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Las venas abiertas de Haití

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Imagen: La autora haitiana Edwidge Danticat es una de las voces más destacadas de la literatura mundial contemporanea (Foto: Sean Drakes/LatinContent/Getty Images).

Jacobin

EDWIDGE DANTICATTRADUCCIÓN: LUCIA STECHER Y THOMAS ROTHE

En en los últimos meses, la crisis haitiana volvió a aparecer con fuerza en los medios internacionales. La literatura de Edwidge Danticat nos recuerda que la crisis política y humanitaria en Haití, tanto como la lucha por la libertad de la isla, tienen una larga historia.

on el asesinato del presidente Jovenel Moïse en julio pasado, el devastador terremoto y la nueva ola migratoria de haitianos en la frontera de Estados Unidos, la situación de crisis humanitaria dentro y fuera de Haití volvió a aparecer con fuerza en los medios internacionales.

En este contexto, la escritura de Edwidge Danticat adquiere aún más relevancia. Con una contundente obra de ficción y no ficción, la premiada autora haitiano-estadounidense ofrece una mirada singular sobre la historia contemporánea de su país natal y la imaginación política de los artistas migrantes.

En 2019, el sello independiente Banda Propia editoras publicó una traducción de Crear en peligro: el trabajo del artista migrante. Para fines de este año prepara la traducción de su última novela Claire of the Sea Light. El texto que sigue es un fragmento de Crear en Peligro, la crónica inicial del libro homónimo.


El 12 de noviembre de 1964, una gran multitud se reunió en Puerto Príncipe para ser testigo de una ejecución. El presidente de Haití era entonces el dictador François «Papa Doc» Duvalier, que llevaba siete años de un gobierno que duraría quince. El día de la ejecución ordenó el cierre de las oficinas públicas, de modo que cientos de empleados estatales pudieran asistir. También se cerraron las escuelas y se le ordenó a los directores que llevaran a sus estudiantes. Cientos de personas que vivían en la periferia de la ciudad fueron trasladadas en autobús para observar. 

Los hombres a los que se iba a ejecutar eran Marcel Numa y Louis Drouin. Marcel Numa tenía veintiún años, era alto y de piel oscura. Provenía de una familia de plantadores de café de Jérémie, un bello pueblo del sur de Haití también conocido como la «Ciudad de los Poetas». Había estudiado Ingeniería en la Bronx Merchant Academy de Nueva York y había trabajado para una empresa de transportes estadounidense. 

Louis Drouin, apodado Milou, era un hombre de treinta y un años y piel clara, que también provenía de Jérémie. Había servido en el ejército estadounidense —en Fort Knox y luego en Fort Dix en Nueva Jersey— y estudiado Finanzas antes de trabajar en bancos franceses, suizos y estadounidenses en Nueva York. Numa y Drouin habían sido amigos de infancia en Jérémie. 

Los dos siguieron siendo amigos en los años cincuenta en Nueva York, ciudad a la que se fueron después de que Duvalier asumió el poder. Ahí se unieron a un grupo llamado Jeune Haiti, o Joven Haití, y llegaron a ser dos de los trece haitianos que regresaron al país desde Estados Unidos en 1964 para participar en una guerra de guerrillas que buscaba derrocar la dictadura. 

Los hombres de Jeune Haiti pasaron tres meses luchando en las colinas y montañas del sur de Haití, y la mayoría murió en combate. Marcel Numa fue capturado por miembros del ejército de Duvalier mientras compraba comida en un mercado al que fue vestido como campesino. Louis Drouin cayó herido en una batalla y pidió a sus amigos que lo dejaran solo en el bosque. 

«De acuerdo con nuestros principios, debería haberme suicidado en esa situación», se supone que dijo Drouin en su última declaración durante el juicio militar secreto que le hicieron. «Chandler y Guerdès [otros dos miembros de Jeune Haiti] fueron heridos… El primero le pidió… a su mejor amigo que lo rematara; el segundo se suicidó después de destruir una caja de municiones y todos los documentos. Eso no me afectó. Solo reaccioné después de la desaparición de Marcel Numa, que había sido enviado a buscar comida y alguna vía de escape por mar. Éramos muy cercanos; nuestros padres eran amigos». 

