Apuntes a partir del libro La moneda en el aire, de Roy Hora y Pablo Gerchunoff, el círculo vicioso en el que se viene hundiendo cada vez más el capitalismo argentino, y las vías para salir del mismo.
Esteban Mercatante/Matías Maiello
Ideas de Izquierda, 11-7-2021
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En La moneda en el aire, recientemente publicado por Siglo XXI, el historiador Roy Hora entrevista al economista e historiador Pablo Gerchunoff. Las conversaciones empiezan con un recorrido por la biografía del entrevistado que se completa con su paso por la función pública, en dos momentos particularmente críticos de la historia económica reciente (entró al gabinete de Economía en el momento del deterioro del plan Austral, en 1986, y con José Luis Machinea entre diciembre de 1999 y marzo de 2001). A partir de estas crisis que lo encontraron en el centro del huracán, Gerchunoff y Roy Hora presentan los primeros elementos de la clave interpretativa de la historia –no solamente económica– nacional, desde los tiempos coloniales, que desplegarán en el resto del libro.
Está fuera del alcance de estas líneas dar cuenta del conjunto de discusiones que atraviesan la conversación, en la cual Gerchunoff y Hora repasan profusamente numerosos debates historiográficos, discutiendo desde autores clásicos hasta bibliografía más reciente, y pretendiendo ofrecer una lectura más matizada que los esquemas de interpretación más tradicionales. Pero nos parece estimulante para pensar, desde otro ángulo, la premisa de los autores. El diálogo pone el acento en algunos momentos, encrucijadas podríamos decir, en los cuales el camino de la Argentina podría haber sido distinto. Parafraseando a Vargas Llosa, señalar la moneda en el aire apunta a echar luz a las posibles respuestas sobre “cuándo se jodió la Argentina”, ese país que en el primer Centenario se mostraba próspero como pocos, e incluso en los años 1960, observan los autores, atravesaba con muchas dificultades pero también con ciertos logros el pasaje a una diversificación productiva e industrialización. Como dice Hora al final de una entrevista que les realizó Carlos Pagni, aquello en lo que se transformó la Argentina desde mediados de la década de 1970 en adelante no estaba en ninguna de las previsiones como algo que podía ocurrir.
“Crecer exportando” es un sueño eterno
En el lema “crecer exportando”, el mismo que podría haber titulado una presentación del equipo económico durante los años de Cambiemos en el gobierno, pero también de integrantes del actual ministerio de Desarrollo Productivo presidido por Matías Kulfas, podría sintetizarse el gran problema de la Argentina en la mirada de Gerchunoff [1]. Desde mediados de los años 1970, nos dicen en La moneda…, se volvió insostenible la “industrialización protegida” y la Argentina navega sin ningún proyecto capaz de sustituirla. Consumidos por las urgencias de las crisis producidas por desequilibrios macroeconómicos –cuya raíz última encuentra Gerchunoff en la incapacidad de exportar lo suficiente– los elencos económicos que se sucedieron fueron incapaces de impulsar las reformas que sentaran las bases para aumentar, de manera significativa y sostenida, dicha capacidad de venderle al mundo.
Hubo momentos de la historia económica reciente, que no duraron, durante los cuales crecieron las exportaciones. Ocurrió entre 1976 y 1978 gracias a la “represión salarial”, durante el gobierno de Menem después de la Convertibilidad, y en el gobierno de Néstor Kirchner. En los dos primeros casos, el crecimiento vino acompañado de un salto importador que alimentó los mismos desequilibrios que la mayor exportación debía supuestamente resolver; en el caso de 2003 en adelante, dependieron centralmente de un salto en el precio de los commodities que no podía durar indefinidamente. Incluso el incremento de la exportación que sí se obtuvo, quedó “malogrado” en términos de bienestar y crecimiento durante estos años. En una comparación –relativamente arbitraria– entre dos grandes períodos muy diferentes de la historia argentina, Gerchunoff señala que si bien entre 1974 y 2011 el crecimiento anual de las exportaciones fue casi tan elevado como en 1880-1928 –es decir, el momento de mayor nivel exportador del país–, esto fue acompañado de un magro crecimiento del PBI per cápita (medida que permite darse una idea aproximada de la riqueza de un país) de 0,9 % anual. Lo cual contrasta con el 2 % de crecimiento anual del PBI per cápita de 1880-1928, uno de los más elevados del mundo en ese período. Esto nos dice que hay algo más que las dificultades para exportar, que debe entrar en la explicación de las trabas al crecimiento, al desarrollo y a la mejora del bienestar, que viene mostrando la economía capitalista argentina [2].
