Hay condenas que no son judiciales, ni se asimilan a estudiar ética o a la detención domiciliaria. Hay una que no admite reducciones de pena, ni libertad bajo fianza: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!» (Génesis 3:19). Bien dice el refranero castellano: «El que trabaja en la fruta, ni vive ni disfruta.» Un texto -fresco como melón tuna- de Daniel Pizarro…
POLITIKA
El aviario
por Daniel Pizarro
Peso frutas, peso verduras. Peso verduras y frutas, todo el día. Trabajo en un supermercado, se comprende. En eso estoy desde que jubilé. Peso las frutas y peso verduras. De momento alguien tiene que hacerlo, hasta que las señoras –estas señoras– aprendan a pesarlas por su cuenta. Debo enseñarles a pesar. Pero el día en que aprendan mi trabajo se volverá superfluo y tal vez no habrá lugar para mí en el supermercado. Por lo tanto no les enseño nada, sino que me muestro de lo más amable con estas señoras que se creen dueñas del supermercado y avanzan con sus carros repletos de mercadería sin pedir permiso a nadie, esperando que los demás se aparten porque ahí vienen ellas, estas señoras. Señora ¿cómo está?, las saludo, ¿cómo amaneció hoy? Por favor, permítame. Y cojo la bolsa con frutas y verduras y la coloco sobre la balanza electrónica, y pego la etiqueta del precio sin darles posibilidad de que lo hagan por sí solas. Pues se trata de que no aprendan nada, ya se dijo. Y algunos días siento verdadero alivio de ver cómo ni siquiera desean aprender, pues están acostumbradas a que las sirvan y a que los demás se hagan a un lado. Costumbres de toda la vida, nada ni nadie las hará cambiar, me digo, esperanzado.
Sin embargo, no faltan los que desean aprender y me miran con desprecio cuando ofrezco mis servicios, como si me dijeran “¿Crees que soy idiota?”, “¿Me consideras incapaz de hacerlo?”. Entonces no me atrevo a pesar la fruta ni la verdura. Buscan el producto en la pantalla, presionan sobre la imagen e imprimen la etiqueta. La pegan en la bolsa y se van.
Me siento totalmente inútil. El final está acerca, me digo entre dientes.
Una vez nos visitó el dueño del supermercado. Todavía recuerdo la fecha. Un hombre mayor, más viejo que yo pero bastante más enérgico. Dueño de varias cadenas de supermercados, dueño de grandes tiendas comerciales, dueño de malls y del edificio más alto del país. Su mujer es menor que mis hijas. Pronto será padre otra vez. Ese hijo sólo lo recordará por su herencia. ¿Qué será mejor?, me pregunto al pensar en ello. ¿Cómo quiero que me recuerden? Cuando entró en el supermercado la voz corrió por los pasillos. El mundo se paralizó. Si Dios nos visitara no imagino algo distinto: cada cual tratando de desempeñar su papel lo mejor posible, un esfuerzo demoledor si lo sostuviéramos a cada instante. Pero así estábamos entonces, dando lo mejor de nosotros en el supermercado. Por su visita, ya se dijo.
Y sucedió lo que más me temía. Un supervisor lo trajo hasta mi puesto. Este es Juan y bla bla bla. Un pensionado y bla bla bla. El plan de reinserción laboral. Para la tercera edad, y bla bla bla. Sentí terror. Le informó que me encontraba capacitando a los clientes para que se atendieran por sí mismos en la balanza electrónica. “¡Le dieron un revólver para pegarse un tiro! ¡Ofrezcan algo más al pobre Juan!”. Eso dijo. Juan soy yo. Años que nada me intimidaba así. Hasta su magnanimidad metía miedo. Tomó unas manzanas fuji, las echó una bolsa y me las trajo. “¿Cómo se hace?”. “Don H, usted coloca el producto en el platillo y selecciona la imagen en la pantalla”. “No la encuentro”, dijo. “La segunda pantalla, en la M, ¿ve?”. Le enseñé el botón para pasar a la pantalla siguiente. Al despedirse volvió a insistir con el supervisor: “Búsquenle algo a Juan, por Dios”.
*
Peso la fruta, peso verdura. Puedo reconocer el producto con sólo palpar su cáscara o sus hojas. Puedo estimar su peso con bastante exactitud. Uno aprende cosas inesperadas. Es lo triste. Seguir aprendiendo hasta el último instante de la vida. La inminencia de la muerte, por ejemplo. Saber cómo se siente. Partiremos al debe de este mundo, castigados por nuestra infinita imperfección. También al señor H le sucederá, aun cuando parezca un dios. Es lo triste, digo.
Pero hay otra clase de personas, por supuesto… Este señor, A. No recuerdo su apellido. Un hombre de edad media. Tiene la costumbre de conversar un rato conmigo. ¿Se aburre en casa? ¿Le doy pena? Primero toma café a unos metros, en la cafetería ubicada al centro del supermercado donde los carros de las señoras bloquean el acceso. Me saluda desde lejos y sé que vendrá en minutos. Le sobra el tiempo y la holgura ya modeló su rostro. Algo indefinible. ¿Cómo está, don Juan?, me saluda con una sonrisa leve. Compartimos trivialidades.
