Un histórico divorcio
Mientras las cúpulas políticas buscan blindar su impunidad, crece en Guatemala un movimiento popular rico y diverso que exige un fin a la corrupción y la dimisión del presidente, Jimmy Morales. Una multiplicación de manifestaciones, el asedio al Congreso nacional y un paro general que llevó a un cuarto de millón de guatemaltecos a las calles capitalinas han marcado un quiebre en un país donde las atrocidades de la maquinaria contrainsurgente habían generado una sociedad civil habitualmente temerosa, desconfiada.
Roberto García *
Brecha, 13-10-2017
El pasado 25 de agosto el presidente de Guatemala, Jimmy Morales, viajó a Nueva York para entrevistarse con el secretario general de la Onu, Antonio Guterres. Oficialmente, el mandatario parecía interesado en tratar con él temas relativos a la actual situación en los países del triángulo norte de Centroamérica, su impacto entre los migrantes y el flujo de refugiados que generan problemas de “seguridad”. Sin embargo, las preocupaciones de Morales eran de índole doméstica y sobre todo particulares: deseaba evitar ser investigado por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), una entidad que actúa desde hace una década en el país a raíz de un acuerdo entre Guatemala y la Onu. Según ha trascendido, las pruebas de la Cicig eran tan contundentes como las que habían propiciado la destitución del anterior presidente, Otto Pérez Molina, y su vice, Rossana Baldetti, dos años atrás. Desde entonces estos últimos se hallan en prisión por un grave delito de defraudación tributaria sistemática al Estado guatemalteco.
Por el momento, el caso de Morales difiere de los anteriores: solamente es acusado de recibir “financiamiento electoral ilícito” proveniente de “aportes anónimos” que no declaró y ocultó a las autoridades electorales durante su última campaña por la presidencia. En Centroamérica ese tipo de aportaciones suelen estar estrechamente vinculadas al narcotráfico, y Morales, en su calidad de secretario general del ignoto y novato partido político que lo llevó al poder, el Frente de Convergencia Nacional (Fcn), debió haber procedido respetando la legislación vigente. La situación legal del hijo y del hermano de Morales también es comprometida, aunque en sus casos sólo se trate de haber simulado compras desde el Estado a restaurantes que en realidad no proveían los alimentos que constaban en los contratos. La cifra por otra parte es irrisoria: tan sólo 36 mil dólares.
Impunidad a toda costa
En ese contexto y apenas regresado de Estados Unidos, en un breve video Morales procedió a comunicar oficialmente que declaraba non grato al jefe de la Cicig en Guatemala, el colombiano Iván Velásquez. Significaba, entre otras cosas, que este último disponía de un breve plazo para abandonar el país. Para proceder en esos términos el presidente guatemalteco debió prescindir de su canciller, quien no estaba de acuerdo, nombrando en su lugar a la viceministra, Sandra Jovel (que es acusada de falsificación de documentos para proceder ilícitamente a la adopción de un bebé).
El procurador de Derechos Humanos impuso rápidamente un recurso de amparo ante la Corte de Constitucionalidad, y los magistrados de ésta, también con premura, advirtieron la “ilegalidad” en cuanto a la forma del decreto emitido por Morales, procediendo a la “suspensión definitiva” de la orden de expulsión del comisionado Velásquez. Morales, necesitado de apoyos, los encontró. En un twit, el ex presidente de Colombia Álvaro Uribe acusó a su compatriota de entrometerse en los asuntos internos de Guatemala. A nivel doméstico, las cámaras empresariales, los ganaderos y el ejército –fundamentalmente la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala– han secundado el accionar presidencial. Junto a ellos actuó el Congreso, que mediante un procedimiento legislativo de urgencia desoyó el pedido de la Cicig y “blindó” al presidente Morales para evitar que sea investigado. Pero eso no era todo: el pacto de impunidad que apuraban los diputados debía incluir también su propia salvación, ya que por lo menos 40 de ellos están siendo investigados por diversas causas criminales. En razón de esto, aprobaron leyes de “urgencia nacional” para evitar que los secretarios generales de los partidos fueran procesados. Como remate, la Cámara también trató y aprobó por 107 votos contra 13 otra moción para que las penas de prisión derivadas del financiamiento ilícito puedan evitarse mediante el pago de fianza, algo que los involucrados en ese tipo de delitos pueden fácilmente sufragar.
Inmediatamente, seis acciones de amparo llegaron a la Corte de Constitucionalidad, que entendió que las reformas al Código Penal no sólo significaban una intromisión de los diputados sino también que constituían una “seria amenaza” de “daños irreparables” al sistema de justicia. Por unanimidad, procedió entonces a suspender el trámite de refrendación de las medidas adoptadas por el Congreso.
Respuesta popular
Siguieron momentos de rabia e indignación que encontraron rápida y masiva expresión en una manifestación de más de 20 mil personas que espontáneamente rodearon el recinto parlamentario impidiendo que los diputados salieran del lugar. Fueron nueve horas de tensión que se disiparon una vez avanzada la noche y mediando la represión policial.
