por Franco Machiavelo
El neoliberalismo en Chile no se instaló solamente por la fuerza bruta de la dictadura ni por la imposición de leyes y tratados económicos que consolidaron la desigualdad; su triunfo más profundo y duradero está en el terreno de lo simbólico, en la captura del corazón y la colonización de la mente.
Primero seduce al corazón del pueblo con promesas de libertad individual, movilidad social y acceso a un “mundo de oportunidades” donde cada persona puede, supuestamente, llegar a ser lo que sueñe. El discurso es dulce y emocional: se apela a la esperanza, al mérito, al sacrificio personal como vía hacia el éxito. Se construye así un relato afectivo que toca fibras sensibles, especialmente en un país marcado por carencias históricas y fracturas sociales. El neoliberalismo ofrece espejismos de inclusión: el crédito fácil, la educación como pasaporte al futuro, la vivienda como premio al esfuerzo, el consumo como sinónimo de felicidad.
Una vez capturado el corazón, el paso siguiente es colonizar la mente. Y aquí se revela su maquinaria más eficiente: los medios de comunicación concentrados, la publicidad, las narrativas oficiales y la manipulación cultural. Se instala la idea de que no hay alternativa, que el mercado es la única forma de organizar la vida social, que la competencia es natural y que la solidaridad es un rezago del pasado. La mente del pueblo se acostumbra a ver la desigualdad como “mérito”, el desempleo como “falta de esfuerzo” y la precariedad como “desafío personal”. La colonización mental consiste en que los oprimidos defiendan a sus opresores y crean que la injusticia es parte inevitable del orden social.
En Chile esta lógica se traduce en una realidad cruel:
Un sistema educativo segmentado que reproduce castas sociales en lugar de romperlas.
Una salud que convierte la vida en negocio, donde enfermarse es un riesgo económico antes que un problema humano.
Pensiones indignas administradas por un mercado financiero que lucra con la vejez del pueblo.
Una clase política servil al empresariado que legisla a favor de la concentración de la riqueza y en contra de los más vulnerables.
El actual escenario presidencial no escapa a este diseño. Bajo la retórica de cambios, se encubre un continuismo neoliberal que no toca los cimientos del modelo. Los discursos de campaña son una coreografía bien ensayada: hablar de justicia social mientras se mantienen intocables los privilegios de la elite, prometer derechos universales mientras se negocia con los mismos poderes económicos que los niegan. La deslealtad hacia los más vulnerables se normaliza, porque se asume que gobernar “responsablemente” significa proteger al capital y dejar al pueblo en la intemperie.
El neoliberalismo en Chile no solo controla la economía: controla los afectos, define los deseos, manipula las aspiraciones y, finalmente, se adueña de la mente colectiva. Su triunfo no está en el crecimiento del PIB, sino en que millones de personas llegan a creer que la injusticia es normal, que no hay otra alternativa posible, que la democracia se limita a votar por administradores distintos de la misma desigualdad.
Pero no todo está perdido. El corazón puede volver a latir desde la solidaridad y la mente puede liberarse del cerco ideológico. La historia del pueblo chileno está llena de ejemplos de organización, dignidad y resistencia frente al abuso. La tarea hoy es descolonizar los afectos y las conciencias, recuperar la memoria colectiva y convertir la rabia en organización.
Solo un pueblo consciente, crítico y unido puede desarmar este edificio neoliberal que se disfraza en cada elección. Y solo cuando el corazón se rebele contra la mentira y la mente rompa la sumisión, Chile podrá construir un futuro donde la democracia no sea la administración de la desigualdad, sino la verdadera soberanía de su gente.