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SIGNIFICADO DE LA MUERTE DEL ROCK

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por Gustavo Burgos. EL PORTEÑO.

 

“Soy una imagen de piedra. Sícilo me puso aquí,
donde soy por siempre, el símbolo de la evocación eterna”.

Epitafio de Sícilo para Euterpe, año 100 de nuestra era.

La reciente muerte, durante este año, de David Bowie, Prince, hoy de Greg Lake, y pronto no se sabe de quién, ha puesto en los medios de comunicación la cuestión de la muerte del rock, particularmente de la generación dorada de los 60/70, período en que esta forma de música popular adquirió sus más elevadas expresiones. Por una cuestión puramente biológica esta década y la próxima, será aquella en la que morirán Paul Maccartney, Mick Jagger, Pete Townshend, David Gilmour, Bob Dylan y Jimmy Page, por mencionar algunos. Es un hecho que esta generación morirá y que no hay recambio. No se trata solamente de la transformación de la industria discográfica, del desplazamiento de esta industria a la de los recitales en vivo, se trata en realidad de que el rock y su estética de rebelión popular se ha agotado como fenómeno de masas. La imagen de los Beatles aullando Don`t let me down en la azotea, deviene en evanescente.

Este hecho, que puede corroborarse simplemente escuchando la música que bailan hoy los adolescentes en sus fiestas, por su trascendencia, no puede ser observado únicamente como un cambio de modas. El Rock nace en la postguerra, década del 50, y se transforma en un instrumento normalizador y uniformador de la rebeldía juvenil no sólo en los EEUU e Inglaterra, sino que por primera vez en el mundo entero. No hay expresión popular en la historia de la humanidad que tenga estas características, de la misma forma que nunca hubo –después de Roma- un imperio tan poderoso, universal y totalitario como el norteamericano.

Responder la interrogante de la muerte del Rock supone interrogarse en primer lugar, sobre qué es la música y qué papel ha jugado ella en la historia de la humanidad.

La música es una sonoridad organizada, intencionada colectivamente, un lenguaje específico. Su desarrollo en la sociedad humana está ligado a su productividad y aquella a su turno posibilitará estructurar esta sonoridad al servicio de las más acuciantes necesidades del grupo humano que la produce. En sus orígenes, la música conjura los temores del pensamiento mítico y produce el temor en la guerra, el temor del combatiente y el del propio enemigo. Esa sonoridad, consecuencialmente, es un significante histórico, es la dimensión auditiva de la cultura.

Nos resulta imposible reconstruir la sonoridad de la antigüedad. Sólo podemos inferirla de los instrumentos y de su ritualidad. ¿Qué podemos suponer de la música paleolítica? Suponemos cantos, baile y percusión, algún tipo de flauta de hueso o caña. Aún en aquél período cavernario, se han descubierto vestigios de musicalidad inclusive en el Sapiens Neanderthal. La música tendría dos funciones primarias, comunes a todo lenguaje: la aprehensión de la realidad y la creación de algo nuevo, la idea, la percepción de lo observado. En estas sociedades comunistas primitivas, aquellas cuyo nivel productivo imposibilitaba el plus producto y su consecuente división de clases, la música se encontraba ligada directamente a la magia, a la percepción mágica, mítica del entorno del hombre. El objeto de la sonoridad musical era el control de la naturaleza y la preparación para la guerra.

El desarrollo de las castas sacerdotales y posteriormente de las clases propietarias, fue paulatinamente separando la producción musical de su origen comunitario, para transformarse –como toda superestructura- en un instrumento de dominación. El arte en general y la música en particular, pasó a transformarse en una expresión concentrada del espíritu de la élite y de sus necesidades para afirmar su particular forma de gobierno. Hablamos de música para sí.

El paso de las formas vocales de producción musical, a las percusivas, a los vientos y a las cuerdas, dio cuenta inexorablemente del proceso de desarrollo de las fuerzas productivas, de sus herramientas aún más rudimentarias y alcanzó su mayor desarrollo con la revolución neolítica. La música, como sonido organizado y como objeto cultural, dejó de ser un simple soporte comunitario y pasó a transformarse en una actividad diferenciada e identitaria, con un claro origen religioso.

Este paso, que como hemos dicho da cuenta de la transición del paleolítico al neolítico, ubica a la música como parte integrante de la ritualidad religiosa. Ya no se trata de conjurar míticamente los peligros del hombre frente la naturaleza, sino que de explicar –ahora religiosamente- la relación de la mayoría explotada con la minoría gobernante, encarnada en la figura de los dioses.

