Pepe Gutiérrez-Álvarez
Nunca he tenido problemas de identidad nacional. Sí la patria de uno es la infancia, la mía es claramente andaluza, la tierra de mi gente más próxima. Aprendí a estimarla oyendo a los jornaleros que maldecían a los señoritos, una palabra que me produce náuseas. Denigrada por el folklorismo tan del gusto del régimen, aprendí que existía otra Andalucía, la de Machado, Picasso, García Lorca, los aceituneros de Jaén y la que tuvo que emigrar porque mataron a los que lucharon por la tierra y la libertad. Nunca he tenido problemas con la España de la gente trabajadora, la del exilio y la que trataba de acabar con la maldición de una oligarquía infame que saco rédito del miedo a libertad…
Tampoco los tuve en Catalunya donde fui adoptado por los veteranos de la República en aquellas fábricas de las horas extras y el destajo. Nací de nuevo con mis maletas cuando llegué a Barcelona para conectar con una resistencia que me llegaba con las “batalletas” de la guerra, del maquis.
En la misma medida en que trataba de explicarme Andalucía y España, aprendí a odiar a los mismos señores que en Catalunya formaron parte del Vichy colaboracionista. Con el tiempo, tuve que aprender a laborar un cierto antídoto para domesticar mi odio hacia el franquismo y sus cómplices. En parte porque el marxismo me enseñaba con Hegel que todo lo real es racional, y todo lo racional es real. Se trataba de no perder el hilo del análisis de los hechos para conformar lo más seriamente posible una apuesta alternativa.
Una apuesta que se quedó a mitad de camino en el 78, de un nuevo tiempo de promesas en las que nunca creí. A los que se decían reformistas les respondí que esta era una palabra envilecida, reapropiada por la oligarquía para aplicarla al desmantelamiento de las conquistas sociales y democráticas logradas contra el franquismo, cuando la patronal fue feliz hasta que la sonrisa se le congeló con una avalancha de huelgas y manifestaciones como nunca se habían imaginado.
Tengo que reconocerles que supieron entrar con la nuestra –las libertades, los derechos-. Para salirse con las suyas: con una democracia en la que la izquierda no podía aplicar su programa, y en la que las diferencias sociales se fueron nuevamente ampliando. Se habían permitido imponer “reformas” que, ahora en nombre de Europa donde antes decían España, que fueron prólogos de las que ahora está urdiendo cuando les ha saltado lo de Catalunya.
No he tenido problema en reconocer la exigencia de autodeterminación ya la izquierda realmente existente también había archivado el federalismo. Apuesto por una Catalunya independiente, con una sociedad civil culta y asociada, claramente sensible ante las consecuencia de la crisis. Pienso que lo han convertido en el único camino transitable para un mañana podamos hablar de República, de pueblos federados según los principios de libertad e igualdad. O sea, de espaldas a una oligarquía que representa cabalmente el mal social.
No será fácil, no solamente porque hay una España que desprecia lo que ignora, también porque aquí aún no se ha enterrado del todo el cadáver del pujolismo.