A los 99 años murió la esposa del que fuera dictador de Chile y activa promotora de la tiranía cívico militar. Ell fue una cómplice desembozada de la violación sistemática a los derechos humanos, fue un motor de la corrupción del régimen del dictador Pinochet, hasta el final siguió disfrutando de las prebendas y la riqueza mal habida. Nunca fue procesada como cómplice y motor de la corrupción de su esposo y de ella misma como en el caso de CEMA Chile.
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La avaricia de doña Lucía
por Alejandra Matus, Interferencia 12/06/2021
Este artículo es un extracto del libro de Alejandra Matus, Doña Lucía. La biografía no autorizada (Ediciones B. 2013).
El cambio de década (1980) significó para Lucía la consolidación de su poder. Pocos se atrevían a poner coto a sus caprichos. En una visita a La Serena, con Pinochet, la administración del hotel Francisco de Aguirre le había preparado la habitación con delicados arreglos florales que se repartieron por doquier. El propósito era halagarla. Nada más verlos, Lucía se enfureció y comenzó a gritar: «¡Saquen esta mierda!», mientras destrozaba las flores con sus propias manos y las arrojaba al piso, ante un equipo de mucamas que miraban la escena sorprendidas y aterradas. En su oficina, en Santiago, se hacía preparar ensaladas con el quesillo recortado en forma de corazón o trébol para el almuerzo. Y pronto comenzaría a construir las mansiones que siempre anheló poseer.
En 1981 terminaron los trabajos de restauración de La Moneda, completamente devastada en el bombardeo de 1973. Con la aprobación de la nueva Constitución el año previo, Pinochet se sintió con pleno derecho a ocuparla. Además, en 1978 se había desembarazado de Gustavo Leigh en la Junta de Gobierno y, con su partida, Merino era una débil cortapisa a sus afanes personalistas. Con Estados Unidos, en tanto, las cosas se habían calmado tras la entrega de Michael Townley a ese país y la destitución de Contreras en la DINA. Jimmy Carter fue reemplazado por el republicano Ronald Reagan y se había descomprimido la presión que «ejercía ese país en contra del régimen chileno. La CNI, con nuevas camadas de agentes, se sintió con mayor respaldo para una nueva oleada de acciones represivas.
La prensa oficialista identificaba a Pinochet como «S.E. (Su Excelencia) el Presidente Augusto Pinochet», y a su esposa, como la Primera Dama, Señora Lucía Hiriart (lo de señora era obligatorio. Estaba prohibido decirle Lucía a secas).
Su marido le asignó una espaciosa zona en el ala suroriente del palacio gubernamental, encima de la sala de prensa conocida como La Copucha. Ella se mudó sólo con su equipo más cercano: su jefa de gabinete, dos secretarias, una asistente sociai y la nueva encargada de prensa, Cristina Olivares, quien reemplazó a Ada Mongillo. El resto del personal quedó en las sedes de los distintos organismos que presidía. El círculo más estrecho de Lucía incluía también a su peluquera-maquilladora, un fotógrafo personal y otros asistentes que se encargaban de su imagen y de asistirla con la elección del vestuario. Al igual que en el Diego Portales, tenía siempre dispuestos, para poder elegir, varias tenidas y muchos zapatos.
«Me llamó la atención un cuadro que había aparecido en el despacho y que yo no había visto antes» […] Era un retrato de Pinochet, completamente confeccionado con perlas. El autor de la obra había «pintado» el rostro del general escogiendo y colocando cuidadosamente perlas en distintas tonalidades de grises para que se formara su imagen..
El ala de Palacio dedicado a la Primera Dama estaba decorada «con mucho mobiliario, sillones tipo barroco, dorados, y la Señora tenía a su disposición tres o cuatro salones enormes, cuenta una periodista que cubría sus actividades en aquel entonces. Había, además, una zona especial y privada donde podía dormir siesta.
«En una ocasión me llamó la atención un cuadro que había aparecido en el despacho y que yo no había visto antes», cuenta la periodista. Era un retrato de Pinochet, completamente confeccionado con perlas. El autor de la obra había «pintado» el rostro del general escogiendo y colocando cuidadosamente perlas en distintas tonalidades de grises para que se formara su imagen. La profesional lo estaba mirando, cuando apareció Lucía.
