazan lo describe así:

El asalto a la Bastilla es el acontecimiento más famoso de la Revolución Francesa y se ha convertido en su símbolo en todo el mundo. Pero esta gloria distorsiona más bien su significado histórico. No fue ni un momento de milagro, ni una conclusión, ni un punto culminante de la revolución «buena» antes del comienzo de la «mala», la de 1793 y el Terror; el asalto a la Bastilla fue un punto brillante en la trayectoria de la insurrección de París, que continuó su curva ascendente…

El asalto a la Bastilla no representa ni la culminación ni el catalizador de la Revolución Francesa. Más bien, fue un momento en el que las masas de parisinos oprimidos se incorporaron al proceso de reforma que ya estaba en marcha en Francia, desafiando el absolutismo del rey así como la autoridad de las asambleas legislativas, demasiado cautelosas. De este modo, contribuyeron a transformar lo que podría haber sido un periodo de tibias reformas en un periodo de auténtica revolución.

¿Quiénes eran los sans-culottes?

Los sans-culottes eran el «movimiento insurreccional de los trabajadores pobres» que, en palabras del historiador Eric Hobsbawm, «proporcionaron la principal fuerza de ataque de la revolución». Llamados así por carecer de los distinguidos calzones que llevaban las élites, los sans-culottes habitaban el terreno político de la calle y la plaza mientras los revolucionarios burgueses realizaban su labor política en los salones de actos y desde el interior de los órganos legislativos.

Los sans-culottes se preocupaban fundamentalmente por establecer un sistema de democracia directa y local que garantizara un precio constante para las provisiones vitales: los pobres ansiaban la misma seguridad alimentaria que los nobles y estaban resentidos por la profunda diferencia entre el pan que consumían las élites ricas y el pan disponible para los trabajadores comunes.

Un levantamiento popular expulsó a Luis XVI de su último escondite en las Tullerías el 10 de agosto de 1792, una tremenda victoria para los ejércitos de sans-culottes que descendieron en masa sobre el rey, acusándole (con razón) de colusión traicionera con monarquías extranjeras para aplastar la revolución en casa. Tras esta victoria, los sans-culottes formaron la Comuna Insurreccional y propusieron una amplia reforma: «igualdad y pan». Escribieron: «La riqueza y la pobreza deben desaparecer en un mundo basado en la igualdad. En el futuro, los ricos no tendrán su pan hecho de harina de trigo mientras los pobres tienen el suyo hecho de salvado».

Los sans-culottes tenían dos aspiraciones: liberarse de la tiranía y del hambre.

La demanda de los sans-culottes de que se fijen los precios de los productos alimenticios permite comprender la evolución de la economía francesa en este periodo: a medida que se despojaba a los artesanos de su autosuficiencia y se les obligaba a aceptar el trabajo asalariado, se veían incapaces de permitirse incluso los bienes de consumo más sencillos. Para los sans-culottes, la respuesta intuitiva a la transición al trabajo asalariado era exigir una bajada de los precios de los alimentos, no un aumento de los salarios.

A menudo armados solo con picas —útiles para hacer desfilar por la calle las cabezas cortadas de los acaparadores de alimentos o de los monárquicos, como era su costumbre—, los sans-culottes hicieron algo más que plantear una grave amenaza a las antiguas jerarquías de la monarquía. También obligaron a los órganos revolucionarios formales, como la Asamblea Legislativa, a adoptar posiciones más radicales para satisfacer las expectativas de los pobres insatisfechos e insurgentes.

Aunque el historiador Albert Soboul intentó argumentar que los sans-culottes eran un tipo peculiar de proletariado —como hizo el socialista Jean Jaurés—, esta categoría tiene poco sentido en el contexto de la sociedad francesa del siglo XVIII. Los sans-culottes eran más bien una coalición social formada por los más perjudicados por la cambiante economía francesa, entre los que se encontraban los jornaleros que buscaban constantemente un trabajo mal pagado, los artesanos (como los confeccionistas), cuyo sustento se veía amenazado por la transición a modos de fabricación más industriales, y los aprendices a los que ya no se les permitía formar «corporaciones» (asociaciones gremiales).