Tras meses de intentar capturar a los hombres de Jeune Haiti y luego de haber encarcelado y asesinado a cientos de sus parientes, Papa Doc Duvalier quiso convertir la muerte de Numa y Drouin en un espectáculo. 

Así, el 12 de noviembre de 1964 hay dos postes erguidos en las afueras del cementerio nacional. Hay una audiencia cautiva reunida. Han convocado a periodistas de radio, prensa y televisión. Numa y Drouin están vestidos con lo que en una película en blanco y negro parece ser la ropa con la que fueron capturados: un uniforme caqui en el caso de Drouin y una modesta camisa blanca y pantalones que parecen de mezclilla en el de Numa. Ambos son llevados desde el borde de la multitud hacia los postes. Dos verdugos privados de Duvalier, tonton macoutes con lentes oscuros y vestidos de civil, les atan las manos a las espaldas. A continuación, los tonton macoutes amarran las sogas alrededor de los bíceps de los hombres para sujetarlos a los postes y mantenerlos de pie. 

Marcel Numa y Louis Drouin eran miembros de Jeune Haiti, o Joven Haití, un grupo de exiliados que regresó al país desde Estados Unidos en 1964 para participar en una guerra de guerrillas que buscaba derrocar la dictadura de “Papa Doc” Duvalier.

Numa, el más alto y delgado de los dos, sigue erguido, perfectamente perfilado casi sin inclinación contra el pedazo cuadrado de madera que tiene detrás. Drouin, que llevaba anteojos con gruesos tipo browline, mira hacia abajo, a la cámara que está grabando sus momentos finales. Parece como si Drouin estuviera reprimiendo las lágrimas mientras sigue parado ahí, amarrado al poste, ligeramente encorvado. Los brazos de Drouin son más cortos que los de Numa y su soga parece más suelta. Mientras Numa mira de frente, Drouin empuja su cabeza hacia atrás para apoyarla en el poste. 

El tiempo está ligeramente acelerado en la copia de la película que tengo y en algunos lugares las imágenes saltan. No hay sonido. Una gran multitud se extiende mucho más allá de la pared de ce- mento detrás de la cual están atados Numa y Drouin. Hacia el lado hay un balcón lleno de escolares. Al parecer pasa un tiempo, luego se ve a los escolares y otras personas circular. Los soldados se pasan las pistolas de una mano a la otra. Algunas personas del público se ponen las manos en la frente para protegerse del sol. Otros se sientan distraídamente sobre una muralla de piedra de poca altura. 

Un cura blanco y joven con sotana emerge de la multitud con un libro de plegarias. Parece ser la persona a la que todos estaban esperando. El cura le dice algunas palabras a Drouin, quien eleva su cuerpo en una pose desafiante. Drouin indica con la cabeza a su amigo. El cura pasa un poco más de tiempo con Numa, que inclina la cabeza mientras le hablan. Si esta fuera la extremaunción de Numa, sería claramente una versión abreviada. 

Cuando más tarde el cura vuelve donde Drouin para hablarle, un corpulento macoute vestido con sencillez y dos policías uniformados se acercan para escuchar sus palabras. Puede que le estén ofreciendo algún tipo de venda para los ojos, que él rechaza. Drouin sacude la cabeza como diciendo: «Terminemos con esto». A ninguno de los dos les ponen vendas o capuchas. 

Los siete hombres con casco y uniforme militar caqui que forman el pelotón de fusilamiento estiran sus brazos a ambos lados del cuerpo. Se tocan los hombros unos a otros para tomar posición y distancia. La policía y el ejército obligan a la multitud a retroceder, quizás para evitar que le llegue una bala perdida a alguien. Los miembros del pelotón de fusilamiento alzan sus rifles Springfield, cargan la munición y ponen las armas sobre sus hombros. Alguien debe gritar «¡fuego!» desde un lugar que no entra en la imagen y ellos obedecen. Las cabezas de Numa y Drouin se desploman al mismo tiempo hacia un lado, por lo que sabemos que los tiros alcanzaron su blanco. 

