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Chile: Crónica de un fraude anunciado

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Foro Por La Asamblea Constituyente

Santiago de Chile, 13 de mayo de 2021.

A dos días de las elecciones para la Convención Constitucional

La elección de la Asamblea Constitucional, en los términos en que se hará, y a la vista de sus resultados posibles, constituye la más profunda derrota para las izquierdas en Chile en los últimos treinta años. Una derrota solo comparable al gran fraude que significaron el plebiscito de 1988, las negociaciones consiguientes y el paso a una democracia de baja intensidad, que implementó y profundizó el sistema neoliberal en todos los órdenes de nuestras vidas.

Completamente a espaldas de la indignación masiva expresada en las calles desde el 18 de octubre de 2019, se realizarán unas elecciones que conducen a una Convención Constitucional que no es realmente democrática, que no es soberana, que le da poder de veto a la derecha con solo un tercio de los delegados, que tiene prohibido tratar de incidir en los tratados internacionales que amarran al país a la jurisdicción interesada de los órganos que representan al capital trasnacional, que no tiene normas claras de transparencia, ni de financiamiento y que debe someter su autonomía a fallos eventuales de comisiones designadas por la Corte Suprema.

Desde el Foro por la Asamblea Constituyente insistimos desde hace casi ocho años en la necesidad de una verdadera Asamblea Constituyente: soberana, democrática, participativa, transparente, efectivamente autónoma. Nada de esto está expresado ni en la ley que convoca a esta Convención, ni en el sistema electoral que la origina, ni en los desastrosos resultados que se obtendrán.

Como Foro, propusimos procedimientos claros, establecimos definiciones y políticas a seguir definidas, con toda clase de detalles y precautorias, considerando la profunda administración a la que es sometida la democracia por los sectores dominantes, enunciamos los principios y líneas de acción públicamente, mucho antes de que el estallido de la ira popular hiciera evidente a todos los que se habían negado a escuchar la necesidad de un cambio radical en el sistema económico y político que vive el país desde hace más de cuarenta y siete años.

Asumiendo el sentir expresado en la protesta social masiva, alejados de todo vanguardismo y maximalismo, alejados sobre todo de la amplia auto complacencia con que las izquierdas que no previeron, no iniciaron, ni mantuvieron la radicalidad puesta en las calles han pretendido, sin embargo, administrarla y encuadrarla en sus discursos, sostuvimos una línea eminentemente pragmática, buscando en cada momento la vía radical, que pudiera convertir la protesta, de acuerdo a las condiciones dominantes, en una auténtica presión contra el régimen imperante.

Al calor del estallido inicial, propusimos que el movimiento organizado, agrupado en la Mesa de Unidad Social, negociara directamente con el gobierno la convocatoria de una Asamblea Constituyente libre, soberana y democrática. Ninguno de los movimientos y partidos de la izquierda organizada acogió de manera real esta propuesta obvia, que era la consecuencia directa que la reflexión de izquierda debería haber obtenido de la violencia y radicalidad con que se desarrollaba la protesta masiva.

Por supuesto, el poder y la política institucional, profundamente impactados y atemorizados por la violencia en las calles, fueron capaces de muchísimo más pragmatismo y eficacia: después de un mes de violencia imparable lograron el llamado Acuerdo por la Paz Social y la nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019.

Ante el espectáculo inverosímil de que todas las posturas de derecha (Concertación, Renovación Nacional, UDI) llegaran a un acuerdo vergonzoso y claudicante con los que hasta solo un mes antes se declaraban de izquierda (Frente Amplio), llamamos a rechazar ese acuerdo, a hacerlo insostenible e inviable manteniendo la protesta popular, e insistimos en la necesidad de una mesa de negociación directa del movimiento social con el gobierno. Ninguno de los movimientos y partidos de la izquierda organizada acogió de manera real este rechazo, ni siquiera aquellos que no firmaron el 15 de noviembre. Lo que ocurrió de hecho es que, de manera pasiva, con retóricas vagas y declaraciones ambiguas, todo el espectro político simplemente asumió como un hecho el pacto firmado, incluso la negociación subsiguiente, que lo agravó, lo consagró y lo convirtió en una milagrosa reforma constitucional a la que se habían negado durante treinta años. Por supuesto, el efecto más inmediato de esta aceptación general fue la notoria baja en la intensidad de la protesta, gracias a la cual se habría podido aspirar a algo mejor y más digno.

