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Margaret Atwood: “¿Por qué nos están saliendo colmillos?”

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“Entonces viene un lobo con piel de cordero, o incluso con piel de lobo, y anuncia: Conejos, necesitáis un líder fuerte, y yo soy el más indicado para desempeñar ese papel. Haré aparecer el mundo futuro perfecto como por arte de magia, y los helados crecerán en los árboles. Sin embargo, antes habrá que deshacerse de la sociedad civil —que es una blandengue y una degenerada— y abandonar las normas de comportamiento aceptadas que nos permiten transitar por las calles sin cosernos los unos a los otros a puñaladas a todas horas.”

Margaret Atwood es una escritora canadiense y una de las principales escritoras en la actualidad. Nació en Ottawa en 1939. Su obra más conocida es El cuento de la criada (1985), novela con la que recibió premios como el Arthur C. Clark o el Los Ángeles Prize. 

Recientemente recibió el premio de la Paz del Gremio de los Libreros Alemanes  y este es el discurso que dio al recibir el galardón. “¿La humanidad desea vivir?”, 

Discurso frente a los libreros alemanes

Margaret Atwood

Es un gran honor y una alegría estar aquí con ustedes hoy y haber recibido un galardón tan prestigioso como éste: el Premio de la Paz de los libreros alemanes. Soy consciente de que con ello me sumo a una larga lista de consumados escritores internacionales, dotados no sólo de un enorme talento sino también de valentía, que se remonta a 1950. Se trata, además, de un honor especial, puesto que los libreros son, por naturaleza, atentos lectores, y por tanto se encuentran entre los “estimados lectores” a quien todo escritor dirige sus escritos; ese “estimado lector” que habrá de encontrar la botella en cuyo interior hay un mensaje que tú, el escritor, has arrojado al océano de palabras e historias, ese que la abrirá, que leerá el mensaje que contiene y que sabrá verle un sentido. Como escritora procedente de Canadá, un país con un pasado colonial reciente —un país donde hasta hace pocas décadas no se han tomado en serio la literatura, y las artes en general—, casi me cuesta creer que esté recibiendo este gran honor que hoy me otorgan.

Cuando en 1950 se instituyó este galardón —sin duda como señal de esperanza en un mundo que muy poco antes se había visto desgarrado por la guerra más mortífera de la historia—, yo contaba sólo diez años y no sabía nada de libreros y poco sobre el oficio de escribir, aunque ya había hecho mis pinitos. Pero había renunciado a mis aspiraciones literarias, pues a los siete años había abandonado mi segunda novela a la mitad. En mitad de la corriente, para ser exactos, ya que la heroína era una hormiga, una hormiga que navegaba sobre una balsa, en pos de una aventura que nunca llegó a materializarse. Tales renuncias son habituales entre escritores noveles: cuánto promete todo, al principio. Y cuán arduo o incluso tal vez aburrido se hace todo a la mitad. Máxime si tu protagonista es un insecto, aunque Kafka supo sortear ese escollo.

A la edad de diez años, yo deseaba ser pintora o, mejor aún, diseñadora de moda. Me gustaba dibujar a mujeres sofisticadas con guantes hasta el codo y cigarrillos con largas boquillas. Nunca me había cruzado con una persona de esa guisa, pero las había visto en fotos. Así de cautivador es el influjo del arte.

Sin embargo, tras unos cuantos encontronazos con una caja de pinturas al óleo y ciertos imprevistos con una máquina de coser —es decir, después de que la realidad reemplazara a la fantasía—, a los dieciséis años ya me había encaminado por la senda de la ciencia; al igual que mi hermano mayor, el doctor Harold Atwood, neurofisió­logo, que hoy se encuentra con nosotros en esta sala. Por extraño que pueda parecer, yo aspiraba a ser botánica. Las plantas no tienen voz y son fáciles de observar; además, no sangran cuando las diseccionas, a diferencia de las ranas, de manera que no me causaban problemas de conciencia. Si hubiera continuado por dicha senda, ahora mismo estaría dedicándome a clonar esas patatas que refulgen en la oscuridad cuando les falta agua. Pero de pronto me transformé en escritora y me lancé a garabatear cuartillas sin freno ni medida. No sé cómo ocurrió, pero el caso es que lo hizo, y una vez más la fantasía volvió a ocupar un lugar preferente en mi vida.