No hay una explicación monocausal de esta incapacidad para sostener un aumento de las exportaciones, ni de por qué el crecimiento sí logrado se evapora en términos de impacto sobre el PBI per cápita. El formato de diálogo del libro contribuye a introducir elementos explicativos y dialectizar argumentos. Pero en el corazón del planteo hay dos cuestiones centrales, ya presentes en las elaboraciones previas de Gerchunoff. La primera, es la inclinación marcadamente proteccionista que, desde el peronismo en adelante, marcó la política económica de manera casi invariable hasta la llegada de Menem, y que, evalúan entrevistador y entrevistado, retornó con fuerza desde Kirchner hasta Cambiemos, que solo en parte desandó el camino abriendo nuevamente la economía. Gerchunoff subraya que el equipo económico de Martínez de Hoz, durante la dictadura genocida de 1976, no tenía como prioridad la apertura económica como sí ocurría con la desregulación financiera y liberalización de movimientos de capitales; apeló a ella más bien como medida antiinflacionaria –fallida–. Menem, en cambio, como parte de sobreactuar una ubicación promercado después de hacer una campaña que prometía todo lo contrario, aplicó una apertura sin anestesia. Pero si esto puede haber contribuido en parte al aumento de las exportaciones porque favoreció la introducción de mejoras en el sector agrícola apoyadas en importaciones –algo que no estuvo solo determinado por la apertura económica sino también por la sobrevaluación del peso que abarató las importaciones y mejoró el horizonte de rentabilidad que podía esperarse de estas inversiones [3]– también, como reconocen los autores, favoreció un aumento de importaciones y un aumento de los desequilibrios macroeconómicos [4].
El misterioso desencuentro entre “desarrollo” y “equidad”
La segunda cuestión a la cual remite el problema de competitividad que limita la capacidad exportadora de la Argentina, y para Gerchunoff un tema central de hace tiempo, es el conflicto distributivo. La recurrencia de las inclinaciones proteccionistas y la dificultad para exportar, remiten ambas este gran conflicto “entre desarrollo y equidad, entre crecimiento y equidad” [5]. Lo que distancia su planteo del de un neoliberal, es considerar que existe allí un conflicto, fuerzas en pugna, y no simplemente una situación que “debe” resolverse en el “equilibrio” técnicamente determinado que cualquier pretensión “excesiva” de las clases subalternas debe simplemente resignarse porque así lo dictan las fuerzas del mercado. Y sin embargo, como hemos argumentado en otra oportunidad, aunque este reconocimiento pueda separar a Gerchunoff de quienes son (neo)liberales económicos sin culpa, la matriz conceptual tiene un punto en común: lo “natural” sigue siendo aquella situación de equilibrio que se alcanzaría con un peor poder adquisitivo para la mayor parte de la clase trabajadora y menos equidad distributiva. Que no pueda llegarse a este punto por la existencia de actores en pugna, y que por tanto el “equilibrio social” se aleje del equilibrio económico, no quita que en última instancia el meollo argumental vaya en el mismo sentido.
