El hospital, el día después
En Francia, la crisis desatada por la pandemia de coronavirus expuso el absoluto deterioro del sistema de salud como resultado de la negligencia de los gobiernos de los últimos treinta años. Este es el momento de aprender la lección y revisar por completo la política sanitaria.
André Grimaldi/Frédéric Pierru *
Le Monde Diplomatique, el Dipló, abril 2020
Traducción de Patricia Minarrieta
“Estamos en guerra”. El presidente de la República Emmanuel Macron lo repitió siete veces durante su solemne alocución del 16 de marzo de 2020. En guerra, ¿contra quién? Contra un virus que provoca una enfermedad benigna en aquellas y aquellos que no mata. Pero que, como es particularmente contagioso, puede matar a mucha gente, y no solo a las personas mayores o vulnerables –a falta de vacunación–. De ahí las variaciones de la comunicación gubernamental.
En efecto pasamos, en pocas semanas, de mensajes tranquilizadores que apuntaban a proteger a las personas llamadas “de riesgo” a un llamado general que conmina a todas las personas a acudir lo antes posible a los refugios. La contradicción culminó la víspera de la primera vuelta de las elecciones municipales, cuando el primer ministro Édouard Philippe decidió el cierre inmediato de los bares y los restaurantes, y al mismo tiempo le pidió a los ciudadanos que se dirigieran al día siguiente a las mesas de votación. Ese “al mismo tiempo” macroniano se tornó en confusión. Provocó una abstención masiva justificada que puso fin a la “mascarada”, en términos de Agnès Buzyn, decepcionada por su resultado electoral tras su salida del ministerio de Salud. El “jefe de los ejércitos” se amparó entonces cautamente en el supuesto aviso emitido por expertos científicos, acusando a su vez a los malos franceses de “negligencia”. De donde surge una impresión de irrealidad, que acentúa el histrionismo de los discursos afectados y grandilocuentes del presidente
Los desastres sanitarios del credo neoliberal
Más grave aún, esta guerra no debería ser la “prosecución de la actividad política por otros medios”, según la expresión consagrada. Ella impone un vuelco total. En efecto, la epidemia reveló brutalmente la peligrosa inpetitud de la política neoliberal que se mantuvo ininterrumpidamente desde el último cuarto del siglo XX y que Macron decidió profundizar, transformando al empleado en emprendedor autónomo y al usuario del servicio público en cliente. Como ministro de Economía que luego se postuló para presidente de la República, deseaba que cada vez más “jóvenes franceses tengan ganas de convertirse en millonarios” (1) y los exhortaba a que “ya no busquen un jefe, sino clientes” (2).
Esa visión mercantilista trazó la línea directriz de las políticas de salud que se aplicaron con asiduidad, desde la introducción de la tarificación de la actividad (T2A) para financiar los hospitales públicos en 2004 (3). Se trataba de poner a competir a estos últimos con clínicas comerciales, en un pseudo mercado administrado. El objetivo de cada establecimiento ya no es responder a necesidades sino “ganar partes de mercado”, aumentando la actividad financieramente “rentable”, mientras “se reducen los costos de producción”.
Para garantizar el equilibrio contable, hay que aumentar las internaciones, y al mismo tiempo reducir su duración, cerrar camas (70.000 en diez años) y contener la masa salarial congelando los salarios, restringiendo la cantidad de personal e imponiendo el “trabajo de flujo extendido”. Esta concepción ideológica, que reduce el hospital público a una cadena de producción o plataforma de aeropuerto, se justifica con el desarrollo de las actividades técnicas estandarizadas programadas, como la colocación de marcapasos o stents vasculares, la diálisis, colonoscopía o cirugía ambulatoria, es decir, las actividades que privilegian las clínicas privadas. Lamentablemente, desconoce la explosión del ingreso a las urgencias, consecuencia del crecimiento de los desiertos médicos en las zonas rurales y urbanas, así como el crecimiento de las enfermedades crónicas; y hace caso omiso del retorno de las epidemias infecciosas, pese a las múltiples alertas de los últimos años.
A partir de 2008, el ajuste presupuestario público recayó principalmente sobre los hospitales, a los que se les impuso, en diez años, 8.000 millones de euros de ahorro y a los que se les pide, además, para 2020, 600 millones de ahorro. La crisis de la epidemia de bronquiolitis en el otoño de 2019, durante la cual los especialistas en reanimación pediátrica debieron trasladar lactantes a más de 200 kilómetros de su domicilio parisino por falta de camas y de personal, anunció la catástrofe. Pero no hizo vacilar a las autoridades políticas, apegadas a su visión financiera de la salud pública.
Fue, pues, necesario el Covid-19 para dar la razón al Colectivo Inter-Hospitales (CIH) y descalificar en pocas semanas el credo neoliberal: el salvaje ajuste presupuestario de los hospitales, la tarificación de la actividad, la gobernanza empresarial trasladada a la salud pública…El presidente Macron pareció descubrir repentinamente que la salud debía sustraerse a los mercados. Los “cabezas de cordada” dieron espacio en sus discursos a los “héroes de delantal blanco”, aquellos y aquellas que desde hace meses reclaman el fin de la asfixia presupuestaria.