Nuevamente llevados a la vez por la radicalidad y el pragmatismo, sin retóricas principistas ni grandilocuencias vanguardistas, sostuvimos que, dado ese escenario, lo que había que hacer, a través de la protesta popular, era luchar por una reforma constitucional adicional, que estableciera normas de transparencia para la Asamblea, que convirtiera la regla de los dos tercios en la obligación de un plebiscito intermedio, vinculante, para dirimir por la vía directa los temas en que la Asamblea no llegare a acuerdo, que permitiera revertir las trabas a su soberanía efectiva. Todas las izquierdas, sin embargo, concentraron su atención en las normas de paridad y en la participación de los pueblos originarios, dos temas que, siendo un gran avance democrático, no tocaban en absoluto el amarre que implicaba el sistema electoral acordado para elegir a los constituyentes, ni la regla de los dos tercios, ni el carácter sagrado de los tratados internacionales, cuestiones que, en la práctica, permiten anular lo que se pueda obtener en democratización con la paridad de género y la participación de los pueblos originarios.

Lo que se obtuvo es una nueva reforma constitucional, aprobada nuevamente con una mayoría milagrosa conformada por la derecha, el centro y las izquierdas, en que no se dio ninguna oportunidad real a los independientes, en que no se estableció nada sobre la transparencia, en que no se tocó absolutamente nada del núcleo del Acuerdo por la Paz Social. Entonces, nuevamente, sin la menor oposición real, y a pesar de que a esas alturas las izquierdas ya reivindicaban como propia la gesta iniciada en octubre del 2019, todos los movimientos y partidos de las izquierdas organizadas empezaron a sacar cuentas y a moverse aceptando sin más y de hecho el marco establecido. Convirtiendo, en la práctica, la ira movilizada solo en una vía institucional doblemente administrada por dos reformas constitucionales pensadas de manera ad hoc para dar todas las garantías posibles a la derecha más dura.

No somos partidarios del principismo ni del vanguardismo. Somos enemigos de las desilusiones apresuradas o del retiro testimonial, que salva la propia dignidad mientras el mundo permanece intacto. Creemos que es perfectamente posible formular políticas radicales manteniendo a la vez el ánimo pragmático, el examen realista de cada momento y sus circunstancias. Sabemos, además, que las políticas abstencionistas, en un marco histórico de democracia administrada, solo favorecen a los sectores gobernantes. Pensamos, nuevamente, que lo que había que hacer era preguntarse cuál es la política más avanzada, la que conduce mejor, aunque sea difícilmente, a los objetivos sustantivos que tenemos, dado un escenario que a esas alturas ya era bastante malo.

En ese momento sostuvimos que se debía perseguir dos objetivos inmediatos y una política permanente de mediano plazo. Primero, formar un gran pacto que reuniera a todas las izquierdas, ordenadas en subpactos, para, dadas las características de la ley electoral impuesta, obtener como máximo los dos tercios de la Convención y, como mínimo, un tercio de los delegados de izquierda dura, que pudiera bloquear las mociones constituyentes que confirmaran el modelo neoliberal y, de esa manera, aplazarlas para debatirlas luego, bajo una nueva Constitución, como materia de ley. Y, en segundo lugar, tratar de obtener una mayoría muy contundente en el plebiscito convocado para, ¡recién entonces!, reconocer legalmente la convocatoria de una instancia que ya no era ni Asamblea, ni Constituyente, pero que dada la inercia de las izquierdas, era lo que más se parecía a lo que la indignación popular había exigido. Pensamos que, obtenida esa mayoría contundente, podríamos tener poder de negociación para algo más progresista.

Por otro lado, como política a mediano plazo, propusimos que había que mantener la lucha por una nueva reforma constitucional que permitiera modificar la regla de los dos tercios, recuperar la soberanía de la Convención, dotarla de transparencia y mecanismos participativos vinculantes. Y buscar la unidad de las izquierdas en torno a un programa constitucional sustantivo, radical, por el cual luchar en la Asamblea. Una lucha, por cierto, que solo se podía dar manteniendo la presencia en las calles, articulando el movimiento territorial que había surgido, buscando las instancias de coordinación de los movimientos de base con los movimientos y partidos organizados formalmente.