Al ser canadiense no puedo atribuirme personalmente el mérito de figurar en esta magnífica lista. Los canadienses rehúyen atribuirse méritos. Si nos señalan como ganadores de algo, volvemos la cabeza para ver a quién se refieren en realidad, ya que sin duda no puede ser a nosotros. Tampoco puedo atribuirme el mérito de ser una activista, etiqueta con la que a menudo se me cataloga. Yo no soy una verdadera activista; la verdadera activista contemplaría su escritura como un vehículo para su activismo, para su gran Causa, fuera la que fuese, y ése no ha sido mi caso. Sin embargo, es imposible escribir novelas sin observar el mundo, y al observarlo uno se pregunta lo que está pasando y luego procura describirlo; en mi opinión, gran parte de lo que se escribe supone un intento de descifrar por qué las personas hacen lo que hacen. El comportamiento del ser humano, ya sea éste un santo o un demonio, es para mí una fuente de continuo asombro. Pero, cuando uno hace un relato escrito del comportamiento humano, ese relato puede tener mucho que ver con el activismo, dada la dimensión moral inherente al lenguaje, así como a las historias. Aunque el escritor afirma ejercer como mero testigo de lo que ve, el lector extraerá un juicio moral. En lo que a mí respecta, lo que pudiera parecer activismo suele ser una especie de torpe perplejidad. ¿por qué va desnudo el emperador y por qué es tan habitual que se considere de mala educación ponerlo en evidencia?

Así pues, no sin antes expresarles mi profundo agradecimiento por todas las cosas bonitas que se han dicho sobre mí, atribuiré esta feliz ocasión a la fortuna y las estrellas, así como a la connivencia de mi ciertamente extraña obra —en especial mis extrañas distopías— con el ciertamente extraño momento histórico que estamos viviendo.

¿Y qué extraño momento histórico es ése? Nos hallamos en una de esas épocas en que el suelo que nos sostiene —ese que hace muy poco nos ofrecía cierta estabilidad, en el que la siembra seguía a la cosecha y los cumpleaños se sucedían uno tras otro y todo seguía su curso—, ese suelo se resquebraja bajo nuestros pies y se levantan vientos huracanados y ya no sabemos con certeza dónde estamos.

No sólo eso: ya no sabemos con certeza quiénes somos. ¿De quién es esa cara que nos devuelve el espejo? ¿Por qué nos están saliendo colmillos? Ayer mismo rebosábamos buena voluntad y esperanza.

¿Y ahora?

Estados Unidos está viviendo uno de esos momentos. Tras las elecciones de 2016, algunos jóvenes de ese país me decían: “Esto es lo peor que nos ha pasado nunca”, a lo que yo contestaba: “No, en realidad ha habido momentos peores”, pero también: “No, lo peor no; aún no.” Gran Bretaña también está viviendo momentos difí­ciles, con mucho llanto y rechinar de dientes. Como también —de una forma no tan extrema, pero a la vista quedan las últimas elecciones— los está pasando Alemania. Se creía que esa cripta estaba cerrada a cal y canto, pero alguien que conservaba la llave ha abierto la cámara prohibida, ¿y qué saldrá a rastras de su interior o irrumpirá profiriendo aullidos? Perdonen que me ponga tan gótica, pero existen motivos de alarma en múltiples frentes.

Todo país, al igual que toda persona, alberga un yo noble, ese que le gustaría creer que es, y un yo cotidiano —ese yo ni malo ni bueno que le permite sobrellevar las semanas y los meses de rutina cuando todo transcurre sin contratiempos—, pero también un tercer yo oculto, mucho menos virtuoso, capaz de saltar en momentos de amenaza y rabia y cometer atrocidades.