De lo expuesto se sigue que la producción musical, de manera dominante, se mantuvo ligada y constreñida por la religión. Este fenómeno se presenta al menos en Occidente de forma continua hasta el Renacimiento y la emergencia de la burguesía. Sin embargo esta especie de alienación de la música por parte de la religión, nunca fue completa. La actividad musical, por su propia naturaleza, por su indisoluble vinculación a la fisiología humana, nunca pudo ser expropiada del todo a los esclavos del sistema, quienes la conservaron “en sí”.

Un orden social opresivo como el esclavista, el feudal y el capitalista, pueden –en mayor o menor medida- privar al oprimido del acceso a la cultura y a las condiciones de vida de los dueños del régimen, pero lo que no pueden bajo ningún respecto es privar al oprimido de la base de la música, su propia voz. Es más, los romanos acuñaron la expresión instrumentum vocale, para designar al esclavo: herramienta con voz. Aún en su condición de herramienta, el esclavo tiene voz, nosotros diremos que el esclavo tiene en consecuencia voz, lo que distingue al esclavo es –mutatis mutandis- su música.

Esto es así por cuanto desde la surgimiento de la sociedad clasista, ha existido una música religiosa, docta o de academia, en cuya producción visualizamos a una sonoridad que es para sí misma, una particularizada porción de la cultura de aquellos que dominan. La separación del músico –como del artista en general- del entorno social y su enclaustramiento en el templo o la academia, surgió como una necesidad material de dar a esa música el sentido sobrenatural de la misma, el sentido de trascendencia a través del refinamiento y la sofisticación. La música como llama sagrada y tangible expresión o inclusive vehículo divino, repetimos para sí.

Lo indicado se perpetró con la música y con toda la producción artística en general. Sin embargo, ello nunca fue completo ni total. La música acompañó al esclavo en sus faenas en el campo y las canteras, la música dio cuerpo a las fiestas y bacanales de los medios populares, la música como elemental expresión de júbilo permaneció en los recintos y lugares de la mano de obra analfabeta. La música bailable y el ritual funerario, en todas las culturas, se encuentra impregnado del indeleble sello del esclavo, del plebeyo.

En el medioevo, mientras la música sacra y la cultura greco-latina en general, era preservada en los monasterios, la música juglar y aborigen (celta, gala, germánica u oriental) pervivía como genuina expresión del sentir de los siervos y villanos. Asociada al desorden, al malentretenimiento, a la ebriedad y a la vida licenciosa y prostibularia, la música de los bajos fondos de la sociedad logró pervivir como una elemental trinchera de la dignidad humana.

Si bien es cierto la comunicación entre ambas formas musicales o de sonoridad, se mantuvieron separadas, no es menos cierto que entre ambas siempre existió una relación dialéctica. La utilización no sólo de instrumentos comunes sino que de escalas sonoras, bases rítmicas, timbres, modos y, ya en el renacimiento, el bajo continuo y el contrapunto, constituyeron un espacio común que nos permite reconocer hoy en día a determinadas sonoridades como propias de una época. Por eso al escuchar una flauta dulce, violas y panderetas, tendemos a reconocer en ella una sonoridad “medieval”.

En resumen, lo que tratamos de dejar de manifiesto, es que la música en tanto expresión cultural, se encuentra sometida al proceso histórico de la misma forma como lo están las artes en general. Pero que tal sometimiento obedece a reglas específicas y connaturales de la música, que a diferencia de la mayor parte de las expresiones artísticas, no ha logrado ser alienada por completo a los oprimidos. Consecuencia de este aserto, la historia de la música es de alguna forma, la historia de la relación entre las formas doctas y las formas populares.

El Renacimiento y luego el Barroco tienen lugar en el período de acumulación originaria del capital. Es en las ciudades, los burgos, en que comienza a acentuarse la separación entre trabajo material e intelectual, dando lugar al desarrollo del artesanado y los gremios. Reconocemos en este período las formas básicas de producción de arte tal y como la reconocemos en la actualidad. Así como aparece el herrero, el sastre o el mueblista, también surge el músico, el cantante, bailarín o instrumentista.

En esta época la música docta comienza a salir de los templos cristianos y comienza su lento e inexorable peregrinar hacia las cámaras y salones palaciegos. Viva manifestación de este aserto es que los grandes músicos de la época desde Palestrina, Vivaldi, Monteverdi, hasta el propio Bach, hicieron su obra con un pie en el templo y el otro en las cortes. Paulatinamente la música docta pasa transformarse en espectáculo y desde el siglo XV en adelante, los nobles y magnates comienzan a competir por los genios musicales, dando origen a los mecenazgos que forman parte del proceso de mercantilización de la producción musical, que obviamente hacía referencia de modo exclusivo a las formas doctas de ella, lo que hoy conocemos como música de cámara.