Pese a que varios representantes dijeron sentirse satisfechos con las leyes y denostaron a los manifestantes –eran “20 twiteros”, dijeron algunos–, el rigor popular y la acción de la Corte no habían sido en vano: hubo voces de arrepentimiento y pedidos de disculpas ante el proceder del colectivo, archivándose la reforma al Código Penal. De todas formas, desde entonces el clamor popular creció incesantemente, acicateado por otras revelaciones sobre hechos no menos impúdicos que los anteriores. Merecen destacarse tres de ellos. El primero, que el presidente Morales –el mejor pago de todos los gobernantes latinoamericanos– recibía de manera encubierta un sobresueldo de 7 mil dólares mensuales que le pagaba directamente el Ejército. Segundo, se publicaron audios comprometedores en los que el ministro de Finanzas –un asesor muy cercano al mandatario–, durante una reunión con diplomáticos y empresarios acaecida semanas antes de que estallara abiertamente el conflicto, manifestaba estar al tanto de un “pacto” entre cúpulas políticas para evitar los procesos judiciales. El ministro, según las grabaciones, sólo tenía un matiz de discrepancia con el presidente: no quería que las medidas de impunidad se aprobasen con prisa y “a lo pirata”. Tercero, el vicepresidente aseguró a inicios de setiembre que Guatemala estaba preparada para recibir a las decenas de miles de inmigrantes guatemaltecos que están siendo deportados desde Estados Unidos, y dio a entender que no comprendía las razones por las cuales se habían autoexiliado de su país: sobrevoló en su explicación el factor turístico.
En la ONU
El despropósito y la falta de tino en todas esas arriesgadas decisiones no sorprenden, al fin y al cabo el presidente proviene del mundo del espectáculo: saltó a la fama como comediante de televisión. El 19 de setiembre desplegó con notable habilidad sus dotes actorales en su discurso ante la Asamblea General de la Onu. Más allá de que el cónclave estaba prácticamente vacío cuando compareció, memorizó un estudiado guión de 17 minutos según el cual el gobierno guatemalteco “está comprometido plenamente en la lucha contra la corrupción y la impunidad”, con el cuidado de los “recursos naturales”, con la necesidad de “garantizar la seguridad alimentaria” y “elevar las condiciones de las personas más vulnerables”. Morales aseguró que –en un país donde la pobreza afecta a más de la mitad de la población y ha ido en aumento en la última década– “se está trabajando arduamente en la estrategia nacional para la prevención de la desnutrición crónica”.
Luego pasó al tráfico de drogas, que él se propone “acabar” de “una vez por todas”, y mostró similar convencimiento al destacar el “firme compromiso” de Guatemala con la Alianza para la Prosperidad que impulsa Estados Unidos para “fomentar la seguridad” en esa zona del mundo. No podía faltar, a renglón seguido, la “grave preocupación” por Venezuela: denunció la “ruptura del orden democrático”, la “violación de los derechos humanos”, la “falta de garantías” y “los continuos actos de violencia y persecución”.
Morales también aprovechó la ocasión para dejar sentada su opinión sobre sus problemas con la justicia de su país, y en particular con la Cicig. Apeló en este caso a la historia. Según su versión, el comisionado de la Onu actuaba en Guatemala por “nuestra iniciativa” y su instalación se debía a los Acuerdos de Paz de 1996, alcanzados tras un “conflicto interno” que, de acuerdo a la visión de quienes escribieron el libreto de Morales, encontraba sus raíces en una “polarización ideológica internacional” que a su vez era el “producto de doctrinas políticas ajenas a nosotros”. Más preocupantes que esta lectura en clave de Guerra Fría, fueron sus palabras finales. El mandatario envió un “mensaje de unidad”, porque “estamos viviendo un momento de polarización que no conviene, ni nos llevará a un lugar seguro”, advirtió. Lo que no “convenía” a Morales y a lo que se refería fue lo que sucedería al día siguiente en Guatemala. El centro capitalino fue pacíficamente desbordado por 250 mil almas, en una jornada de paro nacional para exigir la renuncia del presidente y la destitución de los diputados que le aseguraron su impunidad. Numerosas manifestaciones similares tuvieron lugar paralelamente en varios departamentos del país. En dicha repulsa convivieron una diversidad de fuerzas y movimientos sociales que incluyeron a comunidades indígenas, sectores medios capitalinos y a la asociación de estudiantes universitarios, apoyada oficialmente por el rector de la universidad pública.
Más allá de Jimmy
Los protagonistas visibles y ocultos de la situación que atraviesa el país de la “eterna primavera” deben colocarse en un contexto histórico más amplio. Desde esa perspectiva, poco importante es Morales, una figura meramente decorativa arribada al poder rápidamente tras el procesamiento del binomio presidencial anterior. En apariencia –se interpretó–, el actor podría evitar, con cierto carisma, la prolongación de las masivas manifestaciones populares de 2015 que presagiaban un desborde popular de mayores y más graves consecuencias. Sí interesa colocar sobre la mesa de análisis que los apoyos principales del mandatario provienen de quienes lo financiaron y construyeron como candidato: los militares contrainsurgentes guatemaltecos y las cámaras empresariales, secundadas por los canales privados de televisión.
