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Espejos y espejismos del poder

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POLITIKA

La lectura de la notable retórica de Edmundo Moure recuerda esos bellos versos que Edmond Rostand puso en boca del orgulloso Cyrano de Bergerac:
Bref, dédaignant d’être le lierre parasite, Lors même qu’on n’est pas le chêne ou le tilleul, Ne pas monter bien haut, peut-être, mais tout seul !

Espejos y espejismos del poder

Para Cristián Warnken, con reconocimiento y reproche…


“El poder siempre está basado en la censura, abierta u oculta; a su vez, la censura siempre se apoya en el poder. Ambas tienen un objetivo común: poner toda palabra, oral o escrita, al servicio de sus propios intereses utilitarios. El propósito de un poeta, de un escritor o de un filósofo es totalmente opuesto: expresar libremente sus propias ideas. Por lo tanto, cualquier poeta, filósofo o escritor que pretende desenmascarar la verdadera naturaleza del poder o descubrir sus mecanismos secretos, tarde o temprano tendrá que enfrentarse a la censura. En el caso de Franz Kafka (1883-1924), aquel encuentro estaba predeterminado”. (Anastassia Espinel; La Censura y el Poder).


Escribe Edmundo Moure – Julio 2, 2020

El Señor es el Poder. El Señor siempre ha habitado el Castillo; es su lugar exclusivo, en lo alto de la colina. Así lo intuyó Franz Kafka, comprobándolo en carne propia, en todos los ámbitos de la existencia, desde el cuarto solitario donde Gregorio Samsa se convierte en cucaracha, hasta los vericuetos donde repta y ajusticia la burocracia implacable.

Desde tiempos remotos (todos los tiempos acaban siéndolo), el Señor ha dado a villanos (pre burgueses) y siervos de la gleba (pobres, y ahora “vulnerables”, según eufemismo al uso), las posibilidades de una libertad ilusoria, lúdica e imposible; ilusoria, porque jamás será obtenida, por eso podemos también llamarla espejismo; lúdica, porque el juego de sus disfraces resulta indispensable para el ser humano de todas las épocas; imposible, porque lleva los grilletes inmanentes de la culpa no resuelta. Hubo un premio, inventado por las religiones, previsto en el Más Allá, a donde no llegan los reflejos del acá ni los ecos de las campanas que ya enmudecieron.

Se cree poco en esa recompensa, ni siquiera los más recalcitrantes la sustentan sin asegurar antes prebendas y privilegios en el reino de este mundo, donde pareciera encontrarse el único paraíso posible.

No nos remontemos más allá de la llamada Edad Media, un extenso momento histórico que los inadvertidos llaman “oscuro”, lo que es un grave error… Hubo luz suficiente en esa Edad y destellos también, y fulgores creativos y fuegos de artificio y juegos y música y amores, y guerras y matanzas, y genocidios, como ahora; ambiciones y codicias y locuras, en una variedad que convendría estudiar y conocer.

Y es muy posible que al hacerlo nos encontremos con que no han variado un ápice los móviles, anhelos y acciones de la condición humana, tampoco su voluntad, manipulada desde el Castillo; ésta se representa por un carruaje cuyos corceles conocen y entienden un solo camino: la satisfacción de apetitos básicos y crecientes, en virtud de los espejos cóncavos que multiplican necesidades y satisfacciones efímeras en progresión infinita.

“Debajo de mi manto al rey mato”, mascullaban el villano, el campesino, el pícaro y el rufián, y esto que compartían con sus compinches en voz velada, podían gritarlo tras el atuendo y la máscara en la fecha asignada por el calendario oficial de festividades religiosas o paganas. Breves días en que experimentaban la sensación de ser dueños de todos los espejos.

En la Alta Edad Media se celebraban esas fiestas masivas y populares, en el mes de febrero, cuando la gente salía a la calle disfrazada, para reunirse en las plazas. Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, escribe de personas que se vestían del sexo contrario, entregándose a excesos de comida y bebida, consumiendo sin control y abandonándose, hasta donde era posible, a la secreta lujuria de los rincones.