El proceso de las revoluciones burguesas, la Reforma, el hundimiento del Imperio Español, la independencia de los EEUU y la Toma de la Bastilla, acentúa estas tendencias. La música, se comienza a hablar de la música grande, se hace laica de forma preponderante. Nacen las grandes orquestas sinfónicas, la ópera y los teatros nacionales, espacios que conectan a la música docta con el pueblo como nunca antes en la historia. Los clasicistas Haendel, Mozart y Beethoven, alzan obras imponentes como las pirámides de Egipto. La obra del período clásico se hace cada vez más política, el propio Beethoven –se arrepiente después- dedicó a Napoleón su Sinfonía Nº3, “El Emperador”. El eje de la producción musical pasa de Italia a Alemania, siguiendo el curso de las profundas y dinámicas transformaciones sociales a que va dando cuerpo el capitalismo europeo. La complejidad de las composiciones prácticamente agotan el espacio armónico y tienen a alejarlo de la estructura melódica.

Será difícil, probablemente acompañará el triunfo de la revolución proletaria, que la música vuelva adquirir la magnificencia y significación social que tuvo la música docta del siglo XVIII y primera mitad del XIX. El llamado Romanticismo que le postcede, con Schumann como teórico y demiurgo y con Schubert y Brahms como estrellas imborrables, regresa al clasicismo, lo tributa, lo estudia y expande conceptualmente. En su mayor extremo encontramos la figura todopoderosa de Mahler y en su obra las cúspides de su segunda Sinfonía, “La Resurrección” y el adagio de su décima sinfonía inconclusa que parece ser el último oleaje de las tectónicas transformaciones experimentadas por la música.

En las puertas del siglo XX, el desarrollo tecnológico posibilitó la creación como objeto público de la música popular. La vitrola o tocadiscos, la posibilidad de grabar y distribuir la música, permitió ahora la mercantilización de todo tipo de música, docta y popular. A las masas se les abrió la posibilidad de escuchar la música en un contexto distinto del de su producción, lo que transformó el acto auditivo en algo personal e íntimo. Este cambio tecnológico es probablemente la mayor revolución, no requiere de mayores explicaciones y contribuyó de forma cualitativa en la transformación de la música en una mercancía, autónoma de su producción.

Es en América donde surgen dos de las primeras corrientes de música popular que alcanzan el carácter canónico y universal que le estaba reservada a la música docta. Son el jazz y en menor medida, el tango. Ambos surgen de los bajos fondos y de la mixtura inmigrante que caracteriza a la clase obrera de las grandes ciudades de nuestro continente. Ambos emergen ligados a los más humildes, desposeídos y despreciados de la sociedad. Ambas corrientes expresan el espíritu de su pueblo, el exultante entusiasmo norteamericano y la intensa y expresiva amargura rioplatense.

En este punto llegamos a lo que caracteriza el estado de la producción musical hasta nuestros días. La música docta se interna en el minimalismo y la dodecafonía y su forma extrema, el serialismo, prescindiendo cada vez más del gran público. Encontramos aquí a Schöenberg, Webern, a un gigante como Xenakis. Lo docto, a excepción de Stravinsky y Shostakovic, abandona el espectáculo y sigue el camino inverso del que alguna vez proclamó el minimalista Erick Satie, quien afirmó que soñaba con que su música pudiese escucharse en los ascensores, almacenes y en las casas de sus oyentes. El genio francés, quien además componía música para cabarets y un magnífico vals como el Je te veux, era consciente del ostracismo y del experimentalismo que dominaba la escena de la composición musical a comienzos del siglo XX.

Prisioneros del experimentalismo y luego del estructuralismo, la crítica marxista no logra captar el contenido de clase que caracteriza este complejo proceso social. El marxista británico Alan Woods, se refiere a este problema en los siguientes términos: “En una sociedad clasista, el arte está diseñado para excluir a las masas, relegarlas a una existencia empobrecida, no sólo en el sentido material, también en el espiritual. El arte comercial que se reduce el mínimo común denominador, es con frecuencia una droga soporífera útil, destinada a mantener a las masa en un estado de contenimiento, mientras que al mismo tiempo enriquece a un puñado de capitalistas”… “Al reducir al mínimo el nivel artístico de la sociedad, y alienar cada vez más el “arte serio” de la realidad social, el capitalismo garantiza la degeneración y pauperización del arte”.

Esta percepción, antidialéctica e idealista, descansa en la idea de que la música no es un lenguaje sino que un simple objeto categorizable. Que su producción es meramente individual y un fenómeno espiritual. La clase dominante priva del acceso a la gran música como lo hace con la carne roja o el transporte público, se trata en consecuencia de una cuestión puramente democrática. La música, para Woods, comparece como un éter carente de toda significación histórica y de clase.

