El Porteño
por Alejandro Valenzuela Torres
El 19 de septiembre, día en que se celebra oficialmente “las Glorias del Ejército”, no es solo una ceremonia militar. Es un acto político. Es un ritual de legitimación simbólica de la violencia de clase que sustenta el orden capitalista chileno. Como toda ceremonia de Estado, pretende ocultar tras una apariencia de tradición, unidad nacional y profesionalismo, el carácter real de la institución homenajeada: una fuerza armada creada y mantenida para defender los intereses históricos de la oligarquía y del capital imperialista.
Un origen fundacional: el Ejército como árbitro armado del naciente Estado burgués
El 19 de septiembre de 1810, un día después de la instauración de la Primera Junta de Gobierno, las unidades militares coloniales se formaron en la Plaza de Armas de Santiago para saludar al nuevo gobierno criollo. Sin embargo, lejos de representar una ruptura revolucionaria, esa formación simbolizaba la continuidad de la estructura colonial adaptada a las necesidades de una clase dirigente que no deseaba la revolución popular, sino el reemplazo del dominio español por su propio control de la maquinaria estatal.
Desde ese momento, el Ejército chileno no fue —ni por un instante— una fuerza armada del pueblo. Su primer gran crimen fundacional fue el asesinato de Manuel Rodríguez en 1818, a manos de una oficialidad que veía en él el peligro de un proyecto nacional-popular radical. Con esta ejecución se selló su destino: el Ejército sería garante del nuevo orden oligárquico, no del proceso de liberación nacional.
Durante la consolidación del Estado portaliano en el siglo XIX, la función del Ejército fue cristalina: intervenir en los conflictos políticos internos para imponer por la fuerza la hegemonía del capital mercantil-centralista sobre cualquier aspiración federalista, popular o democratizante. Las guerras civiles de 1829, 1851, 1859 y las masacres obreras de fines del siglo XIX no fueron desvíos, sino acciones doctrinarias en defensa del orden burgués.
En este contexto, el desfile militar anual comenzó a establecerse como un acto de poder. Desde 1832, durante el gobierno de Joaquín Prieto —bajo la férrea conducción de Diego Portales— se organizaron “revistas militares” en las fiestas patrias. Estas eran demostraciones no solo de disciplina, sino también de advertencia: una forma de recordar al pueblo quién tenía el monopolio de la fuerza.
Con la llegada de la misión militar alemana en 1895 y la adopción del modelo prusiano, el Ejército se profesionaliza… al estilo imperial. El desfile de 1896 en el Parque Cousiño marca el paso definitivo hacia una ceremonia de obediencia coreografiada, cargada de simbolismo nacionalista pero sin contenido social emancipador. La oligarquía había dotado al Ejército de una estética moderna para continuar reprimiendo con eficacia.
La ley de 1915: institucionalización del culto militar
La Parada Militar del 19 de septiembre fue establecida como feriado nacional por Decreto Supremo N° 2977 bajo el gobierno de Ramón Barros Luco, en plena era del parlamentarismo oligárquico. Esta legalización del homenaje al Ejército coincide con el ascenso del movimiento obrero, y no es casualidad: se convierte en una herramienta para fomentar la identidad militarista-burguesa frente a la creciente conciencia de clase.
La oligarquía necesitaba reforzar simbólicamente la lealtad al Estado, justo cuando la lucha de clases se tornaba más aguda. En 1907, solo ocho años antes, el mismo Ejército había masacrado a más de 3.000 trabajadores y sus familias en la Escuela Santa María de Iquique, bajo órdenes directas del poder económico. El desfile militar de cada 19 de septiembre no es una ceremonia inocente: es una expiación institucional del crimen, una glorificación periódica de la violencia estatal.
El historiador Gabriel Salazar ha documentado 23 intervenciones armadas del Ejército chileno entre 1818 y 1973, todas del mismo signo político: aplastar por la vía de las armas cualquier intento de transformación popular que amenace la estructura de clases vigente. Desde la guerra civil de 1829-30, en la que los militares impusieron la hegemonía conservadora, hasta la masacre de Iquique en 1907 —donde más de 3.000 trabajadores del salitre fueron ejecutados a sangre fría— el patrón se repite: cada vez que los oprimidos intentan intervenir en la historia, el Ejército responde como lo que es: el brazo armado de la burguesía.
El carácter de clase del Ejército chileno se expresa no solo en sus acciones represivas, sino también en su rol constituyente, es decir, en su capacidad para moldear el orden institucional. Las Constituciones de 1833, 1925 y 1980 fueron dictadas bajo tutela militar. En los tres casos, el Ejército operó como árbitro de hierro de la “legalidad”, reemplazando las correlaciones sociales reales por la imposición del terror armado.
El Estado no es más que el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase y el poder público (incluido el ejército) no es otra cosa que una maquinaria de dominación de clase. Esta definición clásica marxista encuentra su confirmación empírica más brutal en el caso chileno.
La represión sistemática de huelgas obreras, revueltas campesinas, protestas estudiantiles y levantamientos indígenas ha sido la tarea histórica del Ejército. No es un desvío, no es una “traición” a su deber republicano: es su función estructuralen tanto componente del aparato estatal burgués. Como dice Lenin: “el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, y en la república democrática tanto como en la monarquía”.
De la “pacificación” a la masacre: continuidad estructural
El Ejército chileno condujo la colonización sangrienta de Wallmapu entre 1861 y 1883 —un verdadero genocidio bajo el eufemismo de “Pacificación de la Araucanía”— y masacró sin piedad a campesinos mapuche en Ránquil (1934), a trabajadores en Santa María de Iquique (1907) y a pobladores en Puerto Montt (1969). En efecto, los aparatos militares estatales —incluso cuando surgen de revoluciones— tienden a volverse instrumentos de restauración burguesa si no son capaces de proyectarse como revolución en el plano internacional.
Desde la Doctrina de Seguridad Nacional hasta la colaboración con la CIA en el Golpe de 1973, pasando por las misiones en Haití o la represión del estallido social de 2019, el Ejército chileno ha reafirmado su rol como instrumento militar del capital imperialista en el Cono Sur. Esto demuestra que el aparato militar y policial es siempre el escudo más sólido de las clases privilegiadas. Allí se refugian cuando tiemblan sus instituciones.
Durante el estallido social, en plena «democracia», volvimos a ver este principio en acción: fusiles, tanques, municiones y protocolos de guerra se emplearon contra un pueblo desarmado. El Ejército volvió a repetir el mismo papel: fusil en mano, proteger a los bancos, a las AFP y al capital extranjero.
En palabras del historiador Sergio Grez, el ejército ha sido “el guardián armado del orden social impuesto desde arriba”. La sangre derramada en las pampas, en las ciudades y en las calles demuestra que no hablamos de un pasado superado, sino de una herida que continúa abierta en la historia nacional.
Disolución del Ejército burgués, no su reforma
La historia del Ejército de Chile no requiere ser “revisada”, sino comprendida en su esencia: no es una institución deformada, es una institución coherente con la lógica del Estado capitalista. En coherencia con las tesis de la III Internacional antes de su degeneración, el Ejército profesional y permanente debe ser disuelto y reemplazado por la milicia popular armada. Cualquier estrategia revolucionaria que busque simplemente “democratizar” o “reformar” el Ejército está condenada a fracasar. La historia no deja espacio para la ilusión: o se disuelve el aparato militar de la burguesía o se disuelve la revolución. No se puede cabalgar al tigre sin ser devorado.