Al negárseles la democracia y la abundancia prometidas por la revolución, los sans-culottes tomaron repetidamente las riendas, impulsando el impulso revolucionario cada vez que la burguesía se mostraba reacia a desafiar el statu quo. Sea cual sea su posición de clase, su contribución a la revolución fue profunda. Como escribe Hazan

Es cierto que la noción [de los sans-culottes] es bastante elástica, evocando a veces por metonimia el mundo del París popular, a veces las multitudes de las grandes journeés revolucionarias, a veces de nuevo los militantes que dominaban la vida de las secciones. Pero los enfrentamientos, a menudo violentos, con las asambleas y las autoridades establecidas no son obra de un ideal estereotipado: muestran la presencia muy real de ese ser de carne y hueso, el sans-culotte parisino.

El sans-culotte es lo que el sans-culotte hace. La confrontación constante con los privilegiados, a menudo de forma violenta y en las calles, la reivindicación de un mundo en el que la comida sea fácil de conseguir y la democracia sencilla y directa: esta orientación, más que cualquier otra cosa, define a un sans-culotte.

¿Quiénes eran los jacobinos?

Tras la insurrección masiva de los sans-culottes que disolvió efectivamente la monarquía y llevó al poder a la burguesía armada, las monarquías europeas temieron que el ejemplo francés desestabilizara su poder en sus propios países. Austria se puso del lado del régimen depuesto, al igual que Prusia. La Francia revolucionaria respondió con declaraciones de guerra en 1792.

Mientras tanto, los sans-culottes —que acababan de aprender el poder de la movilización armada— seguían planteando exigencias al gobierno revolucionario, amenazando no solo a las viejas figuras del ancien régime sino también a la burguesía ascendente.

En respuesta a esta crisis se formó el Comité de Seguridad Pública como baluarte contra la agresión de los ricos, tanto franceses como extranjeros. El Comité fue convocado bajo la dirección del sector más militante de la burguesía revolucionaria: los jacobinos.

Llamado oficialmente Sociedad de los Amigos de la Constitución, el Club de los Jacobinos en el periodo de Maximillien Robespierre encarnaba la respuesta más radical a la crisis revolucionaria; para derrotar a las fuerzas de la reacción, se vieron obligados a tomar medidas radicales (incluyendo el control de precios, la confiscación de alimentos y el periodo de violencia táctica que llegaría a conocerse como el «Reinado del Terror»). Mientras que en los primeros periodos el Club de los Jacobinos había incluido actores más moderados, el ala radical que se agrupó en torno a Robespierre —conocida como los Montañeses (Montagnards)— se convirtió finalmente en la tendencia dominante dentro de las filas de los jacobinos.

Desde el punto de vista político, estos jacobinos eran radicalmente diferentes de las fuerzas que ostentaban el poder en las primeras fases de la revolución: monárquicos constitucionales como Lafayette (que despreciaba a los jacobinos, calificándolos de «secta que atenta contra la soberanía y tiraniza a los ciudadanos»), liberales como el alcalde parisino Jean-Sylvain Bailly y republicanos más conservadores como el militarista Jacques-Pierre Brissot.

Aunque su liderazgo procedía de las filas de la burguesía intelectual —no de los sans-culottes—, los jacobinos estaban comprometidos con la separación del derecho de participación política de la propiedad; Robespierre escribió en 1791: «todo ciudadano tiene derecho a cooperar en la legislación y, por tanto, a ser elector o elegible, sin distinción de fortuna».

De hecho, el Club Jacobino —junto con las redes de organizaciones fraternales que surgieron para difundir las enseñanzas revolucionarias— había sido decisivo para producir las mismas capas de trabajadores radicalizados que más tarde se conocerían como los sans-culottes. En ausencia de partidos políticos tal y como los entendemos hoy, los sans-culottes recibían su educación política de sociedades revolucionarias como los jacobinos, que editaban periódicos y convocaban reuniones en las que se leía en voz alta la propaganda revolucionaria.

