por Franco Machiavelo
El sindicalismo chileno, otrora bastión de lucha y resistencia popular, ha sido gradualmente neutralizado, cooptado y transformado en una extensión dócil del poder político y económico. Lo que alguna vez fue un espacio de organización emancipadora, hoy aparece como un engranaje más dentro del aparato institucional que reproduce las mismas relaciones de dominación que dice combatir.
Los actuales dirigentes de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) se mueven entre dos mundos: el de la retórica combativa y el de los privilegios burocráticos. Mientras en sus discursos invocan la dignidad obrera y la justicia social, en la práctica muchos ocupan cargos administrativos, puestos en ministerios, embajadas o asesorías políticas. Se han convertido en operadores del sistema, no en sus opositores. Han aprendido el lenguaje del poder y se han integrado a él, asegurando su permanencia mediante el silenciamiento del conflicto social.
La lógica de control no necesita hoy de represión directa; basta con la seducción institucional. El poder, astuto, ha entendido que es más eficaz integrar a los dirigentes que enfrentarlos. Convertirlos en parte del aparato estatal garantiza su obediencia. Así, los sindicatos dejan de ser espacios de confrontación y se transforman en mecanismos de administración del descontento. El movimiento obrero se convierte en un cuerpo dócil, disciplinado, que simula resistencia mientras legitima la continuidad del orden neoliberal.
Los dirigentes sindicales, envueltos en la lógica del privilegio, ya no representan a la clase trabajadora, sino que la gestionan. Su función no es transformar la estructura social, sino contener las demandas, regular la protesta y asegurar la gobernabilidad. Son los intermediarios entre el poder y los oprimidos, pero su lealtad ya no está con los segundos. El sindicalismo chileno ha sido domesticado mediante la promesa de ascenso social y reconocimiento estatal.
Detrás de los discursos progresistas y las declaraciones de unidad, lo que persiste es la lógica de la subordinación. El sindicalismo institucional ha perdido su capacidad crítica porque ha interiorizado el lenguaje del poder. Habla de “diálogo social” cuando se trata de negociación desigual, y de “paz laboral” cuando lo que hay es resignación impuesta.
El verdadero problema no es la traición de unos pocos dirigentes, sino la colonización del pensamiento sindical por parte de la racionalidad neoliberal. Cuando los trabajadores comienzan a pensar como empresarios y los sindicatos actúan como oficinas de recursos humanos del Estado, la emancipación se vuelve impensable.
Chile necesita recuperar el sentido original del sindicalismo: la organización autónoma de los trabajadores para desafiar el poder, no para servirle. La dignidad obrera no se conquista desde los escritorios ministeriales ni desde las embajadas, sino desde la calle, la fábrica y el territorio. Mientras el sindicalismo siga subordinado al poder político y a la lógica del mercado, seguirá siendo un simulacro de lucha: una sombra vacía de la verdadera fuerza que alguna vez representó.