Si la Argentina no ha logrado ser “competitiva” una vez que se agotaron las condiciones del boom exportador más allá de los excepcionales –y mayormente efímeros– momentos de estabilización macroeconómica con tipo de cambio alto (como 2002-2008), ha sido básicamente porque no pudo domar el “conflicto distributivo estructural”, que es la forma elegante con la cual Gerchunoff se refiere a las pretensiones de las clases subalternas que resultan “excesivas” desde el punto de vista de las condiciones del “equilibrio económico”. Una forma elegante y enrevesada para enunciar lo que más llanamente dijo un economista que integró el gobierno de Macri: “le hicieron creer a un empleado medio que podía comprarse celulares e irse al exterior”. Ese sería el gran problema que explica los males argentinos. Y esa línea de argumentación no se aparta demasiado del leit motiv tradicional del pensamiento (neo)liberal sobre el devenir nacional, más allá que Gerchunoff haya logrado reelaborarlo de tal forma que puede interpelar a públicos más amplios, como mostró el artículo que escribió junto a Martín Rapetti y Gonzalo de León, “La paradoja populista”, ampliamente debatido y muy bien recibido incluso entre lectores “progres”. “El aliento en la nuca de una sociedad movilizada”, al que se refieren varias veces en este libro Hora y Gerchunoff, habría impedido a los distintos gobiernos poner en caja esas pretensiones, punto de partida indispensable para encarar la agenda del crecimiento, cuyas posibilidades no están cerradas (“la moneda está en el aire”) aunque sus miradas de la actualidad están permeadas por un prudente escepticismo.
Son muchas las cosas que deja afuera esta explicación de los problemas argentinos, que pasa por las dificultades para exportar que a su vez remiten al “conflicto distributivo estructural”. En la visión de Gerchunoff y Hora, los “dueños” solo ocasionalmente aparecen como actores con decisión, poder de presión y expresión de determinados intereses (y por lo tanto el “conflicto” distributivo tantas veces mencionado pierde cuerpo). Son, en la mayoría de las ocasiones, fuerzas impersonales, capitales que vienen o se van según los gobiernos acierten con las medidas monetarias y fiscales y con la agenda de reformas estructurales [6]. Con ese “venir e irse” pueden poner patas para arriba la economía y dejar un tendal de consecuencias sociales, que como observan los autores se vienen profundizando y perpetuando en el tiempo. Pero su accionar sería apenas un efecto, una consecuencia. El lugar que le cabe a la clase dominante, ese entramado en el que pesa cada vez más el capital extranjero y que impone sus condiciones apoyado por el imperialismo y las instituciones en las que basa su gobernanza como el FMI –otro protagonista cuyo peso y rol no termina de quedar enteramente sopesado a pesar de que el entrevistado tuvo experiencia directa durante su paso por la función pública del vasallaje que exigen los enviados del organismo, cual enviado del Rey en tiempos del virreinato– queda bastante escamoteado a la hora de explicar las causas por las cuáles la moneda viene cayendo siempre del mismo lado.
Las dos caras de la moneda
La moneda está en el aire, pero ambas caras llevan inscripto que el costo de la crisis recaiga sobre las espaldas del pueblo trabajador. El festival de saqueo macrista terminó hundiendo al país bajo una deuda que hoy supera los 330 mil millones de dólares, superando el 100 % del PBI. El gobierno del Frente de Todos renegoció la deuda externa en bonos sin restarle un solo dólar a cambio de extender los plazos, mientras paga religiosamente al FMI y otros acreedores y aplica un ajuste que envidian los más acérrimos liberales. Aunque no haya acuerdo firmado, buena parte de la orientación económica sigue fluyendo el compás del FMI, más allá de los pataleos discursivos de parte de la coalición y los aprestos electorales que implica abrir la billetera durante algunos meses pero no desmienten el sendero de austeridad. Mientras tanto el deterioro de los salarios frente a la inflación, el aumento de la desocupación y el recorte del gasto social, explican el nuevo salto de la pobreza que afecta al 42 % de la población en todo el país, y las ganancias de los capitalistas siguen ganando posiciones en el reparto de la torta [7].