Hasta el otro día. Pues uno siempre encuentra sorpresas y no deja de aprender hasta el final, qué lástima. “Usted y yo somos indigentes, ¿sabía?”, me dijo. Pensé responder: “De acuerdo, pero yo soy mucho más indigente que usted. Sólo que usted extravió su lupa para mirar de cerca”. Pero me quedé en silencio, pues peso la fruta y peso verduras. “Cómo cerrar la boca” fue la primera lección que aprendí en este supermercado. Así que puse mi bien aprendida cara de interés.
Me habló de un hermano suyo que vivía en otro mundo. Una dimensión inaccesible para nosotros, los indigentes. Todo es relativo, dijo, como si habláramos de Einstein. Me contó que el fin de semana había conocido su nueva casa de veraneo en un lugar llamado Brisas de Santo Domingo. Lo dijo como si yo jamás hubiese oído del lugar, a causa de mi indigencia. Pero yo sí había andado por ahí hace cincuenta años o más. No soy tan indigente como parezco, pensé decirle. Pero callé, se entiende. Estuve un verano, quizás dos, cuando uno todavía podía ir a esos balnearios exclusivos sin que te tomaran por un desertor de la servidumbre. O tal vez sí, pero al menos te dejaban pasar. O tal vez no. No estoy seguro. Pero lo conocía: arena fina, cenicienta; mar oscuro y frío; mucho viento, grandes rocas: granito mosca.
Su hermano compró al contado una casa por mil millones de pesos. “¿Se lo puede imaginar?”, me preguntó, como si la indigencia me lo impidiera. Negué con la cabeza, por supuesto, compenetrado de mi papel. La fruta esperaba sobre la balanza. Duraznos conserveros. La casa de su hermano formaba parte de un condominio de viviendas distribuidas alrededor de un campo de golf en un terreno alto con vista al mar. El mar oscuro y cinerario que yo recordaba aún.
Para que me hiciese una idea, dijo, ese hermano suyo ganaba el sueldo de un futbolista de primera clase en Europa. Era abogado de un bufete internacional. Había sido el mejor alumno de su promoción en el colegio, el mejor de su promoción en la universidad, y luego había estudiado en Oxford, donde creo que también fue el mejor. El mundo es extraordinariamente justo, podría haber dicho yo, pero podía sonar a broma. Me callé, nuevamente. Peso la fruta y peso verdura. Lo repetiré como una penitencia.
En ese mundo insospechado su hermano era, sin embargo, un aprendiz de rico al lado del propietario de esos terrenos, dueño además de una inmobiliaria con la que había hecho grandes negocios. Aquí podría haber replicado, volviendo a la relatividad de las cosas, que la fortuna de su hermano y la del dueño del condominio eran un chiste al lado del patrimonio del viejo H, que dio instrucciones para reubicarme en el supermercado. Pero adivinen: cerré la boca.
Después de pasearme un rato por la riqueza ajena me llevó por fin al asunto que le interesaba. Durante la visita conoció un parque que pertenecía al dueño de los terrenos. Había invertido en esa reserva para preservar un humedal, la flora y la fauna de su ecosistema. Con dinero, con mucho dinero, se pueden desarrollar grandes iniciativas. Algo así me dijo.
Lo que más lo impresionó fue el aviario, dos hectáreas boscosas en medio del parque cubiertas de mallas donde convivían aves locales con otras exóticas. El faisán venerado, los loros eclécticos, los mirlos metálicos. Y otras más, dijo, enseñándome un folleto con las imágenes. Eran realmente extrañas las aves, pero más raros y sugerentes me parecieron sus nombres. Luego me hizo saber que la entrada valía sólo seis mil pesos, como si la octava maravilla se encontrara botada a la vuelta y yo me la estuviera perdiendo.
Sigo aquí, todavía, junto a la balanza, con un delantal verde oscuro y un sombrerito del mismo color tipo marinero o albañil. Olvidé decirlo antes. Los días pasan y secuestran el tiempo. No lo devuelven por ninguna recompensa. Veo a las señoras empujando sus carros y vuelvo a entender que no desean aprender nada más, absolutamente nada. Pero todo es cuestión de tiempo, me digo a veces, preguntándome si algún día volverá el señor H a visitarnos. Estos pensamientos me cruzan como nubes pasajeras, efímeras. Entretanto, el señor A me saluda desde la cafetería con su sonrisa auténtica. Lo estoy viendo ahora, en estos momentos. ¿Quién más se me acercará hoy? ¿A quién más podría esperar detrás de la balanza? Se me cierran los párpados, de vez en cuando. Un faisán venerado me mira a los ojos, me inquiere: “¿Por dónde es la salida?”. Creo que lo sabe todo sobre mí, creo que los otros son nuestra policía secreta. Se trata de un sueño, no hay duda. Arriba, en una esquina de la estructura de acero que soporta el techo, desde hace días hay una paloma atrapada. Eso debe ser, me digo. También me canso. Peso la fruta, peso verduras. Estoy jubilado. ¿Ya lo dije?