Para él y otros pensadores y filósofos de su tiempo, no era algo extraño, sino perfectamente tolerado y aun promovido por el Poder de su tiempo. Aquellas fiestas tuvieron un origen romano, como las Saturnalias, y el festejo pagano medieval se incluía en el calendario, justo antes de la Cuaresma. El período de cuarenta días tiene su origen en el siglo IV, como disposición del Concilio de Nicea. Existen estudios de que la fiesta del Nawruz islámico, una de las celebraciones en el mundo musulmán dedicada a aquellos que practican abstinencia en todas sus formas, está relacionada con el Carnaval cristiano de la Península Ibérica y de otras regiones de Europa. Ambas, alienación y catarsis colectivas.

El Señor, ya fuese emperador, rey o tirano, aceptaba incluso que algún villano o siervo o gañán hiciese de “rey bobo”, asumiendo una representación tan grotesca, como irreal y fugaz, de su inalcanzable figura.

Permitía así la mofa de ese pueblo, ávido de expresar sus frustraciones en un juego multicolor de apetitos que se repetían, proyectándose unos a otros, ilusión de imágenes sucesivas que vemos cuando los rostros y las figuras se multiplican por el efecto óptico de dos espejos enfrentados. El pueblo olvidaba en esas horas la culpa, ahogándola en brazos del hedonismo desenfrenado, aunque muy dentro de sí, ella lo seguía acechando, como hoy lo hace, escondida en el disco duro o en el minúsculo chip de sus aparatos manuales, lumínicos, caleidoscopios electrónicos de insensatez y locura.

Repartir espejuelos, pues, se ha vuelto una catarsis colectiva que el Señor manipula, cada cierto tiempo, para dejar salir la dosis adecuada del vapor que presiona dentro de la caldera, evitando que esta reviente, cosa que ocurre cada cincuenta o cien años en las incontroladas revoluciones o revueltas que también tuvieron lugar en aquellas edades confundidas en la niebla de la Historia, como las guerras campesinas contra los señores feudales o la cruzada de los niños, o las campañas de los irmandiños en el Reino de Galicia, para colgar a los amos y repartir a los pobres las tierras de “pan llevar”.

Pero el Señor, hoy en día, se ha vuelto inmortal, intocable, pues carece de rostro, como bien lo previno Franz Kafka, aunque piensen los admirables anarquistas que van a eliminarlo de la faz de la tierra. Porque en el Señor confluyen, como los ríos en el océano, todos los poderes hechos Uno; el Señor posee la capacidad de cambiar, de reinventarse, reencarnándose en diversas representaciones donde vuelve a ser el mismo, pese a que los villanos, los desheredados y los desposeídos lo vean siempre distinto. Es porque la variedad de los espejos provoca el engaño masivo, la precisa distorsión que requiere el Poder para acomodarse a la circunstancia, orientándola según su necesidad. En esto colabora la intelectualidad cortesana, aquiescente y dispuesta.

Se trata, ni más ni menos, que de una representación teatral única que va desdoblándose en innumerables escenarios, con un desenlace anticipado ya por quien despliega los hilos de la tramoya. Esto lo entendió la mente más lúcida, quizá, de todos los tiempos: William Shakespeare, hijo de Homero, y de ahí procede la pervivencia de su obra.

Miguel de Cervantes estuvo cerca de haberlo conseguido, a través de El Caballero de la Triste Figura, pero no pudo controlar la sucesión de espejos de su ironía y la propia farsa creada acabó por desvirtuar su empeño. No bastó la muerte patética de Alonso Quijano ni su despedida del acongojado Sancho, quien se volvía, en ilusión más burda, improvisado paladín. La luz del último espejo se apagó para Cervantes-Quijano antes de que su repetición pudiese multiplicarse como paradigma.

El Señor es dueño, pues, del Castillo, de su teatro de entretenciones, de la plaza en que se alza la horca, del patio arbolado de los juegos, donde hoy sigue repartiendo los espejos, replicándolos ahora en esas pequeñas quimeras individuales de luz led que llamamos “celulares”, “tablets”, “iphones”… Cada quien cuenta con el suyo propio y cree así aprehender todas las imágenes y las palabras que fluyen en su éter, lo que constituye aberrante espejismo, porque sus ventanas convergen al espejo medular del Señor, donde Él las controla, domina y dirige a su antojo, anotando frases del asentimiento: “me gusta” o caricaturas de los “estados de ánimo”, incluyendo el amor con sus frívolos corazones.