Frente a las alternativas nostálgicas de la Argentina oligárquica como potencia agroexportadora y del desarrollo industrial por sustitución de importaciones, autores como Gerchunoff y Hora, buscan presentarse como una vertiente “realista” que, con buenas dosis de escepticismo, aspira a lograr la añorada “modernización” capitalista de Argentina, buscando el eslabón perdido entre “equidad” y crecimiento en un mundo capitalista globalizado. Pero la “restricción” fundamental que explica el atraso y decadencia tiene un carácter de clase: es el resultado del gobierno de una burguesía integrada por mil lazos al imperialismo. La fuga de capitales, los pagos millonarios de la deuda, las remesas de ganancias de las empresas multinacionales a sus casas matrices, y la renta agraria, muestran que el problema no es la falta de recursos potencialmente disponibles. El problema está en cómo los actores que concentran la apropiación del excedente hacen uso de él. Si cortamos con el vaciamiento nacional que producen los acreedores de la deuda, las grandes empresas y el agropower, podrían surgir los medios para incrementar la capacidad de crear riqueza, destinarse a mejorar o desarrollar las infraestructuras fundamentales, a la construcción de viviendas, escuelas, hospitales, a la modernización de los transportes, a reducir el tiempo de trabajo necesario, y a garantizar el acceso a la cultura y el esparcimiento.
Para el mainstream económico en sus diferentes variantes cualquier vía que implique avanzar sobre la propiedad capitalista y la ruptura con el imperialismo es identificada como “chavismo”; “Argenzuela” como le dicen últimamente. Sin embargo, el caso de Venezuela, lo que muestra es que la bancarrota del nacionalismo burgués –en lo que fue la versión más radical de los gobierno posneoliberales– se debió, justamente, a su incapacidad de ir más allá de la propiedad privada capitalista y romper las cadenas de la opresión imperialista. Impulsado originalmente por Chávez y devenido en su descomposición con Maduro en un régimen cuasidictatorial y de profundo ataque a las masas. La perspectiva del chavismo, incluso en su punto más alto económico y de mayores roces con el imperialismo, siguió siendo, en lo fundamental, el de toda la historia del capitalismo rentístico latinoamericano, en su caso, poner la renta petrolera pública en manos de unos empresarios que, en teoría, la harían productiva. Aquel proyecto nacionalista burgués fracasó una vez más, en su lugar operó una enorme transferencia de renta pública al capital privado que fue, al mismo tiempo, una transferencia del “ahorro nacional” al exterior y un saqueo de la renta petrolera (las cuentas privadas en el exterior pasaron de tener 49 mil millones de dólares en 2003, cuando instaura Chávez el control de cambio, a tener 500 mil millones en 2016, según el entonces ministro de comercio exterior, Jesús Farías).
No hay caminos viables intermedios entre la ruptura con el imperialismo y el sostenimiento de lo esencial del legado neoliberal, la subordinación a los tratados que aseguran los intereses del capital transnacional (e implican la subordinación al FMI, a la OMC que es custodio de los derechos de patentes y regalías, al CIADI y otros organismos de la “gobernanza global” imperialista), y el impulso al extractivismo en todas sus variantes: agronegocio, industria petrolera, megaminería contaminante, etc.
