por Jaime Sepúlveda
Poder popular es democracia
La mayor parte de los regímenes políticos de nuestro planeta, incluyendo a los más autoritarios, se definen como democracias. La palabra suele mencionarse repetidamente un poco antes de que comiencen los bombardeos que arrasarán países enteros. A primera vista, la democracia se asocia a dolor, a arbitrariedad, a prepotencia. Pero esta asociación superficial debería levantar sospechas: ¿por qué el uso y abuso de esta palabra, para justificar los actos estatales más despreciables?
A lo mejor para esconder sus infamias detrás del significado profundo y constructivo que tiene esta palabra en la mente de los ciudadanos.
3. ¿Qué es poder popular? ¿De qué estamos hablando?
Hemos usado aquí la expresión “poder popular” para referirnos a esa fuerza característica que se manifestó en Chile cuando los sectores sociales tradicionalmente más marginados invadieron la política en 1972, ya avanzado el gobierno de la Unidad Popular, para actuar en conjunto, de común acuerdo, compartiendo una misma voluntad.
Pero esta poderosa fuerza colectiva que irrumpió desde abajo fue una forma específica de este tipo de poder, no tan distinta de un poder que se ha hecho presente en otros diversos momentos y períodos de la historia mundial.
A esta fuerza o poder de la ciudadanía que es capaz de actuar en conjunto es exactamente a lo que se referían los griegos de la antigüedad con la expresión “demokratia” (demos: pueblo, kratos: fuerza o poder).
Aunque en los últimos siglos la palabra “democracia” se ha usado para referirse a un régimen político específico basada en la representación y la separación de poderes, su significado original en la Grecia clásica aludía a esa fuerza característica y superior que nace cuando el pueblo en su conjunto logra actuar como un solo hombre, fuerza que no descansa en ningún otro lugar que en cada ciudadano, quien se convierte así en su portador y ejecutor. O sea, un solo poder, que sólo está en cada uno.
Se materializaba en un régimen político que no consistía ni en representación, ni en separación de poderes, ni en delegación, y que sólo lograba conformarse cuando cada uno se “sintonizaba”, por decirlo así, con los demás. Cuando esto se produce, el poder que nace es distinto y muy superior a la fuerza de sus integrantes sumados. La palabra griega “demokratia” no es un simple alcance de nombres; su significado se refiere precisamente a lo que en Chile llegamos a llamar “poder popular”.
En cuanto la democracia originaria logró constituir durante muchas décadas una realidad sólida y consistente, o sea, en cuanto estas formas de actuar en conjunto florecieron ampliamente, da claves significativas para entender en qué consiste, dónde está, en qué radica esa fuerza que hemos llamado en nuestro país poder popular. Y si se entiende que la civilización que surgió con ella está asociada a una cultura que se alarga por dos mil quinientos años, se puede captar cuál puede llegar a ser la dimensión y alcance de este poder.
¿En qué radica esta fuerza? ¿Cómo se suscita o invoca este poder colectivo? ¿Cómo se le da curso en una organización estatal concreta?
Esta fuerza colectiva está en cada uno, descansa en la fuerza de cada uno, y es superior porque logra que cada uno dé lo mejor de sí cuando se trata de una acción conjunta. Se invoca pidiendo a cada uno lo mejor, pero además esperando de cada uno lo mejor, y exigiéndolo incluso. Pero ¿quién solicita, espera o exige? Los demás: cada uno sabe que puede esperar lo mejor que los demás pueden dar. Y es una confianza levantada sobre una voluntad compartida, que necesita de la deliberación y el acuerdo para establecerse. El instrumento principal de la democracia es por eso la palabra. La palabra de cada uno y su expresión plena, que se materializa en una voluntad común y que se convierte así en fuerza colectiva. El eje de la organización estatal que este poder puede materializar está en el flujo de la palabra, que es lo que logra construir una voluntad común que integra a cada uno.
La fuerza está ahí. Pero ¿por qué cada uno daría lo mejor de sí a los demás? En realidad, sólo porque y en cuanto con los demás se pertenece a una comunidad real, no sólo imaginada, no sólo pretendida. Es sólo esta pertenencia la que garantizará que la palabra sea oportuna y responsable. No se trata de cualquier palabra: es la que se enuncia como parte de un compromiso con los demás. Sin comunidad real, la palabra no puede hacer esa magia de despertar esa fuerza colectiva.
