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Se trata de poder popular (1)

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por Jaime Sepúlveda

¿Serán realmente distintas la Constitución de 1980/2005 y la Constitución de 2022?

Después del plebiscito del 25 de octubre, ya está todo el escenario montado, con entusiasmo incluido, para una remodelación completa de la institucionalidad chilena. La élite y sus operadores en los diversos terrenos tienen todo a su disposición. ¿Tendrán la capacidad de realizar esta remodelación? ¿O aquí también se demostrará su profunda ineptitud para pensar nuestro país de otra manera, con principios y valores distintos de llenarse los bolsillos desaforadamente?

Más allá de su hipotética capacidad (o incapacidad), lo cierto es que es el momento en que los que han dirigido este país durante los últimos 47 años tendrán que desempacar todo el arsenal. Toda su gente pensante se pondrá en acción. Se activarán todos sus espacios de producción intelectual y deliberación. La demoledora capacidad de fuego de sus medios masivos se pondrá en movimiento en toda su extensión.

¿Qué resultará de este despliegue? ¿Acaso una reflexión a fondo y un replanteamiento del papel del Estado en la protección de la población o de los recursos de nuestro país? Seguramente no. Probablemente será un nuevo “reality” político, de los que se hacen con el propósito de que todo siga —después de un gran espectáculo mediático— bajo su control de siempre.

En medio del torbellino que recién comienza a formarse por esta acción (que será poderosa y sostenida) sería apenas natural que entre quienes desencadenaron este proceso, la multitud diversa pero decidida que confluyó para reventar desde las calles el orden constitucional hoy moribundo, se produjera alguna desorientación. Las coordenadas de esta gigantesca movilización podrían perderse de vista. ¿Qué potencialidades tiene este proceso y cuáles no? ¿De qué trata el período que se abre?

Aunque pueda no ser tan evidente, el momento político actual que nos tiene pensando en la posibilidad y condiciones de una nueva Constitución trata del poder popular. Se trata del poder popular.

Y esto por dos razones: en primer lugar, porque la Constitución vigente, que está muriendo, fue confeccionada como una respuesta a las diferentes expresiones de poder popular que habían logrado desplegarse intensamente a lo largo de Chile durante los años 1972 y 1973. La Constitución de 1980 (desmilitarizada en gran parte en 2005) y el ordenamiento institucional que sintetiza consisten en su fundamento en una reacción a la fuerza que este poder popular adquirió durante ese breve período. Lo que se derrumba hoy es esta respuesta.

Pero en segundo lugar, y más importante aún, porque las alternativas que se desplegarán para un nuevo orden político tendrán un impacto en las formas en que este poder pueda desarrollarse en el futuro: con mayor fluidez u obstaculizadas por la nueva institucionalidad. En el momento actual se están empezando a prefigurar las reglas del juego de lo que viene en las próximas décadas, y lo decisivo de estas reglas, lo que le dará su carácter e identidad a la Constitución que surja, es si permitirá o impedirá (y en qué medida) el desarrollo del poder popular.

1. Por qué y en qué sentido la Constitución vigente es una respuesta

Hay diferentes visiones de lo sucedido en nuestro país durante el último año del período de la Unidad Popular, que terminó con el golpe militar de 1973. Las caracterizaciones pueden ser bastante contrarias: “caos”, “incendio”, “proceso prerevolucionario”, “desestabilización”… Debajo de estas expresiones que resumen de acuerdo a la visión de cada uno lo que estaba desenvolviéndose aceleradamente, había una realidad profundamente conflictiva en que los intentos de sabotaje y derrocamiento del gobierno habían producido una respuesta no esperada ni menos buscada: la activación política de los sectores más humildes y marginados de la sociedad.