En este esquema, la deuda es un mecanismo privilegiado de sometimiento, al cual han recurrido los gobiernos de todo signo político para conseguir recursos para subsidiar a la clase capitalista, proveer dólares para la fuga de capitales y las remesas de utilidades de las multinacionales y para pagar, también, la deuda preexistente, en un círculo vicioso que se muestra una y otra vez insostenible. Organismos como el FMI son parte del entramado que el orden capitalista trasnacional desarrolló para subordinar cada vez más los procesos de producción, comercio y crédito de todo el mundo al enriquecimiento del capital imperialista globalizado. El destino fraudulento de la deuda por parte del Estado y los grandes banqueros y empresarios está ampliamente documentado, así como lo está el hecho de que la deuda pública creció exponencialmente como resultado de la decisión estatal de hacerse cargo de los quebrantos de los grandes grupos empresarios. En nuestro país, sobre el final de la dictadura, Cavallo nacionalizó deudas de Techint, Renault, Pérez Companc, Bulgheroni, Pescarmona, los Macri, entre otras. También hay evidencias de que durante las renegociaciones de la deuda durante el gobierno de Alfonsín, los propios acreedores fueron quienes “informaron” (léase, dibujaron) el nivel de las acreencias. El juez Jorge Ballestero dictaminó 477 ilícitos en la constitución de esa deuda. Un fraude por donde se lo mire. Pero todos los gobiernos posteriores siguieron engrosando el asunto. Al final de los gobiernos de CFK, la deuda sumaba 223.000 millones de dólares. Luego vino el macrismo y la nueva montaña de deuda sirvió para que 10.000 personas, entre ellos el Grupo Clarín, Techint, Arcor, Pampa Energía y Aceitera General Deheza, siguieran el vaciamiento. Los dueños de Argentina tienen fugados 400.000 millones de dólares en el exterior, el equivalente a un PBI.
En los marcos del capitalismo las “salidas” de esta situación no son más que tres: 1) exprimir: un ajuste y “recortes” redoblados para liberar fondos para los acreedores; 2) desangrar: un default del estilo 2001, hundiendo al país mientras los capitalistas fugan divisas, hasta que se agoten los recursos; 3) hipotecar: renegociar la deuda accediendo al llamado “ajuste estructural” (con reforma fiscal, previsional y laboral a medida del gran capital) y así reducir hasta niveles “tolerables” su peso a cambio de perpetuarla en el tiempo. Gracias a este tipo de “renegociaciones” hoy Argentina debe en dólares más de 7 veces lo que debía en 1983, a pesar de todo lo pagado. Desde luego, no son alternativas excluyentes; más bien han ido de la mano en la historia argentina. La “opción” en este esquema se reduce a por cuál empezar.
Cortar por lo sano
Ni Juntos por el Cambio, ni el Frente de Todos, ni ninguna fuerza que se proponga administrar el capitalismo tienen otras alternativas para ofrecer que no lleven, por un camino u otro, al precipicio. Sin partir de un desconocimiento soberano de la deuda y la expulsión del FMI, no hay camino alternativo posible al ajuste, el default y/o la hipoteca del país, es decir, a un nuevo salto en el empeoramiento de las condiciones de vida de las grandes mayorías y en la decadencia nacional. Liberarse de la dependencia del capital financiero internacional es condición sine qua non para reorganizar la economía orientándola al desarrollo y la atención de las necesidades sociales más urgentes. Pero el desconocimiento soberano de la deuda no es una medida que pueda concebirse en forma aislada.
Sin ir más lejos, frente a la crisis de 2001, está comprobado que HSBC –gestor para el canje de deuda del gobierno de Alberto Fernández–, junto con J.P. Morgan, BBVA, Citibank, Banco Galicia y otros bancos, organizaron el 80% de la fuga de capitales de los principales empresarios y multinacionales a paraísos fiscales estableciendo una “banca paralela”, mientras que al pequeño ahorrista lo bloquearon con el “corralito”. La nacionalización del sistema bancario, con la expropiación de los bancos privados (pero no para apropiarse de los ahorros de los sectores populares, sino para preservarlos) y la conformación de un banco público único, bajo gestión de los trabajadores, es una necesidad para cuidar el ahorro nacional, financiar obras públicas (escuelas, hospitales, viviendas), otorgar créditos accesibles para los trabajadores y sectores populares, y ayuda para los pequeños comerciantes o productores arruinados por la crisis, y terminar con el vaciamiento del país vía la fuga de capitales. Pero tampoco se trata solo del sistema financiero.
