Patricio Lópe
DIARIO UNIVERSIDAD DE CHILE Lunes 9 de septiembre 2019
Como ya lo había adelantado El Mercurio el fin de semana con una entrevista al abogado allegado al Gobierno, Gastón Gómez, el Ejecutivo ha advertido indicaciones inconstitucionales en varios proyectos de ley. En el diario de esta mañana se es más preciso: se trata de 17 iniciativas que actualmente se están discutiendo en el Parlamento en los cuales se estima que una vez despachados se podría ir al Tribunal Constitucional. Algunas de ellas son, por cierto, el proyecto de ley de reducción de la jornada laboral a 40 horas y la anulación de la ley de Pesca.
El itinerario mediático nos indica que La Moneda ha elegido a El Mercurio, con todas las connotaciones que eso tiene, como el escenario en el cual desplegar su propósito.
Más allá de que por supuesto las leyes de la República deben adecuarse a la Constitución y que es rol del Gobierno velar por ello, esta arremetida comunicacional obedece a una decisión política de tratar de derribar ciertas iniciativas a pesar de que el Congreso, en tanto órgano representativo de las mayorías y minorías del país, las apruebe. Porque, seamos sinceros: nadie arremete contra la constitucionalidad de un proyecto si es que primero no está en desacuerdo con su contenido. Y el Gobierno está en contra de la reducción de la jornada laboral y de la anulación de la Ley de Pesca, tal como está en contra del royalty minero por la explotación del cobre y el litio, de la evitación de la integración vertical de laboratorios y farmacias y del proyecto de muerte digna, que son algunas de las otras iniciativas sobre los cuales se ha determinado su eventual inconstitucionalidad.
Adicionalmente, en prácticamente todos los proyectos de ley impugnados la opinión del Gobierno es minoritaria e impopular. Ante esa derrota argumental, decide trasladar el tema a otro órgano para que zanje las situaciones.
Inevitablemente, la decisión del Gobierno que seguramente marcará la semana política remite al rol que ha adquirido el Tribunal Constitucional en la sociedad chilena que, como se ha dicho hasta el hartazgo, parece haberse convertido en una tercera cámara no elegida democráticamente y en donde un grupo de personas relativamente desconocidas para el gran público tienen el poder de derribar leyes construidas en el espacio representativo por excelencia, que es el Parlamento.
Aquello es precisamente lo que ha sucedido con el Tribunal Constitucional: además de su rol inicial, ha ido acrecentado sus espacios de acción con el tiempo y, de pronto, sin que nos demos cuenta, esta institución ha comenzado a interferir de manera sistemática en las decisiones democráticas. Y peor aún, sin que al menos algunos de sus integrantes sean expertos constitucionalistas.
Este debate es inseparable de aquel otro donde se pone en cuestión si la asimetría de poderes entre el presidente de la República y el Congreso Nacional es saludable para el país. Ciertamente, estamos en un momento donde algunas de las dinámicas se explican por el “gallito” entre ambos poderes del Estado, con un congreso donde la oposición mayoritaria trata de usar sus reducidas atribuciones para construir agendas y ritmos legislativos distintos a los que desearía el Gobierno. Ésta es una situación que no ocurriría en un régimen parlamentario, idea que algunos dirigentes y expertos han planteado pero que nunca ha avanzado por la supuesta tradición presidencialista del sistema político chileno.
Más allá de la dimensión coyuntural de este debate, la situación parece una buena oportunidad para debatir sobre el rol de estas instituciones de la República y sobre el modo en que contribuyen -o no- a la profundización democrática. Un asunto, en todo caso, donde hasta ahora hemos visto una falta de voluntad política transversal.