Ambos cuerpos se deslizan por los postes, los brazos de Numa terminan ligeramente sobre sus hombros y los de Drouin debajo. Sobre sus cuerpos arrodillados yerguen de nuevo las cabezas, hasta que un soldado en ropa de camuflaje se acerca y les da el tiro de gracia. Sus cabezas vuelven a desplomarse y sus cuerpos se siguen deslizando. Numa sangra por la boca. Los lentes de Drouin caen al suelo, sus vidrios rotos y ensangrentados tienen restos de cerebro. 

Al día siguiente, Le Matin, el diario oficial del país, describe a la multitud estupefacta como «febril, comunicada en una exaltación patriótica mutua para maldecir el aventurerismo y bandolerismo». 

«Los panfletos gubernamentales que circulaban en Puerto Príncipe la semana pasada dejaban poco espacio a la imaginación», señalaba la edición del 27 de noviembre de 1964 del semanario estadounidense Time. «“El doctor François Duvalier va a cumplir con su misión sacrosanta. Ha aplastado y aplastará siempre los intentos de la oposición. Piénsenlo bien, renegados. Este es el destino que les espera a ustedes y los de su calaña”». 

Todos los artistas, entre ellos también los escritores, tienen historias —podríamos hablar de mitos de creación— que los persiguen y obsesionan. Esta es una de las mías. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la primera vez que oí hablar de ella. Siento que la conozco desde siempre y que he ido completando los detalles que despertaban mi curiosidad a través de fotos, artículos de diario y de revistas, libros y películas. 

La ejecución de Marcel Numa y Louis Drouin, además de ser un choque desgarrador entre vida y muerte, patria y exilio, comparte con otros mitos de creación su asociación con un acto de desobediencia al mandato de una autoridad superior, que es castigado brutalmente. Según el mito de creación más grande de todos, las primeras personas que poblaron el mundo, Adán y Eva, desobedecieron al Ser Superior que los creó desde el caos, desafiando la orden de Dios de no comer la que debe haber sido la manzana más deseable del mundo. Como consecuencia, Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso y de ello resultó todo, desde tener que marcar tarjeta en el trabajo hasta sufrir partos largos y dolorosos. 

A Adán y Eva se les ordenó no comer la manzana. Fueron castigados con el destierro, con el exilio del Paraíso. Nosotros, los narradores del mundo, debiéramos estar más agradecidos que nadie de que Adán y Eva hayan sido desterrados y no ejecutados, porque en ese caso no habría habido ningún otro relato, ni más historias que contar. 

En su obra Calígula, Albert Camus —de quien tomo prestada una parte del título de este ensayo— hace decir a Calígula, el tercer emperador romano, que lo importante no es si la persona es exiliada o ejecutada, sino que él tenga el poder de decidir. Antes de su ejecución, Marcel Numa y Louis Drouin habían sido exiliados. Huyeron de Haití con sus padres cuando Papa Doc llegó al poder en 1957 y se dispuso a arrestar a todos sus detractores y opositores en la Ciudad de los Poetas y en otros lugares. 

Numa y Droin se habían convertido en jóvenes migrantes productivos en Estados Unidos, donde construyeron una nueva vida. Se decía que Drouin no solo tenía experiencia en el ejército y en el mundo de las finanzas, sino que también había sido un buen escritor y que dirigía las comunicaciones de Jeune Haiti. En Estados Unidos contribuía con un periódico político llamado Lambi. Marcel Numa provenía de una familia de escritores. Uno de sus parientes hombres, Nono Numa, adaptó la obra El Cid del dramaturgo francés del siglo XVII Pierre Corneille ambientándola en Haití. Muchos de los jóvenes con los que Numa y Drouin fundaron Jeune Haiti habían perdido a sus padres a manos de Papa Doc Duvalier y retornaron, como el Cid y Hamlet, para vengarlos. 