Pero ¿qué ocasiona esos tiempos de amenaza y rabia, o qué está ocasionándolos en la actualidad? Habrán oído infinidad de teorías al respecto, y sin duda seguirán oyendo otras muchas. Es el cambio climático, afirmarán algunos: las inundaciones, las sequías, los incendios y los huracanes afectan a las condiciones de cultivo, y eso conlleva escasez de alimentos, y luego malestar social, luego guerras, luego refugiados y luego miedo a los refugiados, porque ¿habrá suficiente para todos?

Es el desequilibrio económico, afirmarán otros: un puñado excesivamente reducido de ricos controla una parte excesiva de la riqueza mundial, que acaparan y retienen como dragones, causando grandes desigualdades económicas y profundos resentimientos, y eso conlleva malestar social y guerras o revoluciones, etcétera. No, afirman otros: la culpa es del mundo moderno, de la automatización y los robots, de la tecnología, de internet, de la manipulación de las noticias y la opinión pública que llevan a cabo unos cuantos oportunistas para su propio beneficio: por ejemplo, ese ejército internáutico de trolls y agitadores de falsas campañas populares que tanto se esforzaron para influir en las elecciones alemanas y, según parece, el parejo empeño mostrado por los rusos a través de Facebook para influir en las estadounidenses.

Pero ¿por qué habría de sorprendernos? Internet es una herramienta como tantas otras que empleamos los humanos: hachas, pistolas, trenes, bicicletas, coches, teléfonos, radios, películas… añá­dase lo que se quiera; y, como toda herramienta humana, tiene su lado bueno, su lado malo y su lado estúpido, que produce efectos no previstos en un principio.

Entre esas herramientas se encuentra quizá la primera única y exclusivamente humana: nuestra capacidad narrativa, posible gracias a una gramática compleja. Qué ventaja debieron de brindarnos en otro tiempo los cuentos, al permitirnos transmitir saberes esenciales, de manera que no tuviéramos que descubrirlo todo por nosotros mismos a fuerza de ensayos y errores. Los lobos se comunican, pero no te cuentan la historia de La Caperucita Roja.

También los cuentos pueden tener un lado bueno y otro malo, y un tercer lado que produce efectos imprevistos. Como narradora, debería destacar lo necesarios que son los cuentos, lo que nos ayudan a comprendernos unos a otros, a desarrollar la empatía y demás. Y es cierto. Pero, por mi condición de narradora, también soy consciente de sus ambigüedades y peligros. Digamos, pues, simplemente que los cuentos tienen fuerza; fuerza para cambiar el modo en que las personas piensan y sienten, para bien o para mal.

Entonces, ¿cómo estamos narrando el momento actual y sus tribulaciones?

Sea cual sea la causa del cambio que estamos viviendo, nos encontramos ante uno de esos momentos en que los conejos de la pradera aguzan las orejas, porque ha irrumpido en escena un depredador.

Entonces viene un lobo con piel de cordero, o incluso con piel de lobo, y anuncia: Conejos, necesitáis un líder fuerte, y yo soy el más indicado para desempeñar ese papel. Haré aparecer el mundo futuro perfecto como por arte de magia, y los helados crecerán en los árboles. Sin embargo, antes habrá que deshacerse de la sociedad civil —que es una blandengue y una degenerada— y abandonar las normas de comportamiento aceptadas que nos permiten transitar por las calles sin cosernos los unos a los otros a puñaladas a todas horas.

Y luego habrá que desprenderse de “esa” gente. ¡Sólo así haremos que aparezca la sociedad perfecta! “Esa” gente varía según el lugar y la época. Puede que sean brujas o leprosos, ambos supuestamente culpables en su momento de la peste negra. Puede que sean hugonotes, como en la Francia del siglo XVIII. O puede que sean menonitas. (Pero ¿los menonitas por qué?, le pregunté a un amigo seguidor de Mennón. ¡Con lo inofensivos que parecéis! Pues porque éramos pacifistas, me respondió él. En un continente en guerra, sentábamos mal ejemplo.)

