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1ero de Mayo. Los mártires de Chicago

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1 Mayo. Los mártires de Chicago.

«Chicago está llena de fábricas. Hay fábricas hasta en pleno centro de la ciudad, en torno al edificio más alto del mundo. Chicago está llena de fábricas, Chicago está llena de obreros.

Al llegar al barrio de Heymarket, pido a mis amigos que me muestren el lugar donde fueron ahorcados, en 1886, aquellos obreros que el mundo entero saluda cada primero de mayo.
– Ha de ser por aquí -me dicen. Pero nadie sabe.

Ninguna estatua le ha erigido en memoria de los mártires de Chicago en la ciudad de Chicago. Ni estatua, ni monolito, ni placa de bronce, ni nada.
El primero de mayo es el único día verdaderamente universal de la humanidad entera, el único día donde coinciden todas las historias y todas las geografías, todas las lenguas y las religiones y las culturas del mundo; pero en los Estados Unidos, el primero de mayo es un día cualquiera. Ese día, la gente trabaja normalmente, y nadie, o casi nadie, recuerda que los derechos de la clase obrera no han brotado de la oreja de una cabra, ni de la mano de Dios o del amo.

Tras la inútil exploración de Heymarket, mis amigos me llevan a conocer la mejor librería de la ciudad. Y allí, por pura curiosidad, por pura casualidad, descubro un viejo cartel que está como esperándome, metido entre muchos otros carteles de cine y música rock.

El cartel reproduce un proverbio del África: Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador.»

Por EDUARDO GALEANO (Uruguay)

Primero de mayo. Las últimas horas de «Los mártires de Chicago» según la crónica de José Martí.

 
 
[Nota de edición: esta entrada es una actualización de la publicada por nuestro compañero Manuel García el 1 de mayo de 2013]


La sociedad actual sólo vive por medio de la represión, y nosotros hemos aconsejado una revolución social de los trabajadores contra este sistema de fuerza. Si voy a ser ahorcado por mis ideas anarquistas, está bien: mátenme.
(Albert Parsons, muerto en la horca. Fuente)
Qué mejores sospechosos que la plana mayor de los anarquistas. ¡A la horca los brutos asesinos, rufianes rojos comunistas, monstruos sanguinarios, fabricantes de bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la autoridad de nuestra nación, y que en todos estos años no han hecho otra cosa que proclamar doctrinas sediciosas y peligrosas!
(Difundido en la prensa americana de la época. Fuente).
 
 
El artículo-crónica de José Martí sobre «Los mártires de Chicago»
 
Fueron cinco alemanes, dos estadounidenses y un británico. Los conocemos como Los mártires de Chicago. El cubano José Martí nos legó un artículo-crónica de los últimos momentos de estos mártires del movimiento obrero; un documento histórico que merece la pena recordar.
 
Origen y fuente del artículo

Estatua de José Martí en Cuba

Entre los años 1880 y 1890, la notoriedad de José Martí en buena parte de América Latina se incrementó considerablemente. Entre los factores que contribuyeron a esta popularidad de Martí, sin duda uno fue su actividad como articulista y cronista desde Nueva York. Sus escritos eran enviados y publicados en los más importantes periódicos de América Latina.

Uno de estos artículos-crónicas fue el que escribió sobre «Los mártires de Chicago», con el título «Un drama terrible» (Vera Maria Chalmers). Se trata de un texto bastante difundido en Internet. Con motivo de la celebración del Primero de mayo, nos sumamos a su difusión, teniendo en cuenta su carácter de documento histórico. Hemos querido que también estuviese en este blog, por iniciativa de nuestro compañero Manuel García.

La versión que reproducimos es la parte final del extenso artículo, centrado en las últimas horas de los reos. Al acabar facilitamos un enlace en donde se puede leer el texto íntegro.

El artículo, escrito el 13 de noviembre de 1887, fue publicado en el diario argentino La Nación el 1 de enero de 1888 (hoy en día La Nación es un diario conservador, vinculado a la burguesía más rancia de Argentina).

Contextos y recordatorio histórico 
No existe un capitalista que no se haya hecho rico sin chupar la sangre de los trabajadores. Capitalismo es sinónimo de vampirismo social. La vorágine depredadora del capitalismo únicamente ha cedido posiciones cuando las organizaciones de la clase trabajadora han sabido plantear contundentemente la lucha de clases. Jamás la burguesía capitalista ha cedido un centímetro que no fuese por la fuerza.