El derrocamiento del gobierno de Allende venía siendo preparado incluso desde antes de que asumiera la presidencia, y en este sentido no puede decirse que el golpe militar fuera una respuesta a esta situación. Sin embargo, la dictadura cívico-militar que le siguió y particularmente su brutalidad y su larga duración, fueron alimentadas por la dimensión del terror de las élites y sus servidores a lo que se había puesto en juego durante el período de Allende: no el “desorden” económico y político, subsanable por ellos en un corto plazo, sino la aparición en el escenario político de un actor poderoso, capaz de encargarse constructivamente de los destinos del país sin ninguna tutela (ni de las élites, ni del gobierno), que ya no era esa “masa influenciable y vendible” que los dueños del país habían cultivado laboriosamente durante muchas décadas.

Fue la gran dimensión de este nuevo sujeto lo que determinó el tamaño y extensión del terror que había que aplicar. Y el miedo de las élites no era completamente injustificado. Esta fuerza nueva podía desafiar realmente su poder, podía poner a funcionar el país de otra manera, podía hacer innecesario e incluso inútil el control de los medios de producción a través de la propiedad privada. En suma: mostraba lo prescindible que es su existencia, lo vacías que son sus pretensiones de ser indispensables. El paro de camioneros de 1972, sí, desplegó el poder que tenían los propietarios para controlar la economía y el funcionamiento social, pero chocó de frente con el poder, en el mismo terreno muy superior, que podían desarrollar los trabajadores (o sea, quienes se ganan la vida de su trabajo) y en general la gente más humilde.

Por esta razón, una vez que el golpe militar “apagó el incendio” era necesario impedir que algo así volviera a ocurrir. La Constitución de 1980/2005 fue un camino para resolver en un primer momento y prevenir posteriormente el problema de la conformación de un amenazante sujeto colectivo popular que tiene la capacidad de hundir el orden político elitista (con el modelo económico segregador y voraz que lo acompaña), y de comenzar a construir un nuevo ordenamiento concentrado en el bien común. La Constitución vigente es en sus entrañas una respuesta.

Aunque se concibiera teniendo en mente al comunismo en sus diferentes versiones, la formulación de la Constitución de 1980 (y su remodelación posterior de 2005), tuvo como su núcleo escondido el imperativo de evitar hacia el futuro el desarrollo de este sujeto colectivo y de la fuerza que nace con él: su idea guía fue erradicar cualquier mecanismo que contribuyera a dar origen, a proteger, o peor, a impulsar un poder de este tipo.

Para lograrlo, se realizó un diseño institucional cuyo fundamento fue la autoridad basada en la aplicación de la violencia, abierta inicialmente, más enfocada posteriormente, pero instalando en la vida social la brutalidad como una potencialidad inminente (buscando así suprimir o al menos limitar a lo mínimo el criterio democrático de la autoridad que se gana entre pares). Sobre este cimiento de la autoridad señorial se levantó un modelo estatal al servicio de la iniciativa privada y de la ideología del lucro (para borrar del funcionamiento económico y de la vida social cualquier criterio de solidaridad). O sea, apuntó a erradicar los fundamentos de este poder popular que se había desarrollado: autoridad entre pares y cooperación.

Este diseño institucional se basó en un diagnóstico. Las cabezas pensantes de la élite lograron coincidir durante el régimen cívico-militar en una evaluación de lo que había llevado al “caos” de un pueblo empoderado y desafiante, y apuntaban como causa a la acción de los partidos de ideología marxista o socialista, y a los resquicios legales que les permitieron actuar y desarrollarse en el país. Aparentemente, el “cáncer marxista” había sido el origen del despliegue inédito del poder popular durante el gobierno de Allende, y en consecuencia la acción del personal de la élite se concentró primero en eliminar físicamente a esos partidos y luego en cooptar lo que quedó de ellos.