Como sabemos, todo esto se vio profundamente alterado por dos hechos esenciales: la desastrosa falta de vocación para la tolerancia y la unidad en torno a objetivos mayores mostrada por todas y cada una de las izquierdas, y los mecanismos de control ciudadano, sanitarios y políticos, que ha hecho posible la pandemia. El primer factor condujo a una desastrosa dispersión de pretensiones electorales que, notoriamente, dado el marco de hierro de una ley electoral pensada para favorecer los pactos grandes y a los partidos políticos institucionales, hace prever un desenlace electoral penoso para las izquierdas y curiosamente lleno de optimismo para la derecha. El segundo factor, desencadenado por la pandemia, pero azuzado y exigido por la propia izquierda (¡!), en un afán inmediatista y pequeño de socavar la base puramente electoral, solo en las encuestas, del gobierno de turno, ha terminado por desbaratar casi por completo la movilización popular a lo largo de todo un año.

Estamos hoy, a dos días de las elecciones de constituyentes, en el peor de los escenarios posibles. Ninguna de las izquierdas está proponiendo un programa constitucional realmente sustantivo. Tampoco se tiene en la mira, por ningún lado, dar la pelea por democratizar y hacer realmente soberana a una Convención que se nos ofrece sin garantías de transparencia, ni mecanismos participativos, y con trabas sustantivas a las materias que puede discutir, incluso al tratar de formular su reglamento interno.

La perspectiva estrecha e inmediatista de elegir un concejal, un alcalde, un gobernador, de posicionar candidaturas al parlamento y a la presidencia, ha copado de manera completa y absorbente la “agenda” de las izquierdas organizadas en partidos y movimientos. La protesta social vivida y sufrida a costa de miles de víctimas de diverso tipo y de cientos de presos que aún permanecen en los regímenes “preventivos” posibilitados por la represión estatal, se ha diluido casi completamente en esperanzas electorales, o en programas inmediatistas que se mueven enteramente dentro de lo dado, del escenario establecido por un “acuerdo” canallesco, sin recoger en absoluto el contenido esencial de la indignación expresada en las calles: terminar de manera efectiva con la administración neoliberal de nuestras vidas.

Creemos que, en este escenario oscuro, lo que se puede intentar es convertir todo el proceso de la Convención Constitucional en una larga y profunda clase de educación política de la ciudadanía. Cada tema que se discuta en la Convención debe ser discutido en la base social, en los territorios, en los partidos y movimientos formales, o en los colectivos que se han reunido con este propósito y que deberían tener un largo y productivo porvenir. Cada disposición contraria a los intereses populares que se apruebe en la Convención, por muy edulcorada que esté con lenguajes inclusivos o proclamaciones altisonantes de derechos intangibles, debe ser resistida en la calle, frente a cada municipio, en protestas organizadas que capaces de responder a las provocaciones tanto de la policía como del vanguardismo.

Un objetivo pequeño, muy inmediato y pragmático, pero prometedor, es intentar que las numerosas listas de independientes obtengan muchos votos. Esto permitirá mostrar la enorme desproporción entre la votación sumada de los independientes a nivel nacional y el número de delegados constituyentes que efectivamente obtendrán estas candidaturas. Una muestra flagrante del carácter no democrático de esta convocatoria que se puede invocar y reclamar en las calles.

Es necesario repetirlo: no creemos en la desilusión fácil, en la abstención inútil, en el desánimo sistemático, con que suelen revestirse las izquierdas existenciales y meramente testimoniales. Estas batallas forman parte de una guerra que es muy larga, y que debe ser pensada no solo en sus expresiones inmediatas, contingentes, sino en términos de la perspectiva estratégica en que nos situamos. Queremos un mundo más justo, radicalmente diferente del mundo en que vivimos. Estamos dispuestos a luchar de manera permanente y porfiada, pragmática y realista, por lo que creemos que es justo.

El proceso constitucional en marcha, dada sus condiciones y límites, no permitirá revertir en ningún aspecto esencial la administración neoliberal del país. Peor aún, puede perfectamente convertirse en un blanqueo constitucional análogo al arcoíris que nos vendieron en 1989. Mucha alegría y arcoíris en las declaraciones, neoliberalismo duro y profundizado en la realidad. Pero, al mismo tiempo, como lo fueron los gobiernos neoliberales de la Concertación, será fuente de nuevas violencias. La ceguera de las élites politiqueras, la ambición desmedida y depredadora de los capitalistas nacionales y trasnacionales que pillan este país, no les permite una política moderada, no les permite una administración medianamente benefactora. Solo están dispuestos a ganar, a saquearlo todo, sin ningún proyecto u horizonte estratégico que no sea el de la ganancia inmediata y abusiva. Están sembrando y sembrando vientos. Cosecharán tempestades.

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