Pero volvamos al lobo, que entonces va y proclama: Si hacéis lo que os digo, todo saldrá bien. Si me desobedecéis, grrr, grrr, ñam, ñam, se os hará picadillo.

Los conejos se quedan paralizados, porque están confundidos y muertos de miedo, y cuando por fin descubren que el lobo en realidad no tenía intención de ayudarlos sino que ha sido todo un montaje en beneficio de los lobos, es demasiado tarde.

Sí, ya lo sabemos, me dirán. Hemos leído los cuentos populares. Y los relatos de ciencia ficción. Hemos sido advertidos, en muchas ocasiones. Sin embargo, por la razón que sea, dichas advertencias no siempre impiden que esa fábula se represente en las sociedades humanas, una y otra vez.

Quisiera hacer aquí un inciso para disculparme con los lobos. He empleado vuestro nombre, queridos lobos, únicamente como metáfora. Os ruego que no me bombardeéis en las redes sociales con mensajes del tipo: ¡Privilegiada humana de pocas luces! ¡Qué sabrás tú de la vida interior de los lobos, esnob elitista y antropocéntrica! ¿Acaso te has enganchado alguna vez la pata en una trampa? Si no fuera por nosotros los lobos, viviríais invadidos de ciervos y conejos, ¿y entonces qué?

Ya, entendido. Y comprendo que en el fondo sois buenos, al menos con otros lobos, o al menos con los lobos de vuestra manada. He experimentado vuestro canto polifónico y me resulta tan evocador como inquietante. Tal vez debería haber recurrido a los dinosaurios; aunque a ellos no se les hubiera entendido tan bien y quizá no habrían dado tanto juego. Una consideración ésta siempre importante para los narradores. Somos un gremio muy artero y muy dado a tomar decisiones frívolas.

Esta pequeña fábula que he inventado procede de mi pasado lejano; de cuando era niña y vivía en el remoto norte de Canadá, rodeada de naturaleza salvaje, lejos de aldeas, pueblos y ciudades, pero muy cerca de conejos y lobos. En aquellos parajes perdidos, cuando llovía había tres actividades a nuestro alcance: escribir, dibujar y leer. Entre mis lecturas de entonces figuraban los Cuentos completos de los hermanos Grimm, en una antología íntegra, con sus zapatos de hierro candente y sus ojos arrancados por los pájaros. Mis padres habían pedido aquel libro por correspondencia y, cuando vieron lo que contenía, temieron que trastocara a sus hijos. A mí probablemente sí me trastocó, me empujó a la escritura, ya que sin los Cuentos de los hermanos Grimm —tan sagaces, tan absorbentes, tan complejos, terroríficos y polivalentes, pero con aquellas notas de esperanza que se desprendían de sus finales, desgarradoras de puro inverosímiles—, ¿acaso habría llegado alguna vez a escribir (ya sabrán adónde quiero ir a parar), acaso podría haber escrito El cuento de la criada?

La cubierta de la primera edición publicada en Estados Unidos es sugerente. Muestra a las dos criadas, con su atuendo rojo y sendas cestas colgadas del brazo, como si fueran dos Caperucitas Rojas. Detrás de ellas se alza un gran muro de ladrillo; al modo del muro, el famoso Muro de Berlín. También se muestran las sombras que proyectan las dos mujeres sobre él y son las sombras de dos lobos.

Empecé a escribir esa novela mientras vivía en Berlín Occidental, en el año 1984 —sí, George Orwell me vigilaba—, con una máquina de escribir alemana que había alquilado. El Muro nos rodeaba por todas partes. Al otro lado quedaba Berlín Oriental, así como Checoslovaquia y Polonia, países que también visité durante esa época. Recuerdo lo que la gente me decía y lo que no me decía. Los silencios elocuentes. La sensación de que yo también debía medir mis palabras, por si inadvertidamente ponía en peligro a alguien. Todo eso encontró su lugar en mi libro.

