por Franco Machiavelo
La protesta social tiene una potencia que ningún tribunal burgués puede contener. Mientras una querella se mueve dentro del orden jurídico impuesto por las clases dominantes, la protesta irrumpe en el corazón mismo del poder, lo desordena, lo desnuda, lo hace temblar. Una demanda judicial puede ser archivada, demorada o anulada por un sistema de justicia que responde a los intereses de quienes controlan la economía, los medios y el Estado. Pero una multitud organizada, una calle encendida por la indignación, no puede ser silenciada tan fácilmente.
La burguesía teme más al grito del pueblo que al dictamen de un juez, porque el grito no obedece a las reglas del poder: las desborda. La protesta pone en evidencia lo que los tribunales ocultan bajo su lenguaje técnico y su fachada de neutralidad: que la justicia, en Chile, ha sido históricamente un instrumento de dominación, una herramienta para legitimar la desigualdad y proteger los privilegios. En cada periodo de crisis —desde las huelgas obreras del salitre hasta el estallido social— la represión ha demostrado que el Estado no protege a los oprimidos, sino a la propiedad de los opresores.
Las querellas se pierden en pasillos judiciales donde el tiempo y la burocracia desgastan la esperanza. En cambio, la protesta social produce memoria, conciencia y fuerza colectiva. Por eso les duele: porque cuando el pueblo se levanta, deja de ser súbdito y se transforma en sujeto histórico. La protesta abre grietas en el relato hegemónico que naturaliza la injusticia y revela que la legalidad vigente no es más que una máscara de la dominación.
Hoy, frente a los abusos descarados de las compañías eléctricas —que se enriquecen cobrando tarifas abusivas, cometiendo errores “administrativos” que siempre perjudican a los mismos de abajo—, el pueblo debe recordar que su arma más eficaz no está en los tribunales, sino en la calle. Porque la protesta social es el único lenguaje que entienden los poderosos cuando ya no basta con las palabras, cuando la indignación se convierte en organización.
El pueblo debe aprender a desconfiar de la justicia que se presenta como “igual para todos” mientras encarcela a los pobres y protege a los ricos. En Chile, los delitos de cuello y corbata terminan en clases de ética, mientras el hambre y la rebeldía son castigadas con cárcel y balas. Esa asimetría no es un error: es la esencia del orden capitalista.
Por eso la protesta social es peligrosa para ellos: porque expone la verdad que las instituciones niegan, porque deslegitima el poder de una élite que ha gobernado sobre la base del miedo y la impunidad. Y porque, en el fondo, saben que ninguna querella puede transformar lo que sólo la acción consciente y colectiva del pueblo puede derrumbar: el sistema entero de injusticias sobre el cual se sostiene su privilegio y sus robos disfrazados de “servicios públicos”.