Las divisas generadas por las exportaciones son controladas en su mayoría por 50 grandes empresas que dominan el comercio internacional del país, con especial peso de los agroexportadores, con multinacionales, como Cofco, Cargill, ADM-Toepfer, Bunge, y la argentina Aceitera General Deheza, así como la propia Vicentín que salió impune luego de dedicarse –y no es la excepción– a contrabandear granos y embolsarse 18 mil millones de pesos defraudando al Banco Nación. El gobierno ha pretendido presentar como “gran medida” soberana, el cobro de los peajes por parte del Estado en la hidrovía Paraná-Paraguay. Pero frente a este escenario es ridículo. Si algo pudimos ver durante los años 1990 y los gobiernos de Kirchner y CFK, es que cuando crecen las exportaciones esto solo resulta en provecho de este puñado de grandes firmas que tiene su monopolio privado del comercio exterior y se apropia de las divisas; durante las últimas décadas los grandes grupos empresarios vieron aumentar su superávit comercial mientras se degradaba la balanza comercial del conjunto de la economía [8]. Una política soberana implica la nacionalización del comercio exterior, es decir, que todos los exportadores entreguen lo que se va a exportar a una institución creada por el Estado quien es el que comercializa y administra la relación con otros países. Es la forma de terminar con el poder de veto que tienen este puñado de empresas poniendo límites objetivos a la capacidad que tiene el Estado de apropiarse de rentas, como la agraria, o modificar los parámetros del comercio exterior, así como a definir los precios internos.
Desde luego que si hablamos de renta agraria, la principal renta de Argentina, tenemos que partir de que un reducido grupo de terratenientes y empresarios rurales concentran más de 80 millones de hectáreas, lo mejor de las tierras cultivables. La expropiación de la gran propiedad agropecuaria, de las 4.000 más concentradas, es central para cualquier proyecto de transformación profunda de nuestro país e implementar un plan de producción agropecuaria racional, diversificando los cultivos y con métodos que cuiden el medio ambiente, y para cubrir las necesidades de las mayorías populares; con arrendamiento barato para campesinos pobres y pequeños chacareros que no exploten a peones. Otro tanto, con la tierra urbana, siendo que hoy hay en el país más de 3,5 millones de hogares con problemas de vivienda por la precariedad de su construcción o el hacinamiento, y que mientras el gobierno del Frente de Todos desaloja violentamente tomas como la de Guernica, quema las casillas, o pasa topadoras en Lomas de Zamora, “inversores privados” tienen en su poder gran parte de las 2.500.000 viviendas desocupadas que hay en Argentina.
Estas son solo algunas de las cuestiones estructurales fundamentales que hacen a terminar con la dependencia, el atraso y el saqueo sobre el pueblo trabajador [9]. De estos grandes problemas es que ningún economista del mainstream, ni ninguno de los partidos patronales quieren hablar, pero son los que están de fondo verdaderamente en las peleas por el salario, contra la precarización, contra los despidos, por la vivienda, por la salud, etc., que atraviesan cada vez más la situación nacional en el marco de la profunda crisis económica y social actual. Desde luego, los dueños de todo -locales y extranjeros- apelarán a todos los medios disponibles para defender sus privilegios. Se trata de un programa que solo puede ser conquistado con la movilización, la lucha y la organización de las y los trabajadores. La clase trabajadora en Argentina –como reconocen en parte Gerchunoff y Hora [10]– conserva un peso decisivo. Basta ver algunas de las últimas expresiones más importantes de la lucha de clases, como las movilizaciones contra la reforma jubilatoria en diciembre de 2017 o, más recientemente, la rebelión de los trabajadores de la salud de Neuquén. Por eso el problema central es si la clase trabajadora se pone de pie, desde su juventud precarizada y lxs desocupadxs hasta los sectores sindicalizados, junto con el movimiento estudiantil, el movimiento de mujeres, etc., con el desarrollo de sus luchas y su organización, superando al peronismo y a las burocracias sindicales y “sociales” que buscan mantenerla divida y presentar las luchas como peleas particulares, sin relación aparente entre ellas, mientras que las salidas de conjunto deberían quedar en manos de los capitalistas. De aquí la importancia central que adquiere fortalecer una alternativa de izquierda que se proponga desarrollar aquellas fuerzas que comienzan a desplegarse en un sentido anticapitalista, antiimperialista, socialista. Desde esta perspectiva es que cobra sentido la pelea inmediata por una izquierda que se posicione como tercera fuerza política nacional en estas elecciones de cara a la etapa que se está abriendo, de mayores enfrentamientos de la lucha de clases. Porque la moneda está en el aire, sí, pero la única salida del circulo vicioso de la decadencia capitalista está en manos de en manos de la clase trabajadora.