En EE.UU. (igual que en los demás países industriales), en el s. XIX los trabajadores eran obligados a trabajar por sistema jornadas de 12 ó 14 horas diarias, y en no pocos casos incluso más. Esto no es una exageración: en el primer cuarto del s. XIX, el gobierno se vio obligado a sacar una ley prohibiendo las jornadas de más de 18 horas. Esto motivó que una de las reivindicaciones más importantes del movimiento obrero norteamericano a lo largo del s. XIX, fuese la reducción de la jornada laboral, de forma que nadie tuviese que trabajar más de 8 horas diarias: la célebre consigna de «ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa«. La presión del movimiento sindical -que a lo largo del XIX estuvo liderado sobre todo por el anarquismo-, consiguió que en 1986 el presidente Andrew Johnson promulgase la Ley Ingersoll, estableciendo el máximo de 8 horas en la jornada laboral.

La burguesía boicoteó la aplicación de esta ley, con la complicidad de los políticos y de una prensa que actuaba de portavoz de los intereses de los capitalistas. En los periódicos se podían leer cosas como que la demanda de la jornada laboral de 8 horas era «indignante e irrespetuosa», que era un «delirio de lunáticos poco patriotas», que era «lo mismo que pedir que se pague un salario sin cumplir ninguna hora de trabajo», que «Además de las ocho horas, los trabajadores van a exigir todo lo que puedan sugerir los más locos anarquistas«, etc. (fuente).

La respuesta de la clase obrera al boicot de los capitalista a la ley de las 8 horas, fue la de convocar una histórica huelga a partir del 1º de mayo de 1886. La prensa burguesa se cebó con la convocatoria de huelga, propiciando y calentando al máximo un clima politico propicio a la represión salvaje: «Las huelgas para obligar al cumplimiento de las ocho horas pueden hacer mucho para paralizar nuestra industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad de nuestra nación, pero no lograrán su objetivo» (New York Times); «El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal y se ha vuelto loco de remate: piensa precisamente en estos momentos en iniciar una huelga por el logro del sistema de ocho horas» (Philadelphia Telegram); «Los desfiles callejeros, las banderas rojas, las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos pero engañados, las huelgas y amenazas de violencia, señalan la iniciación del movimiento» (Indianapolis Journal). [Fuente de estas citas]

En lugares como Chicago, donde el movimiento sindical era muy fuerte, la huelga del 1º de mayo se prolongó en los siguientes días. La patronal contestaba con esquiroles, bandas de matones que se enfrentaban violentamente a los trabajadores, y también con una dura represión policial. La tarde del 4 de mayo estaba convocado un acto legal y autorizado de protesta en el parque de Haymarket Square, Pero después de intervenir el alcalde y una vez que se marchó del lugar,a pesar de que la concentración estaba autorizada, el responsable policial (llamado John Bonfield) ordenó cargar brutalmente contra los concentrados con objeto de disolver la concentración. En medio de la refriega, un objeto explosivo fue lanzado contra los policías, matando a uno de ellos. Esto fue contestado abriendo fuego indiscriminado por parte de la policía, matando e hiriendo a docenas de obreros. En los siguientes días la policía se lazó a la caza de los líderes sindicales: centenares de trabajadores fueron detenidos de forma arbitraria y torturados en las comiserías de la policía. Finalmente, la policía seleccionó como chivos expiatorios a 31 anarquistas, acusándolos del «atentado». La causa judicial redujo el grupo de 31 a 8, que fueron sometidos a una farsa de juicio en el que cinco de ellos fueron condenados a muerte. El juicio comenzó en junio de 1886. Las ejecuciones se consumaron el 11 de noviembre de 1887.