-¿Qué opinas?-, me dijo.
-Lo encuentro horrible-, le respondí. Ella me tenía buena a pesar de que yo solía expresar con bastante desparpajo juicios políticamente incorrectos.
-¿Pero por qué, si es tan bonito?-, me dijo.
-Porque es demasiado ostentoso. En este país la gente se está muriendo de hambre y usted tiene esta cosa aquí.
-¿Tú encontrai?-, me dijo. Muy poco después, no sé si por mi comentario o por otra cosa, sacaron el cuadro y lo metieron a su oficina, porque ahí no entraba mucha gente.
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La periodista recuerda que en esos años «una cosa que le encantaba era inaugurar la Feria del Hogar que anualmente se hacía en la Fisa. Recuerdo que en una ocasión el intendente, un militar, se atrasó unos minutos y no la estaba esperando cuando ella llegó. “Se amurró y no quiso bajarse del auto. Este señor le rogaba que se bajara y ella empacá, como se dice en el campo, porque había llegado dos minutos antes y él no estaba para abrirle la puerta del auto».
Muerte del padre
Osvaldo Hiriart se dejaba arrastrar ocasionalmente a los almuerzos familiares que organizaba su hija, pero se quedaba callado, ensimismado. Prefería quedarse en casa y recibir las visitas de la alegre Tatiana, quien se transformó en su hija preferida. Probablemente para Lucía era mejor asÍ. Le hacía más fácil ignorar la profunda decepción que sentía su padre.
Lucía Rodríguez, su madre, en cambio, tenía una actitud más complaciente y se sentía a gusto entre las nuevas amistades que la rodeaban. «Ella era la única que competía en protagonismo con Lucía. Extravertida, siempre se encargaba de dejar en claro que ella había sido amiga de varios Presidentes de Chile y sus esposas. Era la primera en destacar su origen social superior a los demás», dice un ex funcionario de La Moneda.
El 2 de noviembre de 1982, Osvaldo Hiriart murió a causa de un infarto cardíaco. Tenía 87 años. Probablemente no alcanzó a expresar el lugar y la forma en que deseaba ser despedido. O no le importaba. Pero como si las ceremonias fúnebres hubiesen sido organizadas por sus enemigos, su cuerpo fue rodeado por militares.
Por voluntad de Lucía, los restos de su padre se velaron en la Iglesia del Sagrado Corazón de El Bosque, en Providencia, una de las preferidas por la elite del régimen.
En la mañana, a las 11 horas, estaba fijada una misa de carácter privado y familiar, a la que, por cierto, Lucía llegó atrasada. Pinochet recibió las condolencias en su nombre, en la puerta del templo, pues ella llegó, junto a su madre, faltando diez minutos para las 12.
En la tarde, en la misma iglesia, el vicario general castrense Francisco Javier Gillmore celebró el responso abierto al público y a la prensa, acompañado por el vicario de la zona oeste, Sergio Valech, y el secretario general de la Conferencia Episcopal, Bernardino Piñera. Lucía se sentó en primera fila junto a su madre y a sus hijas Jacqueline, Verónica y Lucía.
A la ceremonia asistió todo el gabinete, los integrantes de la Junta Militar, el cuerpo de generales y almirantes de las cuatro ramas de las Fuerzas Armadas, las directivas de CEMA y las numerosas organizaciones que dirigía Lucía Hiriart. Cientos de personas, según consignó la prensa, pero ajenas a su familia de origen, a su trayectoria y a sus amistades.
Pinochet y sus cuatro edecanes sacaron el féretro del templo junto a los hermanos de Lucía, Osvaldo (ingeniero agrónomo) y Sergio (quien estudió leyes un año, gracias a las gestiones que hizo el radical Guido Macchiavello, a fines de los años 60, ante el decano de Derecho de la Universidad de Chile, Eugenio Velasco). De ambos, sólo Sergio ocupó un cargo en el régimen militar, como agregado cultural en la embajada de Ecuador hasta 1976. (Sergio Hiriart regresó casado con una ecuatoriana que fue nombraba directora de la Biblioteca de la Municipalidad de Las Condes. El personal de esa institución se quejaba del poco mérito que tenía la mujer, pues no era aficionada a la lectura y entendía poco del rubro.