Notas
[1] Como muestra la biografía de Gerchunoff, su formación intelectual tuvo lugar en ámbitos que compartió con economistas como Oscar Braun y Adolfo Canitrot, que estuvieron entre los pioneros en elaborar la cuestión de la restricción externa como gran problema de la economía nacional durante el período de la llamada industrialización por sustitución de importaciones. Una y otra vez, a lo largo del libro, aparece como central el problema de las dificultades para exportar (lo cual significa que los dólares no alcanzan para importar los insumos que necesita el país para producir, los bienes de consumo finales, pero también que faltan dólares para los pagos de deuda, para que las multinacionales giren ganancias, y para que los empresarios y especuladores fuguen capitales). El hincapié en que las dificultades que caracterizan a la economía nacional surgen centralmente de esta dificultad en el frente comercial, y no de un excesivo déficit fiscal –no porque este no surja como cuestión problemática a lo largo del libro– es lo que distingue la lectura de Gerchunoff de los clásicos planteos realizados desde variopintas miradas ortodoxas (ya sea que pensemos en Miguen Ángel Broda o en Milei). En estos últimos también se plantea la necesidad de más exportaciones, pero el gran problema del país es el exceso de gasto público. Exportar más, de manera sostenida y no episódicamente, aparece como la gran cuenta pendiente de la Argentina actual. No se pudo resolver durante los años de industrialización, que prosperó, observan los autores, mientras fue viable sostener elevados niveles de protección de la economía. Y tampoco en esa ausencia de esquema o visión o de proyecto para la economía que viene caracterizando la política económica desde mediados de la década de 1970.
[2] Ese “algo más” también pasa por las dimensiones de la restricción externa que no se reducen al capítulo comercial. Pero sobre esto, el diálogo del libro dice bastante poco, y se centra más bien en buscar las razones por las cuales la inserción exportadora resulta esquiva para la Argentina.
[3] Como explicamos en Esteban Mercatante, La economía argentina en su laberinto, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2015, capítulos 1 y 6.
[4] Gerchunoff reflexiona: “Si el ahorro es muy bajo, como lo fue durante la Convertibilidad, las importaciones son muy altas y emerge el desequilibrio externo. Si me permitís la licencia, son las complicaciones de un experimento de peronismo en economía abierta. Pero no tiremos al bebé con el agua sucia de la bañera. La naturaleza de esa dinámica exportadora es un tema muy rico en sí mismo, más allá de las inconsistencias de la macroeconomía”.