Como la mayor parte de los mitos de creación, este se proyecta más allá de mi propia vida, pero aun así siento su presencia, incluso su urgencia. Marcel Numa y Louis Drouin fueron patriotas que murieron para que otros haitianos puedan vivir. También fueron migrantes, como yo. Sin embargo, abandonaron sus vidas cómodas en Estados Unidos y se sacrificaron por su patria. Una de las primeras cosas que el déspota Duvalier trató de quitarles fue el elemento mítico de sus historias. En la propaganda que precedió a sus ejecuciones los calificó de no haitianos, de rebeldes extranjeros, de blans [blancos], buenos para nada.

François “Papa Doc” Duvalier utilizó tanto el asesinato como la expulsión para eliminar a sus adversarios políticos durante su dictadura. Se calcula que fueron más de treinta mil las personas asesinadas bajo su régimen.

Cuando ejecutaron a Numa y Drouin, mis padres —ambos de 29 años y recién casados— vivían en Haití, en un barrio llamado Bel Air, a unos treinta minutos a pie del cementerio. Bel Air tenía un centro comunitario financiado por el gobierno, un centre d’étude al que asistían hombres y mujeres jóvenes —pero principalmente hombres jóvenes— en las noches, sobre todo los que no tenían electricidad en sus casas. Algunos de esos jóvenes —no mis padres, sino jóvenes que estudiaban en el centro— formaban parte de un club de lectura auspiciado por la Alianza Francesa. Se llamaba Le Club de Bonne Humeur o el club de buen humor. En esa época, en Le Club de Bonne Humeur estaban leyendo la obra de Camus Calígula con la perspectiva de montarla en el teatro. 

En la versión de Camus, Calígula se enfurece y se desmorona lentamente cuando muere su hermana, que también era su amante. En el prefacio a una traducción al inglés de la obra, Camus escribió: «Busco en vano la filosofía en estos cuatro actos […] Respeto poco el arte que deliberadamente busca impactar porque no es capaz de convencer». 

Después de las ejecuciones de Marcel Numa y Louis Drouin, mientras los cines y la televisión estatal mostraban una y otra vez las imágenes de sus muertes, los jóvenes hombres y mujeres de Le Club de Bonne Humeur, al igual que el resto de Haití, necesitaban desesperadamente un arte que pudiera convencer. Necesitaban un arte que los convenciera de que no morirían de la misma forma que ellos. Necesitaban convencerse de que podían seguir hablando, de que era posible seguir narrando y legando historias. Así, como solía contar mi padre, con sábanas blancas como togas estos jóvenes trataron de montar la obra de Camus —silenciosa, silenciosamente— en muchas de sus casas, donde susurraban textos como este: 

La ejecución alivia y libera. Es universal, fortificante y justa tanto en sus aplicaciones como en sus intenciones. Uno muere si es culpable. Uno es culpable porque es súbdito de Calígula. Es decir, todo el mundo es súbdito de Calígula. Por lo tanto, todo el mundo es culpable. De lo que se desprende que todo el mundo muere. Es una cuestión de tiempo y de paciencia. 

Los montajes clandestinos de esta y otras obras, así como las lecturas secretas de textos literarios, se convirtieron en una leyenda tan poderosa que aún años después de la muerte de Papa Doc Duvalier, cada vez que había un asesinato político en Bel Air —el barrio en el que pasé los primeros doce años de mi vida—, algún joven aspirante a intelectual inevitablemente decía que era momento de montar una obra. Y debido a que el tío que me crio mientras mis padres estaban en Nueva York, durante dos tercios de los primeros doce años de mi vida, era pastor en Bel Air y tenía una iglesia y una escuela con algo de espacio disponible, de vez en cuando alguna de esas obras era leída y representada —silenciosa, silenciosamente— en el patio trasero de su iglesia. 