A diferencia de la “democracia representativa”, donde la participación de cada uno se consigue a través del voto y las decisiones se toman por mayoría, en el funcionamiento original de la democracia griega cuando se lograba este tipo de participación comprometida las decisiones se tomaban por consenso hasta donde fuera posible y después de una deliberación que incorporaba en red a todos los ciudadanos. El voto, la mayoría, la representación, son en este enfoque original sólo herramientas que se ponen al servicio del flujo de las palabras, sólo cuando es necesario, como instrumentos que permiten resolver problemas prácticos dentro de una comunidad que ya se ha constituido y puesto en acción por medio de la palabra. Si no es así, si no se ha constituido esta comunidad, la palabra quedará dislocada de las decisiones y estos instrumentos —aunque auxiliares, valiosos— se convertirán en un cascarón vacío.
Aunque el lugar en que este flujo de la palabra se transforma en decisiones (y entonces da origen a una acción colectiva) es la asamblea, o sea, en una reunión específicamente establecida para decidir, la voluntad común se construye lenta y laboriosamente. Por esto, la democracia como construcción estatal supone necesariamente una extensa red donde la palabra fluye permanente e intensivamente; los espacios de la vida en común se convierten en espacios de diálogo y así este diálogo masivo se vuelve el soporte de las decisiones tomadas sobre asuntos específicos en momentos concretos. Si el flujo de una palabra responsable y comprometida no empapa cada rincón de la vida social, de la vida en comunidad, no es posible un régimen político democrático.
La materialización política de una fuerza así establecida tiene por consecuencia que la autoridad sólo puede ser la que se gana por méritos y capacidades, por idoneidad. La autoridad en un régimen democrático se produce entre pares y sólo se obtiene porque el que obedece la otorga al que manda. La autoridad impuesta, por la fuerza o el engaño en sus diversas modalidades, no pertenece a la democracia.
Por todo lo mencionado, el espacio de la comunicación es decisivo para la democracia y la hace particularmente vulnerable a la manipulación a través de la palabra. No es difícil captar que si el que habla antepone abierta o veladamente el interés privado al bien común, el circuito de la palabra ya no estará al servicio de lo que une y se le extirpará a la palabra la capacidad de producir un sujeto colectivo, que se levante sobre una voluntad común auténtica. A través del virtuosismo en el uso de la palabra se puede llegar a la demagogia vacía.
Y esto lleva a ese supuesto básico del poder popular, mencionado más atrás: la existencia de una comunidad real. No hay una verdadera comunidad si el bienestar de unos es a costa del malestar de otros: una comunidad real ejerce la protección mutua; ningún integrante puede quedar abandonado y menos segregado, y no por compasión, sino porque no tendría la capacidad de aportar lo mejor que puede dar a los demás. En la democracia, por debajo del diálogo y del flujo de las palabras está el compromiso con lo común, que sólo se produce entre quienes se saben parte de una comunidad. Si la comunidad está rota, las palabras se convierten en instrumentos de los intereses particulares y el ordenamiento democrático pierde su capacidad de invocar a este poder popular.
Las palabras sirven para decir verdades, pero también para decir mentiras. Sirven para expresar los hechos factuales, pero también para expresar lo que no existe, y entonces lo que nunca ha existido ni existirá. La confianza de cada uno en los demás, que implica necesariamente poder confiar en su palabra, no supone erradicar algún uso de la palabra, sino que cada uno pueda hacer una clara distinción en las palabras de otros entre verdades, mentiras, hechos, posibilidades, fantasías… En una comunidad rota, estas distinciones comienzan a perderse.
¿Qué es entonces poder popular? La expresión “poder popular” tiene un sentido amplio: hace referencia a esa fuerza que nace cuando la población logra actuar en conjunto, incorporando a través de un circuito de comunicación eficaz la voluntad de cada uno. Esta fuerza puede desarrollarse en menor o mayor escala en diferentes situaciones y momentos, puede invadir el campo de la política y lograr expresiones organizativas —que en la historia han tenido diferentes nombres—, y según las condiciones concretas pueden llegar a ser la base de una organización estatal. Pero llegue o no a expresarse en este terreno político, el poder popular está siempre presente y latente, oculto o abierto, en la vida cotidiana de la ciudadanía.
4. ¿Puede desarrollarse el poder popular en las sociedades contemporáneas?
En la sociedad contemporánea las comunidades están sometidas a presión, fracturadas o acotadas, y esto hace que la cultura de la democracia se enfrente a condiciones adversas y cuando se desarrolla lo hace de formas más o menos restringidas. Cuando la comunidad está rota, la palabra se extravía.
Sin embargo, un ordenamiento político y social levantado sobre el poder popular —o sea, una democracia— no es una utopía. No sólo existió de una forma excepcionalmente fecunda en la antigua Grecia. Fue además lo que permitió sostener en condiciones extremadamente críticas al régimen soviético en sus comienzos, aunque su rápido socavamiento haya producido lo que posteriormente se conoció como el “socialismo real”. Ha aparecido en forma embrionaria, pre-estatal, en diversos procesos revolucionarios o de participación masiva en la historia de la humanidad.