[5] Como se autodefine el economista e historiador, “soy liberal porque creo que ese conflicto solo se puede resolver en el marco de la democracia liberal, pero […] no soy estrictamente un liberal en el plano económico. En algunas cosas lo soy, en otras no tanto. Depende de las circunstancias. Me parece que esto quiere decir que no soy un neoliberal”
[6] Este lugar de reparto que le cabe a la clase capitalista en las responsabilidades para moldear el estado actual de la economía argentina, del cual se soslaya que son tan o más responsables que los equipos de gobierno y sus medidas de política económica, debería sorprendernos, si no fuera un resultado de la propia matriz con la que son leídos los problemas nacionales por entrevistador y entrevistado. A diferencia de enfoques en los cuáles este poder de la clase capitalista es reconocido como el actor determinante que realmente es para explicar variables que son tan centrales en el análisis de Gerchunoff como el desequilibrio externo, en el diálogo con Hora reciben menciones más bien episódicas. Y nunca son considerados como factores actuantes en sí mismos, cuyas decisiones determinan si se invierte en el país o no –disyuntiva que para buena parte de los recursos potencialmente disponibles para invertir se definió por la reticencia a hacerlo, privilegiando en vez de ello fugar capitales– sin lo cual no se explica el aumento de la brecha de productividad que muestra el país con el resto del mundo.
[7] Así lo señala un reciente informe del Centro de Capacitación y Estudios sobre Trabajo y Desarrollo de la Universidad de San Martín.
[8] A esto se agrega que los dólares que pudo captar el Estado durante el mayor superávit comercial sostenido que se registró en décadas, durante 2003-2014, se fueron rápidamente por otras ventanillas, si tener ningún destino que cambiara el atraso de la estructura económica en lo más mínimo. Esta nula transformación estructural durante los años kirchneristas la destacan Hora y Gerchunoff, pero nunca lo ponen en relación con el peso de los actores económicos que son capaces de condicionar el acceso a las reservas e imponer el destino del excedente. La idea de que el problema pasa por “exportar más”, sin poner en discusión cómo se exporta y quién se apropia de los frutos, es una quimera.
[9] El monopolio del comercio exterior y un sistema financiero nacionalizado permitirían estimular los desembolsos requeridos para fabricar o adquirir de los medios de producción que resulten prioritarios y promover los sectores económicos que ningún empresario se propuso ni se propone desarrollar seriamente. El criterio para definir las prioridades debe partir de la primacía del interés público (debatido colectivamente por la clase trabajadora y el pueblo pobre). Impulsar que el trabajo rinda más (en la perspectiva de “economizar” trabajo, reduciendo la jornada laboral sin afectar el poder adquisitivo) realizando para ello inversiones que apunten al fortalecimiento de la estructura productiva de propiedad pública y colectiva, puede ir de la mano del mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo trabajador: trabajar menos y elevar al mismo tiempo el poder adquisitivo y los bienes disponibles. Para ello es necesario ante todo terminar con esta dilapidación sistemática de los recursos, perspectiva que solo podemos alcanzar si las principales fuerzas productivas nacionales son puestas en manos de las y los trabajadores conquistando un gobierno de la clase trabajadora y los sectores populares de ruptura con el capitalismo. Con una economía altamente internacionalizada como la actual, las transformaciones solo pueden iniciarse en el terreno nacional; necesitan como nunca de la cooperación con las fuerzas trabajadoras del resto del mundo, empezando por los países vecinos. Solo de esta forma, con la solidaridad y coordinación internacional entre los países en los que la burguesía sea expropiada, puede plantearse hoy la construcción de una economía de transición al socialismo, que necesita apoyarse en lo más avanzado de la técnica y la escala productiva posible.
[10] En su libro señalan que en Argentina: “lo que sobrevive de los sindicatos no es poco, sobre todo en el sector de servicios, y mucho más si se lo compara con el resto de América Latina. Siempre aparece un Moyano o un Palazzo, y no me extrañaría que aparezcan otros. Y, además, del otro lado, emerge no solo el asistencialismo, sino también la representación de los trabajadores informales, que ha logrado algo inesperado: imitar la organización de los sindicatos formales, reclamando empleo y obras sociales. El mundo del trabajo está fracturado, pero de ambos lados hay voz”.