Posteriormente, en recuerdo de los «mártires de Chicago» y de la histórica huelga del 1 de mayo con la que comenzó todo, el Primero de mayo se convirtió en el Día Internacional de la clase trabajadora.
  1. Samuel Fielden. Británico, 39 años. Obrero textil. Condenado a cadena perpetua.
  2. Michael Schwab. Alemán, 33 años. Tipógrafo. Condenado a cadena perpetua.
  3. Oscar Neebe. Estadounidense, 36 años. Vendedor. Condenado a 15 años de trabajos forzados).
  4. George Engel. Alemán, 50 años. Tipógrafo. Condenado a morir en la horca.
  5. Adolf Fischer. Alemán, 30 años. Periodista. Condenado a morir en la horca.
  6. Albert Parsons. Estadounidense, 39 años. Periodista. Condenado a morir en la horca. Se probó que tan siquiera estaba en el lugar de los hechos.
  7. August Vincent Theodore Spies. Alemán, 31 años. Periodista. Condenado a morir en la horca.
  8. Louis Lingg. Alemán, 22 años. Carpintero. Condenado a morir en la horca. Se extendió el rumor de que su ejecución podía ser suspendida y la víspera «se suicidó» con dinamita en su celda (!!). Siempre se pensó que fue asesinado por los guardias de la prisión.
Seis años más tarde del asesinato legal de los anarquistas, en 1893, el nuevo gobernador del estado de Illinois, John Atgeld, permitió que se reabriera el caso y revisara todo el proceso. Finalmente, el juez Eberhardt dictaminó que los ahorcados eran inocentes y que no habían cometido crimen alguno. La sentencia establecía que “habían sido víctimas inocentes de un error judicial”Schwab, Fielden y Neebe fueron liberados, pero la revisión del caso no devolvió la vida a sus compañeros. Se demostró que la policía había utilizado pruebas y testimonios falsos, y que incluso se había manipulado el Jurado para conseguir la condena.
Leer más…
La entrada que la versión en castellano de la Wikipedia dedica a los sucesos de Haymarket Square está bastante bien y es un buen resumen (no siempre la Wiki es fiable). Entre la amplísima bibliografía que existe en castellano, seleccionamos un artículo interesante en Revolutionary Worker Online, publicado el 14 de abril de 1986 con el título «De la historia del 1° de Mayo: Haymarket 1886 y el «Elemento Problemàtico» (pulsa en el enlace para leerlo en castellano; se trata del órgano oficial del Revolutionary Communist Party de EE.UU., de tendencia maoísta). En la web antorcha.net encontraréis diferentes artículos de Ricardo Mella y documentos variados sobre el tema. Sobre el artículo de Martí, puede leerse por ejemplo el trabajo de Vera Maria Chalmers, de la Universidade Estadual de Campinas (Brasil).
Blog del viejo topo
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Ejecución de los mártires de Chicago. Grabado de la época. Autor no identificado.
Crónica sobre los Mártires de Chicago:

«Un drama terrible»
José Martí, Nueva York, 13 de noviembre de 1887
Publicado en La Nación, el 1 de enero de 1888
[Fragmento final]
 
Nueva York, Noviembre 13 de 1887
Señor Director de La Nación:
(…)
¿El proceso? Todo lo que va dicho, se pudo probar. Pero no que los ocho anarquistas, acusados del asesinato del policía Degan, hubiesen preparado, ni encubierto siquiera, una conspiración que rematase en su muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por el casquete, a la de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons, contento de su discurso, contemplaba la multitud desde una casa vecina. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba. Que Lingg cargó -con otro hasta un rincón cercano a la plaza el baúl de cuero. Que la noche de los seis muertos del molino acordaron los anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir nuevos ataques, y publicar en el “Arbeiter” la palabra “ruhe”. Que Spies estuvo un instante en el lugar donde se tomó el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y en una u otra casa rimeros de “manuales de guerra revolucionaria”!.
(…)
La prensa entera, de San Francisco a Nueva York, falseando el proceso, pinta a los siete condenados como bestias dañinas, pone todas las mañanas sobre la mesa de almorzar, la imagen de los policías despedazados por la bomba; describe sus hogares desiertos, sus niños rubios como el oro, sus desoladas viudas. (…)
 Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de carceleros y periodistas, mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeteo incesante del telégrafo que el «Sun» de Nueva York tenía establecido en el mismo corredor… por sobre el silencio que encima de todos los ruidos se cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del corredor se levantaba el cadalso.

– «Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide». El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.

(…) Risas, tabacos, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al cadalso un gato… ¡cuando de pronto una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la voz de uno, de estos hombres a quienes se supone fieras humanas, trémula primero, vibrante enseguida, pura luego y serena, como quien ya se siente libre de polvo y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado por el éxtasis, recitaba “El Tejedor” de Henry Keine, como ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:

“Con los ojos secos, lúgubres, ardientes,
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
Maldito el falso Dios que implora en vano
en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador;
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza.
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Rey del poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!»

Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes, estremecidos los escritores y los alcaides, suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar. Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como quien va a emprender el vuelo.

El alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche, para descansar mejor; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.
¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera de alcaidía?«
– “Porque” -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- “creo que mi muerte ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo yo más que a mi vida misma, la causa del trabajador, -¡y porque mi sentencia es parcial, ilegal e injusta!”.
– “¡Pero, Engel, ahora que son las ocho de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos lúgubres del gato, en el rastreo de las voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas, Engel?
– «¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes hubiera querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallado ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella? ¡No, alcaide, no quiero droga; quiero vino de Oporto!»
Y uno sobre otro, se bebe tres vasos…
Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el «Arbeiter Zeitung» el universo dichoso, color de llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja descansar la pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo:
– «¡Oh Patria, raíz de la vida, que aun a los que te niegan por el amor más vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como aire y como luz por mil medios sutiles! «Sí, alcaide -dice Spies-, beberé un vaso de vino del Rin»
Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes todos los concurrentes callan a la vez como ante solemne aparición, prorrumpió iluminada la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de «La Marsellesa» que cantó con la cara vuelta al cielo…
Parsons, a grandes pasos mide el cuarto, tiene delante un auditorio enorme, un auditorio de ángeles que surgen resplandecientes de la bruma, y le ofrecen, para que como astro purificante cruce el mundo, la capa de fuego del profeta Elías: tiende las manos, como para recibir el don, vuélvese hacia la reja como para enseñar a los matadores su triunfo; gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra alborotada al dar contra los labios se le extingue, como en la arena movediza se confunden y perecen las olas.
Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos, que rodeados de lóbregos muros parecían, como el bíblico, vivos en medio de las llamas, cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de la sangre que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que es aquélla la hora!
Salen de sus celdas al pasadizo angosto. «¿Bien? ¡Bien!». Se dan la mano, sonríen, crecen: «Vamos».
El médico les había dado estimulantes. A Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda; les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso, ¡como en un teatro!
Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa; las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza; el de Parsons, orgullo rabioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons; les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas.
Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las carnes: «La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora».
Fischer dice, mientras el vigilante atiende a Engel: «Este es el momento más feliz de mi vida».
«¡Hurra por la anarquía!», dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario las manos amarradas hacia el alcaide. «Hombres y mujeres de mi querida América…», empieza a decir Parsons… Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando.
Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa; Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere; Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como una marejada, y se ahoga; Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea; y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores.
Epílogo
Y dos días después, dos días de escenas terribles en las casas, de desfile constante de amigos llorosos; ante los cadáveres amoratados, de señales de duelo colgadas en miles de puertas bajo una flor de seda roja, de muchedumbres reunidas con respeto para poner a los pies de los ataúdes rosas y guirnaldas. Chicago asombrado vio pasar tras las músicas fúnebres, a las que precedía un soldado loco agitando como desafío un pebellón americano, el ataúd de Spies, oculto bajo las coronas; el de Parsons, negro, escoltado por 14 obreros que llevaban una corona simbólica cada uno; el de Fischer, adornado con guirnaldas de lirio y clavelinas; los de Engel y Lingg (junto de nuevo a sus compañeros), envueltos en banderas rojas. Las viudas y los deudos, de riguroso luto, y encabezando el cortejo un veterano de la guerra civil, con la bandera de los Estados Unidos. 25.000 personas asistieron a las exequias y otras 250.000 flanquearon el recorrido.
Y cuando desde el montículo del cementerio, rodeado de veinticinco mil almas amigas, bajo el cielo sin sol que allí corona, habló el capitán Black, el pálido defensor vestido de negro, con la mano tendida sobre los cadáveres:
– “¿Qué es la verdad -decía, en tal silencio que se oyó gemir a las mujeres dolientes y al concurso –, ¿qué es la verdad que desde que el de Nazareth la trajo al mundo no la conoce el hombre hasta que con sus brazos la levanta y la paga con la muerte? ¡Estos no son felones abominables, sedientos de desorden, sangre y violencia, sino hombres que quisieron la paz, y corazones llenos de ternura, amados por cuantos los conocieron y vieron de cerca el poder y la gloria de sus vidas: su anarquia era el reinado del orden sin la fuerza; su sueño, un mundo nuevo sin miseria y sin esclavitud; su dolor, el de creer que el egoísmo no cederá nunca por la paz a la justicia. ¡Oh cruz de Nazareth, que en estos cadáveres se ha llamado cadalso!”
 
De la tiniebla que a todos envolvía, cuando del estrado de pino iban bajando los cinco ajusticiados a la fosa, salió una voz que se adivinaba ser de barba espesa, y de corazón grave y agriado:
– “¡Yo no vengo a acusar ni a ese verdugo a quien llaman alcaide, ni a la nación que ha estado hoy dando gracias a Dios en sus templos porque han muerto en la horca estos hombres, sino a los trabajadores de Chicago, que han permitido que les asesinen a cinco de sus más nobles amigos!“
 La noche, y la mano del defensor sobre aquel hombro inquieto, dispersaron los concurrentes y los hurras: flores, banderas, muertos y afligidos, perdíanse en la misma negra sombra. Como de olas de mar venía de lejos el ruido de la muchedumbre en vuelta a sus hogares. Y decía el “Arbeiter Zeitung” de la noche, que al entrar en la ciudad recibió el gentío ávido:
– “¡Hemos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos al fin al mundo ordenado conforme a la justicia: seamos sagaces como las serpientes, e inofensivos como las palomas!”
 
José Martí
 
*   *   *
Versión íntegra. En el blog seniales.blogspot.com.es es uno de los muchos sitios que reproducen el artículo entero. Pulsa en el hipervínculo para acceder.
«La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora» 
August Vincent Theodore Spies

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