ES IMPERATIVO reivindicar el rol activo del Estado en la regulación de la producción y el comercio, desafiando la tesis de que la desigualdad social es una condición del progreso y el resultado ‘justo’ del actuar mercantil. Esa es, tal vez, la mayor de las falacias explicitadas por los adoradores del sistema neoliberal salvaje.
Lo concreto es, en cambio, que tales problemas de desigualdades obedecen principalmente al actuar de algunos empresarios, y no del ‘mercado’ propiamente tal, ya que este no cuenta con pensamiento ni voluntad propia, pues no se trata de un ser vivo sino de una entelequia parida –y administrada- por los humanos.
Todo emprendimiento económico empresarial, privado o particular, tiene como principal -y a veces único- objetivo el ganar dinero; mientras mayor sea el volumen de billetes obtenidos, mejor…pues de esa forma más exitoso empresario privado lo supone la sociedad, independiente incluso de que el gestor de la fortuna haya pisoteado leyes y condiciones ambientales.
“Eso de que los particulares ayudan fuertemente al Estado en la parte social, es una mentira. Ellos sólo se interesan en enriquecerse, y cuando instalan una empresa o un negocio tienen como exclusivo norte captar clientela que disponga de plata». «Si todo lo que hay en el país estuviera en manos de particulares, la gente del pueblo estaría muerta de hambre, de frío o abatida por enfermedades que no pudieron ser sanadas a tiempo, porque esa misma gente carece de monedas para cancelar los servicios y bienes que producirían los particulares.»
Aunque concuerdo con la opinión anterior -que pertenece a una mujer de trabajo que solicitó obviar su nombre- creo que la empresa privada, más allá del pago de impuestos, en algo ha ayudado al papá fisco para solventar gastos sociales. Que es insuficiente, no hay duda. Que los impuestos son bajos y muchas veces son esquivados por los poderosos, tampoco está en discusión.
-¿Cómo se puede formar un pequeño capital financiero? -preguntó la dama.
– Con trabajo y ahorro -respondí.
– ¿Y para ahorrar, qué debo hacer? -insistió ella.
– Tomar la decisión de no consumir algunos bienes y servicios, colocando ese dinero no utilizado en la corriente económica, vale decir, en los bancos, financieras, sociedades anónimas, etc.
– Entonces yo nunca podré ahorrar, pues lo que gano por mi trabajo, con suerte, me permite comer…y no muy bien que digamos. Tendría que desistir de usar la luz eléctrica, el gas y el agua…no habría otra forma, pero me moriría de angustia en pocos meses.
– Los servicios básicos son imprescindibles -acoté- pero puede renunciar, por ejemplo, a ir al cine, a la playa, comprar ropa, salir de ‘carrete’, fumar, beber gaseosas, consumir golosinas, etc.
– Todo eso que usted dice yo no lo hago desde hace años, y sigo sin poder ahorrar –refunfuño la dama.
Es el drama de millones de chilenos. No sólo de aquellos que ofrecen sus servicios como mano de obra no especializada, sino también de quienes cuentan con calificación, incluyendo a técnicos y profesionales. En nuestro país los sueldos son dramáticamente bajos, y el costo de la vida es uno de los más altos del continente. Pero, a contrario sensu, las ganancias empresariales se ubican en la cúspide del ranking sudamericano.
Es enorme la profundidad de la brecha económica que asuela a Chile, pero este asunto parece no preocupar realmente a las autoridades empresariales y políticas, pues ninguna de ellas ha mostrado voluntad para atacar el problema.
LOS DESASTRES NATURALES Y LA POBREZA
Un prestigiado académico chileno -el profesor e historiador Manuel Fernández Canque- en su obra publicada por la Universidad de Tarapacá junto a Ediciones de la DIBAM: «Arica 1868, un tsunami y un terremoto», en las páginas 307-308 expone lo siguiente:
«»Se colige entonces la conclusión obligada que apunta hacia la pobreza y la ausencia de desarrollo humano como las causas principales de las desgracias, más que a los fenómenos naturales en sí. Las sociedades donde se concentra el poder económico logran una protección infinitamente mayor que aquella de los pobres de la tierra. Incluso, en el interior de las sociedades ricas, los focos de pobreza presentan una vulnerabilidad sumamente alta, como lo demuestra el caso de Nueva Orleans en Estados Unidos cuando debió enfrentar al huracán Katrina a fines de agosto de 2005.»»
