Prensa Obrera, Argentina. Por Nelson Marinelli
“Sin nada que perder”: la crisis económica norteamericana a través de un thriller rural
El film de David Mackenzie retrata el odio popular a los bancos y el peso de las hipotecas en la vida del pueblo yanqui.
“Sin nada que perder”, la película del director escocés David Mackenzie, realizada en los Estados Unidos y candidata a cuatro Oscar, despliega, bajo la forma de un policial negro, las consecuencias de la depresión y la crisis económica de ese país, reflejada en un pequeño pueblo del estado de Texas.
Dos hermanos, agobiados por la hipoteca del banco que debieron tomar obligados por la crisis y que ahora, ante la imposibilidad de pagarla, amenaza con hacerles perder la casa y las tierra familiares, deciden asaltar distintas sucursales de esa misma entidad financiera a los efectos de reunir el dinero necesario para poder enfrentar la deuda.
Uno de ellos acaba de salir de la cárcel, mientras que el otro –el menor– quedó, durante ese período, al cuidado de su madre, ahora fallecida. Que el motor del raid es la crisis económica queda rápidamente en claro porque el impulsor del mismo no es el ex presidiario sino el joven granjero a cargo de la explotación familiar y que sólo quiere salvarla para que sus hijos –dice– no tengan que vivir agobiados como ellos.
La película, de muy bajo presupuesto y realizada por este poco conocido director escocés, está bellamente filmada, tiene un ritmo por momentos vertiginoso y con la persecución propia de un thriller, en este caso en manos de un policía blanco, típico texano, que está a punto de jubilarse y quiere retirarse con el “honor” de haber detenido a los asaltantes de bancos. El personaje muestra rasgos racistas, como reflejan las bromas pesadas y agraviantes a su segundo en la cacería, un agente de origen indio, en un reflejo de los conflictos con los inmigrantes y los descendientes de los pueblos originarios en especial en esa zona de la “América profunda”.
La historia se amplía al cuadro más general que vive una importante franja de los obreros blancos y mestizos de la zona, tan agobiados y estafados por los bancos como la pareja de hermanos. Así, cuando el sheriff (un magnífico Jeff Bridges) intenta conseguir testigos que aporten datos en un bar situado enfrente de una sucursal asaltada, un trabajador blanco pobre le contesta: “no los vi bien, pero si vi a ese banco que me explota desde hace 30 años”. En el mismo bar, el sheriff luego quiere conseguir el testimonio y el dinero de una suculenta propina que le dejó a una mesera de origen mexicano el menor de los asaltantes, para tomarlo como prueba. La reacción de ella no deja dudas, el enemigo es el banco. Se hace la desentendida respecto del reconocimiento y se niega a entregar la plata: “con esto pago la cuota de la hipoteca y evito que mi hija tenga que vivir en la calle”, le contesta al sheriff.
El director decide “humanizar” al sheriff que resulta un personaje “querible” y con afecto y cariño por su compañero ante un cuadro doloroso. Quizá quiera mostrar que no se trata del “malo” de la película. El “malo” es el sistema financiero que ahoga la vida de los pobres de todos los colores de piel y origen racial. Son los bancos que fueron rescatados por el gobierno de Obama con decenas de miles de millones de dólares y que se quedaron con las viviendas de miles de norteamericanos pobres que no pudieron enfrentar sus respectivas hipotecas.
El film es también una historia de camaradería, amistad y cariño, que lleva hasta el sacrificio extremo.
La belleza de la película alcanza también a la fotografía que muestra una vieja región ganadera, con tierras yermas, que están siendo invadidas por las “cigüeñas” de extracción de petróleo y que llevan al desplazamiento de los pequeños granjeros. Los bancos se ocupan de echarlos.