La novela se publicó en Canadá en el año 1985 y en 1986 lo hizo en Gran Bretaña y Estados Unidos. Aunque mi regla fue no introducir en ella nada que los seres humanos no hubieran hecho en alguna parte, en algún momento, algunos críticos la recibieron con incredulidad. Demasiado feminista, sí, tanto remachar el control sobre las mujeres y sus infinitos cuerpos, pero también demasiado descabellada. “Allí” nunca podría pasar eso —en Estados Unidos, imposible—, porque en aquel entonces, en plena Guerra Fría, ¿acaso no se tenía a Estados Unidos por una potencia del bien? ¿Acaso no abogaba por la democracia, la libertad y los derechos, por imperfectamente que se representaran sobre el terreno? En comparación con sistemas cerrados como la Unión Soviética, Estados Unidos era un país abierto. En comparación con las tiranías verticales, Estados Unidos ofrecía un sueño promisorio, la oportunidad de abrirse camino por méritos propios. Aunque detrás tuviera una historia siniestra que superar, ¿acaso no eran aquéllos los ideales? Sí. Lo eran.

Pero lo eran entonces. Hoy, treinta y tantos años después, este libro vuelve a ver la luz porque de pronto ha dejado de parecer una fantasía distópica descabellada. Su temática se ha hecho demasiado real. Están apareciendo figuras vestidas de rojo que protestan silenciosamente ante las cámaras legislativas contra las leyes que allí se promulgan, por hombres en su mayoría, para ejercer el control sobre las mujeres. El objetivo de esas leyes se diría que es regresar al pasado, al siglo XIX, si es posible. ¿En qué clase de mundo desean vivir esos legisladores? En un mundo muy poco equitativo, eso es evidente. Un mundo desigual en el que ellos ostentarán más poder y otros lo ostentarán menos. Si se coloca a las hormigas a cargo de la merienda, la reorganizarán a su conveniencia: nada de personas, sólo bocadillos y galletas. Las hormigas al menos saben en qué clase de mundo desean vivir y son muy francas al respecto. Las hormigas carecen de hipocresía.

Los ciudadanos de todos los países deben formularse la misma pregunta: ¿en qué clase de mundo desean vivir? Dada mi mentalidad plutoniana y siniestra, yo simplificaría aún más la pregunta: ¿desean vivir? Porque, si contemplamos nuestra imagen humana desde la distancia —hasta tal punto que desde esa perspectiva las fronteras entre países desaparezcan y la tierra pase a ser una canica azul en el espacio, con más agua que tierra—, salta a la vista que nuestro destino como especie vendrá determinado por si acabamos o no con los océanos. Si los océanos mueren, también nosotros moriremos: al menos un sesenta por ciento de nuestro oxígeno proviene de las algas marinas.

Pero procuraré no deprimirlos demasiado. Hay esperanza, la hay: existen mentes brillantes ya enfrascadas en la resolución de esos problemas. Pero, entretanto, ¿qué puede hacer la persona que se dedica al arte? ¿De qué sirve la creación artística en tiempos tan turbulentos? ¿Qué es el arte, en cualquier caso? ¿Por qué preocuparnos de él? ¿Para qué sirve? ¿Para aprender, enseñar, expresarnos, describir la realidad, entretenernos, representar la verdad, celebrar o incluso denunciar y maldecir? No hay una respuesta general. Los seres humanos se han dedicado al arte —la música, las artes plásticas, las representaciones dramáticas (rituales incluidos) y el arte del lenguaje (incluida la narración de cuentos)— desde el momento en que se reconocieron como seres humanos. Los niños responden al lenguaje y a la música antes siquiera de poder hablar: son capacidades que parecen inherentes. Nuestras creaciones artísticas son específicas de su cultura particular; de su emplazamiento, del sistema energético que las impulsa, de su clima y sus recursos alimentarios, así como de las creencias vinculadas a cada uno de esos factores. Pero los seres humanos nunca hemos dejado de crear.

