Uber lo tenía todo. A mediados del año pasado, su valor alcanzaba los 60.000 millones de dólares tras varias rondas de financiación que le habían inyectado otros 15.000 millones de dólares en forma de inversión. Uber era la bandera de la economía colaborativa del futuro, el ejemplo a seguir por cualquier aplicación bajo demanda que aspirara a revolucionar un mercado cualquiera. Uber era lo más, y su imagen cotizaba al alza.
Algo más de medio año más tarde, todo el mundo parece odiar a Uber. ¿Qué ha pasado?
Quizá el punto de inflexión clave se hallara en los días posteriores a la toma de posesión de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. La prohibición a los migrantes de determinados países musulmanes de acceder al país puso en pie de guerra al relevante sindicato del taxi neoyorquino, cuyos trabajadores son en su mayoría musulmanes, inmigrantes o hijos de inmigrantes. Uber, sin embargo, no paralizó su servicio.
La reacción en redes sociales fue inmediata: acto seguido, corrió como la pólvora una campaña viral para desinstalar la aplicación ante su aparente desinterés en solidarizarse con la situación de centenares de personas bloqueadas en los controles fronterizos de los aeropuertos. La orden ejecutiva fue revocada por los tribunales (para pasmo del presidente) y el flujo de migrantes volvió a la normalidad. La historia ocupó el ciclo de noticias de toda una semana, y Uber, sin querer, se metió en medio de la tormenta.
Fue una semana dura. Pero pasó a un segundo plano. Amainó.
Lección 1: no te meterás con tus propios empleados
Flash forward: mes y medio después, Uber vuelve a estar en el ojo del huracán. En esta ocasión no se trata de una huelga, sino del propio CEO de la compañía, Travis Kalanick. En un vídeo filtrado en la red, Kalanick aparece discutiendo acaloradamente con uno de sus empleados, Fawzi Kamel, conductor de Uber Black, el servicio de lujo de la aplicación.
Kalanick había pedido un Uber premium para desplazarse, y al término de su trayecto Kamel le pidió una conversación sobre su estatus. El conductor le explicó su situación: al ser un trabajador independiente, había tenido que comprar el (caro) coche requerido por Uber Black por su cuenta, pero la constante reducción de las tasas del servicio le habían dejado en la ruina. Kalanick no acepta sus críticas, le despacha y se marcha con un portazo.
Las palabras de Kalanick han corrido, otra vez, como la pólvora. Y el viral ha vuelto a dañar a la compañía allí donde más le duele: en su dudoso estatus laboral y en la carencia de derechos laborales de sus no-trabajadores.
Al igual que AirBnb, Uber apareció en su momento como el futuro del trabajo: se acabó formar parte de una empresa gigantesca que tiene una larguísima nómina de empleados y que carga con sus cuotas a la Seguridad Social, sus vacaciones y sus bajas por enfermedad. En su lugar, Uber externalizaría sus puestos laborales. Sus trabajadores, más flexibles y con más libertad, correrían con gastos e inconvenientes por su cuenta, Uber impondría sus condiciones y a cambio se llevarían una apetecible parte del pastel.
La bicoca ha funcionado a las mil maravillas para Uber y otros servicios parecidos. Además, ha puesto presión sobre sectores protegidos que no habían sabido actualizarse al paso del tiempo, y que contaban con regulaciones específicas por las cuales mantenían su sector vedado. Uber era modernidad, y funcionaba bien.
Sin embargo, Uber también es fruto de la economía de la precariedad. O al menos así la critican tanto los sectores amenazados por el modelo económico que plantea su éxito como numerosas corrientes de opinión que observan en la economía bajo demanda una nueva precarización del trabajo. Uber, por ejemplo, ha tenido que aceptar un pago compensatorio de 20 millones de dólares a la Comisión Federal del Comercio por captar trabajadores independientes con promesas de ingresos fraudulentas.
Lección 2: la economía colaborativa igual no mola tanto
Para muchos, Uber ha resultado ser lo peor de ambos mundos: el poder de la gran empresa frente al trabajador y pocas garantías laborales asociadas a no-trabajar bajo el paraguas formal de la compañía. Como resultado del ir y venir de condiciones cambiantes de Uber ante la desprotección de sus trabajadores, los ingresos de muchos se han desplomado (y recordemos: ellos acarrean con los gastos), colocándoles en situaciones vulnerables, como muestra este reportaje de The Guardian.
Gran parte de estos problemas los ha verbalizado Kemal en su conversación con el CEO. Para él, no resulta razonable que mientras Uber pone en servicio Uber Black, mejor pagado pero mucho más costoso, inunde las calles con opciones más baratas que se convierten en su directa competencia. El sindicato del taxi neoyorquino también ha criticado su política de pedir altas inversiones, bajar tasas, subir comisiones y saturar el mercado.
Quizá saturado por la repentina espiral negativa de su compañía, Kalanick salió del vehículo de malas maneras, insinuando que si Kemal no tenía éxito o estaba en la ruina se trataba por su propia incompetencia y colocándole en una situación comprometida. El CEO emitió un comunicado poco después en el que pedía disculpas y reconcía tener problemas de liderazgo, problemas que estaba dispuesto a solventar cuanto antes.
Pero los problemas de imagen de Uber van más allá de la actitud de Kalanick con un trabajador (independiente). Son generalizados: de un tiempo a esta parte la compañía parece instalada en la polémica. Cuando no se trata de huelgas no seguidas se trata de coches autónomos que fallan y posteriores comunicados en los que la compañía culpa a uno de sus trabajadores, o de acusaciones de una sistemática discriminación de género.
A Uber, entre tanto, le va bastante bien y sigue mostrando músculo financiero. Pero si 200.000 personas se desinstalan tu aplicación al grito de «Delete Uber», tienes un problema de imagen. Y no sólo relacionado con tu CEO, sino con tu propia naturaleza como negocio. De su resolución puede depender su futuro, y AirBnb quizá debería empezar a tomar nota.