La única novedad, quizá la más terrible, es que antes creíamos o nos ilusionábamos con recuperar la libertad en los días fugaces del Carnaval, mas hoy sentimos poseerla de manera cotidiana, lo que nos impide percatarnos de la plena esclavitud, cuyas cadena continuamos entregando, como tributo y voto, como rosario de ruego y penitencia, en las manos del Señor, cuyo sentido óptico es alcanzar, por anverso y reverso, el control visual absoluto del comportamiento de la gleba, que solo podríamos romper atravesando la barrera del espejo, para penetrar en el Castillo, como hizo Alicia para ingresar al País de las Maravillas. Pero eso fue literatura; la realidad es otro asunto, ¿verdad, William?, ¿cierto, Franz?

En la representación de la contingencia que vivimos, tenemos la impresión de estar, si no en el mismo escenario, muy cerca de él, tanto que podríamos participar, junto a sus protagonistas, con nuestras opiniones, digitalizadas desde la base del espejillo propio. Incluso se nos permite denostar y aun proferir insultos contra el Señor, sus cortesanos y servidores, sean o no intelectuales, sin que desde el Castillo alguien nos contradiga o sancione. No es necesaria la represión mientras no haya amenaza concreta; ese otro precepto aquilatado por el Señor.

Libertad de opinión y pensamiento, ¡oh maravilla!

Recibiremos críticas e improperios de otros villanos (hoy ciudadanos con derecho a sufragio), que acatan, repiten y justifican las voces instructivas proclamadas desde las almenas. No obstante, el desahogo implícito en estas repetidas acciones nos provocará una equívoca sensación de libertad, inútil dialéctica, pues no generará alteraciones en las bases del Poder ni los muros del Castillo sufrirán menoscabo alguno.

Hace un tiempo, el Consejero Uno dijo al Señor:

-Tenemos un problema en ciernes… En los espejos individuales que hemos repartido está contenido casi todo el saber de los tiempos; es un arma peligrosísima en manos de la plebe; la enciclopedia de la Ilustración disponible para ocho mil millones de criaturas. Ni qué decir de intelectuales y artistas, una elite de alto riesgo, disconforme por antonomasia.

Intervino, solícito, el Consejero Dos:

-Señor, no creo que eso constituya un problema, pues al pueblo le tiene sin cuidado el acceso al conocimiento… Acuérdese del sueño y del propósito de Rousseau. Los reyes temieron el efecto que provocaría en las masas. No fue así, salvo en algunos pensadores, líderes y tribunos, a la postre derrotados y escarnecidos por la plebe, que vuelve, cuando todo se aquieta, a buscarle a usted para que la conforte.

-¿Y los intelectuales, los artistas, los filósofos de hoy? –inquirió el Señor.

–Me preocupan, sobre todo, los poetas y escritores.

El Consejero Dos se adelantó al Consejero Uno, que iniciaba el gesto de hablar… (Ambos se disputaban, al igual que algunos escribas, el beneplácito de Su Señor).

-Los intelectuales opinantes son los más veleidosos y débiles ante las tentaciones del reino de este mundo. Baste que encantemos a unos pocos, dándoles vocerías y pregones desde el Castillo. Bailarán y cantarán para nosotros en la torre, por unas cuantas monedas.

-A estos les nombraremos, entonces, cortesanos ilustres, otorgándoles distinciones; el resto rechinará de envidia e impotencia, esperando por futuros galardones… Es parte medular del espíritu de competencia -concluyó el Señor, complacido ante los buenos consejos.

-Tienes razón, Consejero Dos, aunque los humanos tuvieran bajo las narices la biblioteca infinita que soñó el idealista Borges, no accederían a ella, porque así como tienen miedo a la libertad, rechazan el conocimiento, pues no existe pavor más grande que enfrentar la propia verdad desnuda.

-Les basta comer, copular y divertirse –irrumpió el Consejero Uno, deseoso de quedar con las últimas palabras. -Son la inmensa mayoría, los “digestivos”, como los describió Ramón Sender, en Crónica del Alba; nuestros acólitos y fieles aliados.

-Nos queda el problema de la Divinidad –dijo el Consejero Dos.

-Ya fue resuelto hace tiempo –acotó el Consejero Uno -¿O acaso no has leído a Walter Benjamin?

-Estamos salvados –agregó el Señor, levantándose de su cátedra, y el fulgor de su sonrisa se replicó, como súbita tormenta, en la infinitud brillante de todos los espejos.

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