El Club de los Jacobinos, por su tamaño y su militancia, llegó a influir en los debates de la Asamblea Nacional durante las primeras etapas de la revolución. Como recordaba el abate Grégoire:

Los jacobinos lo recogían [una cuestión abucheada por la mayoría conservadora de la Asamblea] en sus invitaciones circulares o en sus periódicos; lo discutían cuatro o quinientas sociedades afiliadas, y tres semanas más tarde llegaban a la Asamblea con discursos pidiendo un decreto sobre un asunto que inicialmente había sido rechazado, pero que la Asamblea aceptó luego por amplia mayoría, ya que la opinión pública había madurado con la discusión.

Eric Hazan explica: «La sociedad y sus sucursales funcionaban como un sistema de difusión de las ideas revolucionarias en todo el país. Nada más absurdo que la idea del “jacobinismo” como dictadura autoritaria y entrometida de París».

Por encima de todo, los jacobinos estaban intensamente preocupados por traducir el fervor revolucionario de 1789 en una sociedad revolucionaria duradera y sostenible. Consideraban que su papel consistía en reforzar y profundizar los ideales radicales de la Revolución protegiéndola al mismo tiempo de los ataques. Como escribió Robespierre en 1794:

[C]uando, con prodigiosos esfuerzos de valor y de razón, un pueblo rompe las cadenas del despotismo para convertirlas en trofeos de la libertad; cuando por la fuerza de su temperamento moral sale, por así decirlo, de los brazos de la muerte, para recuperar todo el vigor de la juventud; cuando a los tumbos es sensible y orgullosa, intrépida y dócil, y no puede ser detenida ni por murallas inexpugnables ni por los innumerables ejércitos de los tiranos armados contra ella, sino que se detiene por sí misma al enfrentarse a la imagen de la ley; entonces, si no asciende rápidamente a la cumbre de sus destinos, esto solo puede ser culpa de quienes la gobiernan.

¿Qué debemos pensar del «Terror»?

El Reinado del Terror fue un periodo de intensa violencia dirigido por los jacobinos de Robespierre, durante el cual la guillotina se convirtió en la herramienta política más potente y la represión en la tarea política más vital. Aunque mucho menos que los millones de personas que perdieron la vida durante las guerras napoleónicas, 17 mil personas —contrarrevolucionarios así como pensadores disidentes dentro de la revolución— fueron ejecutadas por la guillotina. Decenas de miles más fueron asesinados sin juicio o murieron en la cárcel: el historiador Timothy Tackett calcula un número total de muertos cercano a los 40 mil.

El legado de este periodo sigue siendo muy debatido. Pero es difícil discutir que el terror surgió como respuesta a la urgente necesidad de defensa política y militar. Los antiguos jefes del antiguo régimen eran más que meros símbolos de la opulencia o de la tiranía histórica; muchos eran antagonistas activos de la revolución, trabajando para desmantelar su progreso y asesinar a sus soldados precisamente en el momento en que la transformación revolucionaria era más vulnerable.

Robespierre escribió en 1794:

Si el resorte del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, los resortes del gobierno popular en la revolución son a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es fatal; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia, pronta, severa, inflexible; es, pues, una emanación de la virtud; no es tanto un principio especial como una consecuencia del principio general de la democracia aplicado a las necesidades más urgentes de nuestro país.

Se ha dicho que el terror es el principio del gobierno despótico. ¿Se parece entonces su gobierno al despotismo? Sí, como la espada que brilla en las manos de los héroes de la libertad se asemeja a aquella con la que están armados los esbirros de la tiranía. Que el déspota gobierne mediante el terror a sus súbditos embrutecidos; tiene razón, como déspota. Someted por el terror a los enemigos de la libertad, y tendréis razón, como fundadores de la República. El gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía. ¿La fuerza está hecha solo para proteger el crimen? ¿Y el rayo no está destinado a golpear las cabezas de los soberbios?

… «Indulgencia para los monárquicos», gritan ciertos hombres, «¡piedad para los villanos!» ¡No! piedad para los inocentes, piedad para los débiles, piedad para los desgraciados, piedad para la humanidad.