El féretro fue llevado al Patio Bilbao del Cementerio General, donde se encuentra el mausoleo de la familia Pinochet- Hiriart. Allí tomó de nuevo la palabra el vicario castrense para hacer la «oración del sepulcro». Y luego dos militares -el ministro del Interior Enrique Montero y el vicepresidente de Corfo, coronel Francisco Ramírez- fueron los encargados de resaltar las cualidades humanas y públicas del padre de Lucía. Irónicamente, Corfo fue una de las instituciones que la dictadura se encargó de desmantelar, pues la política económica implantada desde 1973 significó que el Estado se deshiciera progresiva y definitivamente de la gran mayoría de las empresas que controlaba la entidad erigida por el radical Pedro Aguirre Cerda.
El andamiaje jurídico creado por el padre de Lucía también fue desmantelado para poder enajenar las empresas del Estado en el proceso de privatizaciones.
Guido Macchiavello, quien considerada a Osvaldo Hiriart como a un padre, cree que el tratamiento de «bajo perfil» que se dio al hecho obedece a que el padre de Lucía se oponía a la dictadura de su yerno. «Él me dijo una vez: ‘Nada con dictaduras. Yo soy un demócrata y creo que esto (la crisis de la Unidad Popular) debió resolverse inteligentemente'».
Es curioso que pese al gran y controlado aparato comunicacional del régimen, la noticia mereció apenas menciones secundarias, pequeños recuadros en algunos diarios (La Tercera, La Segunda). El Mercurio ignoró completamente la noticia. Sólo La Nación le dedicó una página completa. Los títulos de los artículos, como si hubieran sido pauteados, informaron sobre la muerte del destacado «hombre público Osvaldo Hiriart Corvalán», sin señalar el parentesco con Lucía Hiriart. Tampoco aparece ella en las fotografías. Sólo Pinochet.
Guido Macchiavello, quien considerada a Osvaldo Hiriart como a un padre, cree que el tratamiento de «bajo perfil» que se dio al hecho obedece a que el padre de Lucía se oponía a la dictadura de su yerno. «Él me dijo una vez: ‘Nada con dictaduras. Yo soy un demócrata y creo que esto (la crisis de la Unidad Popular) debió resolverse inteligentemente'», afirma.
Pese a la estrecha amistad que los unía, Macchiavello no fue notificado de su fallecimiento. Se enteró casualmente por la prensa. «Fui a la misa, pero observé de lejos, porque los militares se apoderaron de él», recuerda.
También en última fila de la Iglesia, en la misa de la tarde, se sentó su hermano Jorge Hiriart, el padre de Mónica -quien continuaba en el exilio-, y de María Luz -quien había regresado recién del suyo. Lloró en silencio y regresó a su casa.
María Luz cuenta que, años después, una de las penas más grandes que sufrió su padre fue enterarse de que el mausoleo había sido atacado por desconocidos en repudio a la dictadura. «Le dolió porque se destruyó parte de la tumba de su hermano que no era partidario y nunca hizo un gesto de apoyo a la dictadura», recuerda.
Lucía Hiriart tuvo poco tiempo para recuperarse del fallecimiento de su padre, pues apenas cuatro días más tarde partió en gira a Estados Unidos, sin su marido. La prensa informó que inauguraría una tienda de artesanías elaboradas por las socias de CEMA Chile en Washington D.C. y que en esa ciudad se reuniría con la esposa del Presidente Reagan, Nancy. Iba acompañada por sus hijas y las esposas de generales que formaban parte del directorio de CEMA. Tuvieron que ir a despedirla al aeropuerto el propio Pinochet y una nutrida delegación de gobierno que incluyó al ministro del Interior, general Enrique Montero; el vicecomandante del Ejército, Julio Canessa; el alcalde de Santiago, Carlos Bomba! y representantes de la Cancillería.
Por esos días, el Presidente republicano Ronald Reagan había dado señales de distensión en la relación entre ambos países al emitir un informe sobre derechos humanos que señalaba que la situación en Chile había mejorado en «forma significativa». Pese a ello, el Departamento de Estado se adelantó a afirmar que la visita de Lucía a Nancy era a título estrictamente personal.
(*) Periodista de la Universidad Católica, 55 años, trabajó en la revista Hoy, en los diarios La Época, La Nación y La Tercera, entre otros medios de prensa. Autora de cinco libros.