por Felipe Retamal
Todo comenzó por el sonido. La campanilla del teléfono chilló en la oficina del mánager Steve O’Rourke. Del otro lado de la línea, sonó la voz suave pero firme de un joven enclenque y lampiño. Era cineasta, le dijo, se llamaba Adrien Maben y quería hacer una película con Pink Floyd. Por algunas minutos, como un inversionista que ofrece sus chucherías importadas, le habló de “un matrimonio de arte y la música”. Quedaron de verse. Conversaron tazas de café en un par de ocasiones. “Lo pensarían”, prometió el agente.
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