Esta realidad está íntimamente relacionada al proceso de conformación de los estados centroamericanos, cuyo origen se remonta a mediados del siglo XIX, cuando fueron construidos y consolidados posteriormente de manera piramidal, sobre bases que suponían, como han escrito varios historiadores, “maximizar ganancias y socializar pérdidas”. Es que la dominación ejercida por las elites incluía una radical desigualdad y falta de solidaridad de su parte hacia el resto de la población. En Guatemala hubo un agravante particular: esas elites siempre fueron racistas, y como parte del andamiaje dejaron históricamente fuera del acceso a los recursos del Estado a la población indígena, que en el país es mayoritaria. Tradicionalmente los indígenas constituyeron la mejor y más económica mano de obra: su labor no era remunerada y una parte del año debían trabajar en las obras públicas so pena de ser considerados “vagos” por el Estado. Aquí entra en juego un factor que también forma parte de esos estados “débiles” para bregar por los derechos de las grandes mayorías, pero crudamente “fuertes” si de reprimir se trata: las fuerzas armadas. Como ha escrito el historiador costarricense Víctor Hugo Acuña, uno de los más lúcidos estudiosos de estos procesos, “los estados centroamericanos han prohijado y se han beneficiado del autoritarismo que permea toda la vida social”.
La impunidad que buscaba el organismo legislativo guatemalteco es la manifestación actual, pero siempre presente, de un poder estatal ajeno al padecimiento de una sociedad civil habitualmente temerosa, desconfiada. Y en Guatemala hay sobradas razones para esto último. La maquinaria contrainsurgente guatemalteca, cuya intencionalidad estatal hoy resulta evidente al conocerse varios documentos oficiales, supuso una acentuada cultura de anticomunismo que ambientó los crímenes más masivos y horrendos de toda la Guerra Fría latinoamericana: fue allí donde se “inventó” la de-saparición forzada masiva. Que el Congreso guatemalteco haya sido sitiado por una multitudinaria manifestación espontánea de sectores civiles representa por eso un divorcio histórico.
Rebeldía histórica
No todo ha sido tiranía en la tierra del quetzal: la rebeldía ha signado su historia. Los “motines de indios” que resistieron la conquista en el siglo XVI fueron intensos hasta el último tercio del siglo XIX, cuando los ejércitos fueron profesionalizados y aseguraron el “orden” desigual que se reseñó. Pero esa Guatemala tan sólo en apariencia distante posee un ejemplo revolucionario radical que marcó el devenir de la Guerra Fría y de las relaciones de América Latina con Estados Unidos. Aquella breve pero intensa experiencia de diez años –de 1944 a 1954–, conocida como la “primavera democrática”, podría ser recuperada por las nuevas generaciones de guatemaltecos. En las administraciones de quienes fueron sus presidentes, Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz, hay una referencia excepcional a imitar: en esos años los esfuerzos estatales no estuvieron dirigidos a reprimir salvajemente a la mayoría de sus habitantes. Todo lo contrario, fue una oportunidad única en la que el Estado jugó un rol decisivo para promover el cambio y bregar por la justicia social. Los gobernantes de ese entonces emplearon sistemáticamente las fuerzas del Estado para promover los grandes intereses de la nación, para reconocerle al guatemalteco su condición de ser humano y de trabajador objeto de derechos, incorporando la rica diversidad étnica del país. Guatemala vibraba entonces de fervor revolucionario, sus habitantes se sentían parte de un proyecto colectivo junto a dirigentes políticos que eran sus interlocutores.
El paro nacional del 20 de setiembre, el rol activo de la universidad, la recuperación de la asociación estudiantil y las sucesivas muestras de rechazo ciudadano a lo largo y ancho del país evidencian un hastío.
A nivel internacional la atención que ha recibido la situación actual en Guatemala ha sido limitada. En cuanto a la Oea, las permanentes consignas del secretario general han estado prácticamente ausentes con respecto a este país: fueron dos escuetos twits. Y aunque el recién llegado embajador estadounidense apoyó pública y personalmente al comisionado Velásquez, es pesada la herencia de Estados Unidos. Dos ejemplos: el involucramiento de médicos estadounidenses que probaron en guatemaltecos las reacciones que producían ciertas vacunas, y el golpe ejecutado por la Cia en 1954 para devolver las tierras expropiadas a la United Fruit, abortando la que fue su única experiencia democrática exitosa.
Urgentemente, Guatemala necesita la solidaridad latinoamericana. Aunque aparentemente lejana, quizás sea propicio recordar la breve misiva que Ernesto Guevara –quien forjó definitivamente su espíritu revolucionario en Guatemala– le escribió a sus hijos antes de partir a la que sería su última experiencia internacionalista: “sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”.
* Doctor en historia. Profesor de la Udelar (Universidad de la República). Coeditor junto a Arturo Taracena de La Guerra Fría y el anticomunismo en Centroamérica (Flacso, 2017).