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A 50 años de la muerte de Violeta Parra

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Prensa Obrera, Argentina.     4 de febrero de 2017 | Por Alejandro Guerrero

Fue, tal vez, la mayor folclorista de la historia latinoamericana

Tenía todo un abolengo familiar, el linaje plebeyo de Los Parra de Chile.

“Me falta algo, no sé qué es. Lo busco y no lo encuentro, seguramente no lo hallaré jamás”, le había dicho a un periodista poco antes de ese domingo 5 de febrero de 1967 a las seis menos diez de la tarde, cuando se pegó un tiro en la sien dentro de la Carpa de la Reina. Allí  pensaba instalar Violeta su Universidad Nacional del Folclore, en unos terrenos que le había cedido la alcaldía de La Reina en el parque La Quintrala, un paraje de acceso difícil, ya en los faldeos andinos. Su hermano, Nicanor Parra, guardó para la intimidad, como correspondía, la carta en la que aquella artista excepcional le explicó las razones del balazo final.

Hacía menos de un año que Violeta había compuesto Gracias a la vida, un himno que sintetiza su calidad poética: “…me ha dado la marcha de mis pies cansados / con ellos anduve ciudades y campos / playas y desiertos, montañas y llanos / y la casa tuya, tu calle y tu patio”. Una belleza arrasadora en su sencillez, por la naturalidad tan simple con que la poesía une las ciudades y los campos, las montañas y los llanos, con “la casa tuya, tu calle y tu patio”. Al mismo tiempo, algunos de sus amigos creyeron ver en ese canto a la vida una suerte de despedida, un síntoma de la depresión que desde tiempo atrás atribulaba a la artista.

Los Parra de Chile, y en primer lugar Violeta —casi a la par su hermano Nicanor— fueron un hito, un punto de inflexión que cambió la historia del folclore y, más en general, de la música popular de Chile y de América latina. Ellos miraron al Chile profundo, a la música que hundía raíces lejos de las ciudades e incluso de los caminos, y la resignificaron para darle una entidad novedosa. Violeta fue tan chilena que se hizo universal como pocos. Al mismo tiempo, le dio a esos sones sencillos, a la poesía acompañada por una sencilla guitarra de madera, una proyección social inédita entonces al vincularla con la lucha de los trabajadores de la ciudad y del campo. Fue, además, pintora, escultora, ceramista y bordadora y expuso en esa condición en grandes salas de Europa.

Hija de un profesor de música y de una costurera de origen campesino, había conocido una pobreza rigurosa en su infancia y su primera juventud, con sus siete hermanos (“…por suerte tengo guitarra / y también tengo mi voz / también tengo siete hermanos amén del que se engrilló / los siete son comunistas por la gracia del Señor…”

Empezaron temprano los hermanos Parra. Imitaban a artistas de circo que actuaban cerca de su casa, se disfrazaban, Violeta y Lalo cantaban a dúo y montaban representaciones en las que cobraban una pequeña entrada que ayudaba a parar la olla. Violeta empezó a tocar la guitarra a sus 9 años, y a los 12 compuso sus primeras canciones.

A los 18 años, fallecido ya su padre, llegó con su familia a Santiago y comenzó allí su enorme historia. Cantó boleros, corridos, cuecas, rancheras y tonadas que sonaron en bodegones, teatruchos ínfimos, cafetines del puerto y hasta en burdeles, junto con sus hermanos Clara, Eduardo, Hilda y Roberto. En esa época se casó con un obrero ferroviario con el que tuvo dos hijos, Ángel e Isabel —serían también músicos notables. Cereceda la aproximó al Partido Comunista antes de separarse porque la vida artística de Violeta implicaba libertades que aquel hombre no podía tolerar.

Fue a comienzos de la década de 1950 que Violeta le dio a su carrera el giro definitivo, cuando empezó a recopilar tradiciones musicales de los suburbios santiaguinos y luego del resto del país. Conoció en esos andares a Pablo Neruda y Pablo de Rokha. Con Nicanor cambió radicalmente los estereotipos vigentes entonces en el folclore chileno, y así fue que los boleros, cantos españoles, corridos mexicanos y valses peruanos dejaron su lugar a las tradiciones profundas del bajo pueblo de Chile. Ya era, definitivamente, Violeta Parra.

Vivió en Santiago de Chile, en General Pico (La Pampa, Argentina), en Buenos Aires, en París, expuso arpilleras bordadas en el Louvre, recorrió con sus giras media Europa y la Unión Soviética, además de casi toda la América latina  y todo Chile, de norte a sur. Fue fundadora allá por los ’60 de la que se llamó Nueva Canción Chilena. De esa época son sus canciones más combativas: “La carta”,

“Qué dirá el Santo Padre”, “Que vivan los estudiantes”, “Arauco tiene una pena” y tantas otras que formaron parte de un repertorio de más de un millar de canciones.

Amó apasionadamente, y tal vez en ese tumulto de pasiones estaba ese algo que le faltaba y que no pudo hallar. Tal vez, el balazo de aquel 5 de febrero fue su último intento de encontrarlo. Tenía 49 años, fue y es, quizá, la mayor folclorista surgida de América latina. Una artista popular gigantesca.

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