Una cosa más parece casi segura: enviar a la guillotina a los opositores políticos dentro de las filas de los revolucionarios —los dantonistas, los hebertistas— fue un reflejo de la debilidad política que dejó a Robespierre aislado y, en última instancia, indefenso ante los complots que tanto temía.

Con el beneficio de la retrospectiva, Engels escribió en una carta a Marx en 1870 que

Estos pequeños pánicos perpetuos de los franceses —que surgen todos del miedo al momento en que realmente tendrán que aprender la verdad— le dan a uno una idea mucho mejor del Reinado del Terror. Pensamos en este como el reino de personas que inspiran terror; por el contrario, es el reino de personas que están ellas mismas aterrorizadas.

El terror consiste sobre todo en crueldades inútiles perpetradas por personas asustadas para tranquilizarse. Estoy convencido de que la culpa del Reinado del Terror en 1793 recae casi exclusivamente en el burgués excesivamente nervioso, que se rebaja a sí mismo como patriota…

El propio Marx, aunque ciertamente crítico con las particularidades del «terror revolucionario» tal y como se desarrolló en Francia, adoptó una postura menos ambigua respecto a la violencia en la defensa de la revolución:

Solo hay una forma de acortar, simplificar y concentrar las agonías asesinas de la vieja sociedad y los sangrientos estertores de la nueva sociedad, y esa forma es el terror revolucionario.

¿Quién arruinó la Revolución Francesa?

En el verano de 1794 —cinco años después del verano de disturbios que vio la convocatoria de los Estados Generales, la formación de la Asamblea Nacional y el asalto a la Bastilla— la revolución estaba fragmentada y Robespierre estaba cada vez más aislado, abandonado a su suerte en el flanco izquierdo de la dirección revolucionaria, que carecía en gran medida de aliados o de apoyo.

Temeroso de las conspiraciones contra su vida, Robespierre había abogado por la ejecución de otros líderes revolucionarios, como Hebert y Danton, mientras presidía el Comité de Seguridad Pública. Como era de esperar, Robespierre fue víctima de una conspiración de derecha, y la escasez de posibles aliados —las filas de los moderados y del ala izquierda habían sido severamente reducidas por las propias expediciones de Robespierre a la guillotina— selló su perdición.

El 9 de Thermidor (27 de julio) de 1794, la Convención Nacional, siguiendo el liderazgo de Jean-Lambert Tallien, condenó a muerte a Robespierre y a otros tres jacobinos radicales. Tras una efímera insurrección contra la Asamblea Nacional (dirigida por la Comuna de París, la asamblea formada por los sans-culottes y sus aliados burgueses tras la victoria en las Tullerías dos años antes) Robespierre y sus aliados fueron arrestados. Al día siguiente, fueron ejecutados en la guillotina.

A continuación se produce una violenta purga de la Comuna. De sus noventa y cinco dirigentes presentes en el momento de la captura de Robespierre, ochenta y siete murieron en la guillotina. Como escribe Eric Hazan, «un nuevo Terror había comenzado».

Filippo Buonarroti, comentarista contemporáneo y amigo de Robespierre, lamentó la monumental derrota, interpretándola como el resultado de una vulgar alianza entre los elementos supervivientes de la vieja aristocracia y los revolucionarios oportunistas del ala derecha. Para justificar sus acciones, afirma, los líderes de la llamada «reacción termidoriana» tuvieron que distorsionar los legados de aquellos a los que se oponían, deformando cínicamente los principios revolucionarios al servicio del privilegio:

Los interesados profesores de la democracia y los antiguos partidarios de la aristocracia volvieron a coincidir. Ciertos gritos de guerra que recordaban las doctrinas y las instituciones de la igualdad se consideraban ahora como los aullidos impuros de la anarquía, el bandolerismo y el terrorismo.

Eric Hazan, siglos después, es igualmente pesimista:

Lo que concluyó brutalmente con Termidor es la fase incandescente de la Revolución, en la que los hombres de gobierno, a veces seguidos y a veces impulsados por el sector más consciente del pueblo, trataron de cambiar las desigualdades materiales, las relaciones sociales y los modos de vida. No lo consiguieron, desde luego.