En este punto nos enfrentamos al Rock como música popular. Woods nos dirá que el Rock, el Jazz y el Tango son una porquería burguesa destinada a perpetuar la alienación de los explotados. En un sentido general podemos encontrarle razón, pero lo que dice es aplicable a la música en general, la docta incluida, por cuanto ambos música docta y popular son un producto social de la sociedad capitalista. De esta forma, lo que se predica en definitiva es la imputación de la existencia –como decíamos- de la música en sí, no como lenguaje.

Por lo indicado la muerte de la música popular, ocurrió con el jazz al elitizarse y hacerse cool, algo similar ocurrió con el tango de Piazzolla, no es otra cosa que su transformación en música de élite. Hoy es un lugar común atribuir connotaciones elitistas, sectarias y de sofisticación a los cultores del jazz, y esto es cierto, porque ha dejado de cumplir la función festiva que caracterizó a esta corriente musical hasta las big bands y desde el sexteto Miles Davis y el Kind of Blue se vuelca “para sí misma”.

Hoy ocurre lo mismo con el Rock. La mercancía agotó su mercado y se transforma –como ya hemos indicado- de una música en sí, en una música para sí. Es verdad el Rock expresa un proceso histórico que se apaga: la del dominio y la fortaleza invencible del imperio norteamericano. Desde los años cincuenta, hasta bien entrados los 90, el Rock se desarrolló como la música popular, diríamos, oficial de la juventud rebelde. El Rock creó la fantasía de que fue con Woodstock y las rebeliones universitarias del 68, que los jóvenes rompieron el entramado social victoriano, con la divisa de sexo drogas y rocanrol. Durante ese proceso que encabezaran indubitados héroes populares como Elvis Presley, Bill Haley y Chuck Berry, el rock comenzó a sofisticarse, a hacerse beatle y luego progresivo e incluso sinfónico. El Rock nació en la calle y ha emigrado a las basílicas, por eso ha perdido la frescura de los 50 y es una música “seria” que paulatinamente dejará también los escenarios.

Comenzábamos esta nota rindiendo tributo a David Bowie y los grandes del rock que “han emprendido el vuelo”. Comenzábamos mencionando a los grandes que sobreviven y que de aquí al año 30 estarán todos indefectiblemente muertos. Señalábamos que no hay recambio y ahora agrego que ni Beck Hansen en su momento, ni Porcupine Tree, ni Jack White ni que se yo cuántos de los talentosos rockeros contemporáneos, le corresponderá decorar el altar de la música popular.

No se trata de una frase provocativa, se trata de una realidad. El Rock como música popular en sí, ha dejado de existir y lo vivimos hoy. Lo vivimos y aún seguimos con nuestras chaquetas de mezclilla y no lo podemos entender. No lo hacemos, porque
en esta atmósfera enrarecida, donde el arte tiene que alimentarse igual que las vacas o pollos en granjas donde se alimentan de cadáveres de otros animales y desarrollan un cerebro enfermo, el arte cada vez es más estéril, vacío y carente de significado, tanto, que incluso los artistas empiezan también a sentir la decadencia y cada vez están más inquietos y descontentos.

Pero su descontento, no les puede llevar a ninguna parte si no lo vinculan con la lucha por una forma alternativa de sociedad, en la que el arte encuentre el camino de vuelta a la humanidad. La solución a los problemas de arte no se encuentra en el arte, sino en la sociedad. Es esta la que ha creado la sonoridad organizada e intencionada, no otra cosa es la música y porque el sonido, la música es lo último que pueden quitarnos, será también de seguro uno de los primeros ámbitos en que podremos percibir, oir, respirar la estructura de una nueva sociedad.

Pero ello no será el resultado del arrebato del algún genio. Trotsky, en su formidable trabajo “Sobre Arte y Cultura” hipotetiza sobre cuántos Aristóteles o Beethoven estarán hoy día, bajo el capitalismo, trabajando al cuidado de una porqueriza. Esto es expresivo de la insalvable descomposición del orden capitalista que arrastra a la humanidad a la barbarie, a pasos agigantados.

No nos corresponde arriscar la nariz cuando escuchamos una cumbia o un reguetón, a pretexto de que se trata de música basura, misógina y alienada. No, no nos corresponde esa actitud frente a ningún tipo de música o sonido, porque toda la música humana –no se conoce otra- es ante todo comunicación. Dependerá de nosotros que esa comunicación se materialice y lo haga en un entorno social libre de prejuicios y antagonismos de clase. Dependerá de nosotros que esa sociedad, una sociedad de productores libres asociados, de hombres universales, capaces de hacerlo todo y de interesarse por todo, libere a la música de las cadenas de la explotación. Para eso debemos hacer nuestra, la historia y la historia de la música en particular. Sobre los hombros de los grandes creadores y su tradición, nos paramos para escuchar la sonoridad de un mundo nuevo y combatir por él.

¡¡¡Ha muerto el Rock, que viva el Rock!!!!!

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