Pese a todo, para nuestros gobernantes no es cuestión de anunciar claramente un aumento salarial para el personal hospitalario no médico: en lo que respecta a los salarios de los enfermeros, Francia ocupa la posición 28 entre 32 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Como reconocimiento a los “héroes de delantal blanco” que carecen de mascarillas de protección, Gérald Darmanin se conformó con asegurar que “se les pagarán sus horas extras”. ¡Vaya generosidad del señor ministro de la Acción y las Cuentas públicas!
Su grosería hace temer que quienes priorizaron el beneficio a corto plazo por sobre la seguridad no hayan extraído las enseñanzas de esta epidemia; quienes aceptaron que los principios activos de los medicamentos no se siguieran produciendo en Europa; quienes consideraron insensata la construcción de una empresa farmacéutica sin fines de lucro para producir los medicamentos genéricos y los dispositivos indispensables; quienes demostraron ser incapaces de proveer a demanda mascarillas y solución hidroalcohólica; los que trabajaron durante años en la demolición de los hospitales públicos; quienes acabaron con el carácter sagrado de la recaudación de la Seguridad Social (4) y sustrajeron de allí este año 2.500 millones de euros para financiar la exoneración de aportes y la reducción de la contribución social generalizada (CSG), implementadas a raíz del movimiento de los Chalecos Amarillos.
¿Cómo construir un sistema solidario?
Habrá que hacer entonces el balance de esas irresponsables decisiones y poner la política de salud y medio ambiente en el centro del debate democrático. En efecto, el sistema de cuidados se encuentra al final de la cadena y debe gestionar las consecuencias sanitarias de las decisiones de política económica y presupuestaria que agudizan las desigualdades sociales y geográficas de la salud. Trece años de esperanza de vida separan a las franjas más favorecidas de las más carenciadas (5). El virus no elige a sus víctimas pero las crisis sanitaria, económica y social golpea más a los más desfavorecidos.
“El día después”, nos promete el presidente, no será un retorno al día anterior. Esperamos que sea mejor, pero podría ser peor: igualmente liberal en lo económico, pero políticamente más autoritario. La política sanitaria será como un test: ¿salud negocio o salud pública?
El hospital público del mañana será altamente tecnológico, pero debería preservar su lugar de recurso médico y social, mantener su función de hospitalidad y permitir al mismo tiempo la innovación científica. Su financiamiento estaría pues mayormente garantizado por un presupuesto global que cambiaría en función de las necesidades definidas con los profesionales y los representantes de los usuarios –y no accionando la calculadora de Bercy–. El personal de la salud y los usuarios deberán participar en la “gobernanza” de los establecimientos. La aplicación de la regla de la “asistencia justa para el paciente al menor costo para la colectividad” sustituirá la persecución de rentabilidad para cada establecimiento.
Va de suyo que habrá que abrir camas con personal formado allí donde sea necesario, es decir, en una etapa previa a la urgencia, para poner fin a las hospitalizaciones que se prolongan durante horas en camillas y para dar seguimiento a aquellos cuadros agudos que, por razones médicas o sociales, no pueden proseguir en el domicilio de las personas que lo requieren. Los directores franceses están obsesionados por la reducción de un 30% de las camas, que conduce a “la puerta giratoria ambulatoria”. Alemania, por su parte, dispone de un 50% de camas adicionales y del doble de camas de reanimación por habitante.
Tanto en el ejercicio liberal de las profesiones de la salud como en la salud pública, la calidad de la asistencia se basa en el trabajo en equipo –médico y paramédico– con personal en número suficiente, formado y estable. Esto implica una coordinación estructurada entre los profesionales: ya sea de primeros auxilios (médicos generales del sector 2 y enfermeras liberales), especialistas, personal hospitalario o que ejerce en centros de seguimiento y rehabilitación, en el campo médico-social, en residenciales para personas mayores dependientes (Ephad). Y esto requiere también la participación en los equipos de asistencia de “pacientes expertos” –esos pacientes que padecen enfermedades crónicas, que acumularon conocimientos, aprendieron a vivir con ello y pueden acompañar a otros enfermos–. Toda esa calidad debe ser evaluada, en especial por los pares y por los pacientes. Todo esto es imposible si no renunciamos al modelo anglosajón del “pago de la calidad” que conduce a cuidar los indicadores, más que a las personas.
Construir un servicio de medicina de proximidad se vuelve indispensable, con la posibilidad, para los profesionales que así lo deseen, de elegir trabajar en relación de dependencia, y la necesidad de restringir la libertad absoluta de instalación en el territorio nacional, en especial para los médicos que deciden ejercer en el sector 2, con honorarios que superan el reembolso de la Seguridad Social. En términos generales, habría que tener el coraje político de revisar decisiones que llevaron progresivamente a la desintegración del sector 1, vinculado a la Seguridad Social, mediante la revalorización de las remuneraciones de los médicos generales. La Seguridad Social, es decir la socialización del gasto de salud, no es, en efecto, compatible con la libertad de fijar los honorarios “según la cara del cliente”.