Desprotegido por la insurgencia popular de los sans-culottes que, en una época anterior, podrían haber acudido en su ayuda, Robespierre murió sin ver culminado el proyecto revolucionario que encarnaba, y la Revolución Francesa murió poco después.

El debilitado Estado francés, despojado de gran parte de su potencial democrático, no pudo cumplir las promesas de la revolución y quedó bajo el control de quienes verían anulados los avances más radicales de la revolución. De este contexto político surgió pronto Napoleón Bonaparte, y la revolución no tardó en mutar en el Estado bonapartista, construido mediante la guerra y el imperio en el extranjero y la tiranía aristocrática en el interior. En el ejemplo más perverso de la inversión de los principios revolucionarios que señaló Buonarotti, el programa revolucionario de libertad e igualdad se convirtió en una doctrina de dominación global a través de las expediciones imperiales de Napoleón.

La revolución fue derrotada en muchos aspectos, aunque sus recuerdos siguieron motivando levantamientos democráticos como la Comuna de París, dirigida por los trabajadores décadas después.

¿Cómo vio el resto de Europa la revolución?

La insurrección de los sans-culottes y la liberalización del sistema político francés tuvieron profundos efectos en las monarquías circundantes. Como era de esperar, la reacción de los monarcas fue muy diferente a la de las masas.

Los monarcas de Austria y Prusia —incluido Leopoldo II, pariente de la realeza francesa— se interesaron inmediatamente por el malestar popular que desestabilizaba a su reino vecino, llegando a confabularse con Luis XVI y María Antonieta para orquestar una guerra entre reinos con el fin de debilitar al Estado constitucionalista.

Después de que los campesinos enfurecidos impidieran a Luis XVI huir de la nación y se descubrieran pruebas de su traición en París, el pueblo francés se indignó tanto que tomó las Tullerías y depuso al rey, lo que provocó escaramuzas con los monarcas vecinos.

Pero la gente común de las regiones vecinas vio en la lucha popular francesa la inspiración para su propia liberación. Los guardias suizos —contratados como mercenarios para defender a Luis XVI— desertaron en masa a las filas de los sans-culottes durante la toma de las Tullerías, y hubo incidentes similares de cambio de bando a lo largo de la frontera, ya que los soldados que representaban a la nación francesa absorbieron a las tropas extranjeras disidentes.

Tras la Revolución Francesa también se produjeron rebeliones populares en Italia y Suiza, citando la lucha francesa como ejemplo ideológico y militar.

¿Cuál fue la relación entre la Revolución Francesa y la de Haití?

Entre 1791 y 1804 —en el mismo periodo de agitación revolucionaria en la metrópoli— los esclavos de la isla francesa de Saint Domingue se sublevaron contra el sistema de plantaciones que mantenía su miseria, reclamando para sí los derechos de los ciudadanos. Los esclavos rebeldes despojaron a la clase plantadora de sus riquezas, ejecutaron a los plantadores que quedaban en la isla, abolieron la esclavitud y establecieron Haití, la primera república libre de América.

Entre los documentos inaugurales de la nueva nación figuraba un llamamiento a ese tratado revolucionario francés tan fundamental: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Haríamos bien en recordar la advertencia de Marx: «Las ideas nunca pueden llevar más allá de un viejo orden mundial, sino solo más allá de las ideas del viejo orden mundial. Las ideas no pueden llevar a cabo nada en absoluto. Para llevar a cabo las ideas se necesitan hombres que puedan ejercer la fuerza práctica». Por lo tanto, es esencial ser cauteloso para no exagerar el papel de la ideología revolucionaria francesa en la formación de la rebelión de los esclavos al otro lado del Atlántico, el desafío más dramático jamás planteado a la hegemonía de la esclavitud europea.