El anticomunismo fue claro y explícito, pero el poder popular como desarrollo autónomo no fue considerado como tal en este diagnóstico. El pueblo organizado y al mando fue para ellos una extensión de las ideologías políticas; por sí mismo, sin la dirección de los partidos, es simplemente caos: nada más que entender. Y su ausencia en cualquier reflexión en el pensamiento de quienes mandan en el país explica su desconcierto frente a los sucesos que se desencadenaron el 18 de octubre de 2019. Buscando frenéticamente en su instrumental ideológico sólo pudieron interpretar y analizar estos eventos de movilización popular como resultado de la acción desestabilizadora de gobiernos extranjeros y de grupos de ultraizquierda y anarquistas, y señalar desesperadamente a los gobiernos de Cuba o Venezuela (¡o Rusia!). O simplemente confesar su profunda perplejidad, si es que no balbuceaban tímidamente sobre la “desigualdad económica”. El prisma ideológico para el cual el poder popular es impensable sólo puede concebir este tipo de manifestaciones como un caos provocado deliberadamente por grupos “extremistas”, o como explosiones ocasionales causadas por el resentimiento económico y social de sectores marginales.

El orden institucional organizado después del golpe militar, cuyo diseño básico se establece en la Constitución del 80, no sólo no está previniendo ya la posibilidad de desarrollo del poder popular, sino que con su autoritarismo violento y visceral y su desvergonzada apología del egoísmo y del espíritu de lucro ha terminado por producir masivamente primero indignación y luego una fuerte reacción contra estos antivalores que —escudándose bajo la máscara del “orden” y la “libre empresa”— son pregonados por la élite, más allá de cualquier consideración partidaria o ideológica. La autoridad basada en la violencia (abierta o velada), que repite sin descanso el manual de la brutalidad policial, ha ido cultivando sin querer la desobediencia y un desafío abierto a la prepotencia. El culto al lucro ha hecho revalorar como reacción el significado profundo de la solidaridad y la cooperación. La constitución del 80 está en crisis, junto con el diagnóstico que la inspiró y su propósito de evitar definitivamente la aparición de cualquier expresión de poder popular: la movilización ciudadana abre terreno político para que este poder se manifieste y desarrolle.

2. El poder popular se asoma en el escenario de una nueva Constitución

Las alternativas que se abren hoy, a raíz del proceso que se desencadenó el 18 de octubre de 2019 se despliegan entre dos polos opuestos.

Uno de ellos perseguirá una nueva fórmula para prevenir el desarrollo y consolidación de diversas formas de poder popular. O sea, intentará preservar el propósito y sentido profundo de la Constitución vigente pero cambiando sus recursos para lograrlo. Como ejemplo, es previsible que no busque erradicar el papel de la violencia institucional que hoy se concentra, aunque no exclusivamente, en Carabineros, sino que trate de darle una nueva forma.

El otro polo buscará mecanismos institucionales para proteger a la ciudadanía, y con ello le abrirá paso a las diversas formas y expresiones de ese poder, aunque no necesariamente lo formule explícitamente así.

En lo que se refiere al camino de la Convención Constitucional, si se logra un texto constitucional consensuado, aceptable para las diversas corrientes, probablemente el resultado final será un punto intermedio, dependiendo del apoyo político que estas opciones logren. Pero no se trata sólo del resultado final de este proceso (una probable nueva Constitución), sino del proceso mismo, que podría constituir una experiencia de conformación e impulso a diversas formas de este poder, pero que también podría convertirse en un elemento de desmovilización.

La Constitución vigente fue una respuesta al desarrollo del poder popular; pero plantear la situación política que se abre en términos de abrir o cerrar las compuertas políticas a este poder puede parecer un poco forzado, artificial o “ideologizado”. No por nada este concepto ha estado bastante ausente de la reflexión política ligada a la institucionalidad, y más bien ha sido asociado a propuestas políticas marginales o contestatarias.

¿Qué es poder popular? ¿Este poder ha existido en nuestro país sólo en el breve período 1972-3? ¿O quizás nunca existió y es sólo una fantasía romántica e incluso peligrosa?

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