Hubo muchas versiones de esta historia a lo largo del país: clubs de lectura y de teatro albergando en secreto obras literarias potencialmente subversivas, familias enterrando e incluso quemando sus bibliotecas, libros que podrían parecer inocentes pero que fácilmente podían traicionar a alguien. Novelas con títulos equivocados. Tratados con títulos e intenciones correctas. Secuencias de palabras que dichas, escritas o leídas podían causar la muerte de una persona. Algunas veces esas palabras habían sido escritas por autores haitianos como Marie Vieux-Chauvet y René Depestre, entre otros. Otras veces provenían de escritores extranjeros o blan, como Aimé Césaire, Frantz Fanon o Albert Camus, quienes eran intocables por no ser haitianos o por estar muertos hace mucho tiempo. El hecho de que los muertos estuvieran a salvo del exilio —a diferencia, por ejemplo, de lo que le ocurrió al novelista inglés Graham Greene, expulsado de Haití después de escribir Los comediantes— hacía aún más atractivos a los escritores «clásicos». En contraste con lo que le ocurría a los ciudadanos haitianos, esos escritores no podían ser torturados o asesinados, ni corrían el riesgo de exponer a los miembros de su familia a la tortura y el asesinato. Y por más que Papa Doc lo intentara, no podía hacer desaparecer sus palabras. Sus máximas y frases seguirían regresando, profundamente sumergidas en memorias marcadas por las técnicas de recitación memorística que el sistema educativo haitiano enseñaba tan bien. Debido a que los escritores que aún vivían en Haití, que todavía no habían sido exiliados o asesinados, no podían pronunciar o imprimir sus propias palabras abiertamente, muchos de ellos se volcaron o retornaron a los griegos. 

Frente a la prohibición de recoger un cuerpo ensangrentado de la calle, los escritores haitianos introducían a sus lectores al Edipo rey y la Antígona de Sófocles, reescritos en creol y ambientados en Haití por el dramaturgo Franck Fouché y el poeta Félix Morisseau- Leroy. Esta fue la opción por la que se decidieron estos escritores, construyendo un peligroso equilibrio entre el silencio y el arte. 

¿Cómo se encuentran, unos a otros, los escritores y lectores que viven en circunstancias tan peligrosas? En condiciones en que tanto leer como escribir constituyen actos de desobediencia. El lector, nuestra Eva, conoce las consecuencias que puede tener comer esa manzana, pero pese a ello le da un atrevido mordisco. 

¿De dónde saca el lector la valentía para dar ese mordisco, para abrir ese libro? ¿Después de un arresto, de una ejecución? Ciertamente lo puede encontrar en la fuerza del coro silencioso formado por otros lectores, pero también en el coraje del escritor que da un paso adelante, que tuvo la valentía de escribir o reescribir un texto. 

Crear en peligro para gente que lee en peligro. Siempre pensé que eso era lo que significaba ser escritor. Escribir sabiendo que, sin importar cuán triviales parezcan tus palabras, algún día, en algún lugar, alguien podría arriesgar su vida para leerlas. Por mi historia, por el lugar de donde vengo —pasé los doce primeros años de mi vida bajo las dictaduras de Papa Doc primero y su hijo Jean Claude después—, siempre he considerado que ese es el principio que une a todos los escritores. Esto es lo que, entre otras cosas, puede unir a Albert Camus y Sófocles con Toni Morrison, Alice Walker con Osip Mandelstam, y a Ralph Waldo Emerson con Ralph Waldo Ellison. En algún lugar, si no ahora, quizás en muchos años más, en un futuro que todavía no podemos imaginar, alguien podría arriesgar su vida para leernos. En algún lugar, si no ahora, quizás en muchos años más, podríamos incluso salvar la vida de alguien que nos convirtió en ciudadano honorario de su cultura. 

Crear en peligro
Edwidge Danticat
Traducción Lucia Stecher y Thomas Rothe
202 páginas
Crónica

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