Salvo contadas excepciones, todo desastre natural castiga en forma severa a la población menos favorecida económicamente, mientras que quienes poseen dinero suficiente logran superar sin mayores dificultades los azotes de la veleidosa Pacha Mama, gracias a contar con viviendas sólidas levantadas en lugares alejados del peligro, como son los ríos, cerros, hondonadas, lodazales, etc. En cambio, en esos mismos sitios plagados de amenazas es donde los pobres deben vivir sorteando el azar y la desgracia.
En nuestro planeta -y obviamente en nuestro país- los fenómenos naturales son parte del escenario. Nadie puede llamarse a extrañeza si ocurre un terremoto o se produce un temporal de copiosa lluvia, pues ello es lo que sucede de tiempo en tiempo en nuestro territorio. Sabemos, a ciencia cierta, que los ríos que surcan la zona central tienen un corto recorrido desde su nacimiento cordillerano hasta la desembocadura marítima, por lo que carecen de curso medio prolongado y -debido a ello- suelen salirse de madre en los inviernos con fuertes precipitaciones. ¿Quiénes son siempre los principales damnificados?
La empresa privada se encarga de ofrecer construcciones mobiliarias geográficamente bien ubicadas, de buen nivel y solidez, a quienes disponen de altas sumas de dinero para adquirirlas. Cuando se trata de poblaciones y villas destinadas a gentes de menores o escasos recursos, no importa cuán peligrosa pueda ser la ubicación, ni cuán mediocres o de mala calidad resulten ser los materiales ocupados para levantar esos inmuebles. La complicidad de un Estado cuyas manos y conciencias están en poder de los primeros, se concreta en conocidos ejemplos como los detestables departamentos COPEVA y las ‘casas Chubi’, cuyas construcciones estuvieron a cargo de empresarios particulares por decisión y supervisión del Ministerio de la Vivienda.
EL ROL AL QUE EL ESTADO NO DEBE RENUNCIAR
La empresa privada -en todo el planeta- juega con las necesidades de los desposeídos. Un ejemplo reciente de ello es la actual crisis alimentaria que preocupa a muchas naciones, la cual se desglosa de la ambición económica (disfrazada de ‘tecnologismo’) que mueve al capital transnacional.
Estados Unidos ha visto reducirse la oferta de algunos comestibles y productos en sus principales cadenas de supermercados. No se debe sólo al cambio climático sino también, y quizá principalmente, a que enormes consorcios agrícolas están destinando alimentos como arroz y maíz a la producción de etanol. Pero, obviamente, la distribución de petróleo y sus derivados seguirá constituyendo el principal mercado abastecedor para los vehículos de combustión interna, y la oferta de esos combustibles no disminuirá. Con decisiones como estas ganan los poderosos.
El petróleo sube a 80 dólares el barril y los alimentos se encarecen severamente. ¿Quién pierde? ¿A quién se explota de manera inmisericorde? Las grandes masas de trabajadores impetran mayor eficacia del Estado en la regulación y vigilancia de la actividad empresarial, la que a su vez clama por un Estado reducido a nivel de cabeza jibarizada.
En esta disputa, muchos gobiernos (entre ellos, el nuestro) se inclinan a favor del capital a costa del bienestar de la población. De esa forma, la empresa privada es quien decide -siempre a su favor- cuándo y cómo se aplican los programas sociales.
Pese a que la ideología dominante insiste en machacar la conciencia ciudadana con el argumento del respeto irrestricto al orden natural del mercado, un gran número de la población se encuentra en un nivel de marginación que no le permite hacer usufructo de los beneficios de las riquezas sociales, mucho menos de las decisiones políticas que se desprenden del fortalecimiento exclusivo de la macroeconomía, lo cual se pretende remediar en parte, y mediocremente, con la expansión de los créditos y el endeudamiento profundo de los sectores pobres de la nación.
En suma, ningún país civilizado puede dejar el devenir de su desarrollo al libre arbitrio de los intereses empresariales que se sustentan en la ganancia económica como única variable del progreso, de la paz social y del bien común.
Y tampoco ningún Estado debe renunciar -ni siquiera temporalmente- a su rol regulador de la producción y el comercio.