Pero está claro que los panfletos revolucionarios de Francia —que fueron muchos— llegaron a manos de los esclavos de Saint Domingue. Y, ciertamente, las demandas de los esclavos de ser incorporados al proyecto revolucionario de la Francia metropolitana (por no hablar de la exigencia de inclusión en la mancomunidad de los llamados «valores de la Ilustración») configuraron el desarrollo de la revolución en Europa, desafiándola a ampliar su comprensión del hombre y del ciudadano. C.L.R. James escribe:

Excluyendo las masas de París, ninguna parte del imperio francés desempeñó, en proporción a su tamaño, un papel tan grandioso en la Revolución Francesa como el medio millón de negros y mulatos de las remotas islas de las Indias Occidentales.

¿Qué pensaban los bolcheviques de los jacobinos?

Eran fans.

Aunque los bolcheviques estaban construyendo un partido de masas de trabajadores para introducir una sociedad socialista, muy diferente de lo que pretendían los jacobinos, Lenin veía mucho que admirar en su ejemplo revolucionario. Escribió en 1917:

Los historiadores proletarios consideran el jacobinismo como una de las cimas más altas de la lucha emancipadora de una clase oprimida. Los jacobinos dieron a Francia los mejores modelos de revolución democrática y de resistencia a una coalición de monarcas contra una república. Los jacobinos no estaban destinados a obtener una victoria completa, principalmente porque la Francia del siglo XVIII estaba rodeada en el continente por países demasiado atrasados, y porque la propia Francia carecía de la base material para el socialismo, ya que no había bancos, ni sindicatos capitalistas, ni industria mecánica, ni ferrocarriles.

«El jacobinismo» en Europa o en la línea fronteriza entre Europa y Asia en el siglo XX sería el gobierno de la clase revolucionaria, del proletariado, que, apoyado por los campesinos pobres y aprovechando la base material existente para avanzar hacia el socialismo, podría no sólo proporcionar todas las cosas grandes, inerradicables e inolvidables que proporcionaron los jacobinos en el siglo XVIII, sino lograr una victoria mundial duradera para el pueblo trabajador.

Es natural que la burguesía odie el jacobinismo. Es natural que la pequeña burguesía lo tema. Los obreros y trabajadores con conciencia de clase, en general, confían en la transferencia del poder a la clase revolucionaria y oprimida, ya que esa es la esencia del jacobinismo, la única salida a la crisis actual y el único remedio para la dislocación económica y la guerra.

¿Cómo debemos recordar la Revolución Francesa?

La Revolución Francesa fue una enorme reorganización social que afectó a unos veinticinco millones de personas en Francia y a otras innumerables en regiones tan distantes geográficamente como Haití. Durante los cinco años de tira y afloja entre las fuerzas de la reacción y la voluntad de los revolucionarios, la gente común experimentó grandes dificultades pero también la oportunidad, en gran medida sin precedentes, de intervenir en los asuntos de la política nacional y perturbar las relaciones de poder explotadoras que definían sus vidas. Como nos recuerda Hobsbawm:

No fue una fase cómoda de vivir, pues la mayoría de los hombres pasaron hambre y muchos tuvieron miedo; pero fue un fenómeno tan terrible e irreversible como la primera explosión nuclear, y toda la historia ha sido cambiada permanentemente por ella. Y la energía que generó fue suficiente para barrer como paja los ejércitos de los antiguos regímenes de Europa.

Eric Hazan concluye su libro con otro recordatorio: la Revolución Francesa, en muchos sentidos, terminó en derrota. La historia dominante es la historia de los vencedores, las fuerzas de la reacción que lograron cauterizar la revolución el 9 de Thermidor. Nuestra tarea es exhumar la historia de la gran revolución francesa, ahora enterrada bajo más de dos siglos de contrarrevolución permanente:

Los herederos de los termidorianos, que nos gobiernan y enseñan continuamente desde entonces, pretenden falsear esta historia. Contra ellos, mantengamos viva la memoria y no perdamos nunca la inspiración de una época en la que se oía decir que «los desgraciados son los poderes de la Tierra», que «la esencia de la República o de la democracia es la igualdad» y que «el fin de la sociedad es la felicidad común».

Que viva la felicidad común. ¡Feliz Día de la Bastilla!

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