Durante muchos y muchos siglos, el arte se desarrolló al servicio de los gobernantes: de monarcas, emperadores, papas, duques y demás. Sin embargo, desde épocas románticas y postrománticas las expectativas respecto al creador artístico han sido otras. La creadora o el creador artístico sin duda ha de cantarle las verdades al poder, contarle las historias que han sido ocultadas, dar voz a quienes no la tienen. Y son muchos los escritores que lo han hecho; a menudo se han complicado la vida por ello, a veces incluso la han perdido. Aun así, han sentido la obligación de crear. Han escrito en secreto, han sacado clandestinamente sus manuscritos de lugares peligrosos poniendo en juego su vida. Han llegado desde muy lejos, como el mensajero en el Libro de Job, para decirnos, desvaneciéndose de agotamiento: “Yo soy el único que escapé para contártelo.”

Para contártelo a ti. A ti, estimado lector, en singular. Un libro es una voz que te habla al oído; el mensaje, mientras lo lees, se dirige únicamente a ti. Leer un libro es sin duda la experiencia más íntima que se nos puede brindar sobre el interior de la mente de otro ser humano.

Escritor, libro y lector: en ese triángulo, el libro es el mensajero. Y los tres forman parte de un acto de creación, al igual que el compositor, el músico que interpreta la melodía y el oyente participan juntos en ella. El lector es el músico del libro.

En cuanto al escritor o la escritora, su función termina cuando el libro sale al mundo; será entonces el libro quien viva o muera y lo que ocurra con el escritor llegado ese momento es irrelevante desde el punto de vista del libro.

Toda persona que recibe un galardón en el mundo del arte actúa como representante temporal de todas las personas que practican ese arte, así como de la comunidad que permite que éste exista: aquellas que la precedieron, aquellas de las que hemos aprendido, aquellas que fallecieron antes de recibir reconocimiento, aquellas que han tenido que luchar contra discriminaciones raciales para encontrar su voz autoral, aquellas que han sido asesinadas por sus opiniones políticas y aquellas que han logrado sobrevivir en épocas de opresión, censura y silenciamiento. Hay que mencionar también a quienes nunca llegaron a ser escritores porque no se les concedió esa posibilidad, como tantos portadores de historias y poetas orales norteamericanos, australianos y neozelandeses, procedentes de culturas indígenas del pasado e incluso del presente. En todo el mundo hay puertas que se abren a esas voces, pero otras muchas se cierran. Debemos tenerlo muy presente.

Así pues, a mis maestros, tanto vivos como muertos, y por maestros me refiero a los escritores que han pasado por mi vida y mi biblioteca; a mis lectores, a quienes he confiado mis historias; a todos mis editores, que no han visto mi obra como un desperdicio de papel y se han arriesgado conmigo; a mis agentes literarios, compañeros en esta travesía; y a todos esos amigos y profesionales que me han ayudado y apoyado a lo largo de los años, incluida mi familia, tanto la cercana como la lejana, y mi madre, que leía maravillosamente en voz alta; a todos: gracias por esos regalos que me habéis concedido. Un regalo debería devolverse o cederse; debería pasar de mano en mano, como un libro. Confiemos en la pervivencia de un mundo donde esa clase de regalos continúe siendo posible. No cerremos las puertas ni silenciemos las voces. Un día estaré andando por una playa o por el interior de una librería y encontraré una botella, o un libro, y lo abriré y leeré el mensaje que me envías; sí, tú, ese que está ahí en alguna parte, ese joven escritor o escritora a quien quizá acaben de publicar. Y diré: Sí. Te escucho. Escucho tu historia. Escucho tu voz. Gracias a todos, muchas gracias, una vez más.

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