Lo que ha impedido su desarrollo más decidido y extenso en épocas más recientes han sido no sólo las abismales diferencias sociales y económicas que cruzan el mundo actual introduciendo situaciones de indignidad que atentan contra la existencia de cualquier auténtica comunidad, sino particularmente la voluntad militante de aquellos grupos sociales que se benefician de estas profundas desigualdades, y que blindan políticamente esta situación de privilegio. Mientras la economía actúa para romper la comunidad, la voluntad militante actúa para romper la palabra.
Como dice Aristóteles con su habitual transparencia, la democracia es en la práctica el poder de los pobres (Política, 1279b-1280a); en la medida en que los más privilegiados tengan poder, evitarán al máximo que la democracia florezca, a riesgo de perder o limitar su situación privilegiada. La democracia necesita de una comunidad fuerte para que el circuito de la palabra pueda dar origen a una voluntad compartida. Cuando en las sociedades o los espacios sociales el criterio de lo común es débil o fragmentado por desigualdades profundas e intereses antagónicos, los desarrollos democráticos no logran invadir la organización estatal.
Pero además, en nuestras sociedades la palabra misma, o más exactamente la posibilidad de confiar en la palabra del otro, está bajo ataque. No por nada la “postverdad” y las “fake news” se han vuelto una característica destacada de nuestra época. La capacidad de la palabra de comunicar mundos que no existen, que acompañó y nutrió la historia humana bajo diversas formas de mitos, de literatura, de fantasía, adquirieron una utilidad repentina y salvadora para el sistema capitalista bajo la forma de publicidad, que a su vez se convirtió en el cimiento de los medios masivos de comunicación (que en cuanto se pliegan a este enfoque son medios de propaganda). La capacidad fabuladora de la palabra reveló su utilidad produciendo consumidores y luego invadió con este filtro pragmático el campo de la política y la cultura. No importa si puedo confiar o no en la palabra del otro; lo que importa es que logre sumergirme en un “relato”. Y entonces la verdad y la mentira no son relevantes frente a la verosimilitud o la simple consistencia.
¿Ha estado presente el poder popular en nuestro país?
Por su necesario arraigo en cada uno, es evidente que el poder popular es algo que requiere un tiempo de cultivo. Por su profundidad y dimensión, no puede producirse por arte de magia o por decreto. En cuanto descansa en una forma de relacionarse con los demás, germina como cultura compartida en cada uno, en un proceso lento y capilar, que puede ser acelerado pero también lentificado por los ambientes políticos favorables o desfavorables.
Lo que apareció en Chile en 1972 (protección colectiva de la comunidad; debate abierto, inundando todos los resquicios de la cotidianidad; fortalecimiento y defensa de las decisiones tomadas en conjunto; acción colectiva decidida y comprometida, cada vez más sólida y eficaz) no salió de la nada, y eso significa que había una existencia previa, latente, que a pesar de no haber sido invocada por los partidos de la Unidad Popular, se empezó a desplegar debido a circunstancias políticas favorables y comenzó a inundar la vida social durante su gobierno.
Las diferentes formas que tiene la población para resolver los problemas prácticos de la vida cotidiana (y en el centro de estas formas, el trabajo) producen costumbres, arraigo, y se extienden a los terrenos que no son los de la pura supervivencia. Es aquí donde se constituye la comunidad. Cuando cada uno es integrado a través de formas diferentes de la silenciosa obediencia, o sea, cuando se incorpora la voz de cada uno a las decisiones comunes, se comienza producir un pueblo y la correspondiente posibilidad y realidad de la democracia, de este poder colectivo que descansa en cada uno.
Estas formas de colaboración se convierten en la condición previa indispensable del poder popular.
Las diversas modalidades de asociación horizontal y de decisión democrática que se habían desarrollado en Chile en el siglo XX no se produjeron sólo en los tradicionales espacios de encuentro, debate y coordinación exclusivos de la élite, sino que se desplegaron también entre los ciudadanos menos privilegiados, en sindicatos, mutuales, cooperativas, partidos, y en general en diversos tipo de asociación popular.
Fueron estas últimas formas y la cultura de decidir entre todos que las acompañó durante la primera mitad del siglo XX las que se expresaron con fuerza en el período 1972-3.
No existe un ser humano que no pertenezca a alguna comunidad. Lo que sí existe es el silencio que acompaña a la obediencia. En cuanto este silencio es desafiado y superado, se desarrollan formas de autonomía, de voluntad compartida. En este sentido, la democracia se expresa permanentemente en el funcionamiento de estas comunidades que integran la voz de cada uno. En las sociedades contemporáneas este criterio democrático —que es el fundamento activo del poder popular— enfrenta enormes obstáculos para desarrollarse ampliamente. Pero existe y actúa.
¿En qué podría consistir abrirle espacio a un poder así en Chile?