Los enfermeros considerados de “práctica avanzada” a partir de la validación de la experiencia adquirida (VAE) deben multiplicarse y gozar de un estatuto y un reconocimiento salarial, tanto en el ejercicio liberal de la profesión como en la salud pública. Esos enfermeros clínicos que trabajan en equipo con médicos podrían hacer el seguimiento de cierta cantidad de pacientes y adaptar sus tratamientos.
Francia se vanagloria de ocupar el tercer lugar mundial por su gasto de salud como porcentaje del Producto Interno Bruto, pero cae al doceavo lugar al compararse el gasto con el número de habitantes (6). En 2018, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), los gastos de salud en Alemania representaban 5.847 dólares en Alemania, 4.931 dólares en Francia. Comparando con países europeos similares, la estructura de gasto francesa se caracteriza por el poco espacio otorgado a la prevención, las importantes desigualdades sociales y geográficas pese a la cobertura médica universal, la moderación de los ingresos de los profesionales de la salud (fuera del sector privado) y los de primeros auxilios. Tendremos pues que llevar los salarios de los trabajadores de la salud al nivel promedio de los países de la OCDE, es decir, a más que la legítima reivindicación de 300 euros por mes para el personal no médico, que reclaman los colectivos y sindicatos. Asimismo, habrá que proponer a los médicos generales una alternativa al pago por servicio (25 euros por consulta) que se traduzca en consultas cortas pero frecuentes. Y por último, a la saturación de las citas médicas.
Finalmente, elaborar una verdadera política para mejorar la pertinencia de los servicios y las prescripciones, supone la participación de todos los actores involucrados, desde las sociedades de expertos hasta las asociaciones de pacientes, pasando por los docentes, los sindicatos de médicos y paramédicos, en colaboración con la Alta Autoridad de la Salud y la Seguridad Social.
Así podremos por fin pasar de un sistema centrado en la enfermedad y la atención médica a un sistema de salud centrado en la persona, lo cual incluye la prevención individual y colectiva. Porque el estado de salud de la población depende de determinantes sociales, como el acceso a la vivienda, la educación, la cohesión social, la calidad del ambiente físico, etc. Esto también implica una atención global, a la vez biomédica y psicosocial.
El paciente ya no será un consumidor que hace libremente su comercio y el profesional un prestatario como cualquier otro, sino que uno y otro pasarán a ser los actores de un sistema solidario que se hace cargo en un 100% de una canasta de prevención y cuidados cuyos límites deberán fijarse tras un debate de democracia sanitaria.
Sin embargo, para confiar en que se pueda implementar un enfoque que trate a la salud como un “bien común” que escapa a la lógica de la ganancia y no debe ser estatizada ni privatizada, habrá que volver al espíritu “de los días felices” que presidió la creación de la Seguridad Social y la gran reforma de la salud de 1958, que hizo entrar a la salud pública en la modernidad biomédica, con la creación de los Centros Hospitalarios Universitarios (CHU) donde se articulan asistencia, investigación y formación (7).
La historia demuestra que los sistemas de salud solo conocen reformas de importancia en coyunturas sociales y políticas críticas. En el caso francés, éstas fueron la Revolución francesa, la salida de la Segunda Guerra Mundial, la crisis de Argelia y el advenimiento de la Quinta República, o bien mayo-junio de 1968. El carácter inédito de la pandemia de Covid-19 puede brindar una oportunidad de este tipo. Mientras tanto, no podemos más que repetir las palabras que el doctor François Salachas, neurólogo del CHU-Pitié-Salpêtrière (París), dirigió a Macron el 27 de febrero pasado: “Señor presidente, usted puede contar con nosotros. La recíproca está por demostrarse”.
* Profesor emérito del Centro hospitalario universitario Pitié Salpêtrière (París) y sociólogo, investigador del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) – Centro de estudios e investigaciones administrativas, políticas y sociales (CERAPS), Lille 2, respectivamente. Ambos codirigen el libro Santé Urgence, Odile Jacob, París, de próxima publicación.
Notas
1.Les Échos, 6-1-2015
- L’Obs, París, 12-1-2016.
- Véase “Hôpital entreprise contre hôpital public”, Le Monde diplomatique, 9-2006 y “D’où vient la crise de l’hôpital”, Le Monde diplomatique, 10-2019.
- La ley Veil de 1994 impulsó el reembolso total del lucro cesante a la Seguridad Social por las exoneraciones de aportes. Macron dejó de aplicarla desde 2019.
- Nathalie Blanpain, “L’espérance de vie par niveau de vie”, serie de los documentos de trabajo de la Dirección de estadísticas demográficas y sociales, n° F1801, 2-2018.
- “Statistiques de l’OCDE sur la santé 2019”, consultables en el sitio de la OCDE,www.oecd.org
- Pierre-André Juven, Frédéric Pierru, Fanny Vincent, La Casse du siècle. A propos des réformes de l’hôpital public, Raisons d’Agir, París 2019 (accessible gratuitamente en el sitio del editor, en apoyo a los funcionarios de la salud pública).