Jacobin
En Perú, los poderes fácticos se han planteado una agenda única: la salvación del modelo económico del «fantasma comunista» sin importar el precio moral, institucional y de derechos que esto implique. Para los peruanos y peruanas de a pie con memoria y sentido de justicia, solo existe una opción: votar contra Keiko Fujimori.
La élite económica y empresarial de Perú ha generado las condiciones y aunado esfuerzos para empujar la candidatura de Keiko Fujimori y combatir sin recato alguno la de Pedro Castillo. Carteles gigantes y luminosos, difuminados por todo Lima, pretenden infundir terror en la gente mediante una campaña abiertamente macartista que no brinda información adecuada. Psicosociales armados sin ningún pudor. Medios de prensa escrita y televisión concentrados, con voceros que fungen de periodistas independientes, direccionan la opinión de manera descarada hacia un solo lado en entrevistas, reportajes y columnas escritas. Para dar una idea de la dimensión de la intervención solo basta un dato: recientemente, la directora general de uno de esos medios fue despedida por ser «demasiado moderada».
También la clase política más tradicional, aquella claramente rechazada por la preferencia popular en las elecciones legislativas complementarias y en estas elecciones generales utilizan estas y otras plataformas para fomentar formas de terruqueo y difundir información tendenciosa contra Castillo como supuesto «enemigo de la democracia». Hay una sinergia en ello con ciertos elementos de origen militar, que han realizado actos públicos de rechazo hostil a esta candidatura, y con las acciones veladas promovidas por ciertas empresas que inducen a sus trabajadores a sentirse amenazados por su futuro laboral y económico.
Todo este despliegue ha sido justificado por Mario Vargas Llosa (MVLL), otrora representante del «liberalismo moral», quien ha abandonado de modo inconsistente treinta años de activismo antifujimorista sin exigir nada a cambio y sin dialogar con el otro contendiente. Sus razones, sin dudas, merecen una reflexión aparte. Pero lo cierto es que, regalando su voto y pidiendo lo mismo al resto, personajes como él terminan de sentenciar cualquier posibilidad para un diálogo social nutrido, que sería lo más democrático.
Por si fuera poco, todo este ejercicio de coacción ha contado con la anuencia del Estado a través de instituciones como la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), que tras varias semanas y recién luego de cierta crítica han decidido iniciar una investigación preliminar del caso a todas luces ilegal de los carteles gigantes.
De modo que es posible afirmar que los poderes fácticos han impuesto una sola agenda: la salvación del modelo económico del «fantasma comunista» sin importar el precio moral, institucional y de derechos que esto implique, anulando cualquier diálogo democrático para exigir garantías a los candidatos y presionando sin escrúpulos el voto hacia Keiko Fujimori. Y lo hacen sin exigir nada a cambio. En estas condiciones, una opción institucionalista como podría ser la apuesta de «vender caro el voto» queda totalmente sepultada: es una quimera, una ficción que no tiene lugar en una realidad como la nuestra, ya echada a su suerte.
Pero esto no es todo. Keiko Fujimori, sintiéndose protegida por el poder de estas élites, no ha tenido que ceder ni un solo milímetro en su discurso. Más bien todo lo contrario: lo ha reforzado y profundizado. Rememora continuamente el gobierno dictatorial y sangriento de su padre —del que participó— y promete su indulto, pese a ser ilegal. Un sector de sus allegados están estrechamente vinculados a actos que recuerdan lo peor del fujimorato de los noventa, y otro sector está vinculado al Congreso golpista y protector de la corrupción que bajo su propio mando generó permanente inestabilidad durante el gobierno PPK-Vizcarra. Y no hay que olvidar que ella misma, y sobretodo su partido político, están acusados judicialmente por organización criminal.
Fujimori aboga por la famosa «mano dura» e insinúa un discurso contrario a las minorías y la protesta social, lo que permite avizorar que, en el corto plazo, antes que ir hacia Venezuela, vamos directo a convertirnos en la triste Colombia de Iván Duque (otro personaje tristemente respaldado por el ilustre Mario Vargas Llosa).
Es en estas condiciones que la población peruana se ve obligada a elegir. Por eso, aquellos demócratas creyentes en las instituciones pero también en la participación ciudadana, la justicia social y los derechos de millones de peruanos, no pueden darse «el lujo» de decidir esta elección por medio del bienintencionado razonamiento del «voto caro».
La consigna debe ser un voto de rechazo directo contra aquellas élites que han querido capturar la democracia y lo que esta significa. Un ejercicio de rechazo radicalmente democrático, tomando en cuenta que solo el voto tiene el poder de igualarnos a todos y solo en esta situación los poderosos valen tanto como cualquiera de nosotros. Ese voto, espacio irreductible de libertad e igualdad pese a la coacción y esquizofrenia que nos han querido imponer, permite además repudiar la manipulación, la discriminación y la intransigencia ejercidas desde el poder. Para los peruanos y peruanas de a pie con memoria y sentido de justicia, solo existe una opción: votar contra Keiko Fujimori.
Claro que eso no significa necesariamente abrazar el proyecto de Castillo, pues dependerá de las acciones democráticas que tome y, si pese a ello algunos no pueden diagnosticar que representa un mal menor en referencia al mal comprobado que es Keiko Fujimori, tienen el voto blanco o nulo siempre como opción.
Un voto de rechazo no implica una adhesión automática a la opción contraria, sino que más bien permite activar las alarmas para generar una plataforma ciudadana vigilante, más amplia que aquella que representa el antifujimorismo, que permita incluir los puntos de agenda que puedan ser cuestionables de Castillo. Esto voto de oposición y vigilante servirá pues, para ambos casos. De todas formas, todo parece indicar que Castillo va camino a la moderación —viene reclutando técnicos y especialistas de diversas canteras, independientes o progresistas— y, en cualquier caso, no tiene los medios ni la fuerza para intentar algo abiertamente antidemocrático.
Ese definitivamente no es el caso de Keiko Fujimori: ella tiene a su disposición todos los elementos para implementar el ya conocido autoritarismo fujimorista. Cuenta, además, con el apoyo de los poderes fácticos, que la pueden llevar a recorrer un camino ya conocido por su agrupación: el de la cruenta violación de derechos humanos y la corrupción organizada. Si gana Fujimori, pierde la democracia.