por Raúl Zibechi
A medida que la situación internacional se vuelve más tensa y se acercan momentos de riesgo nuclear, los paños tibios y la política del «mal menor» están mostrando serias limitaciones y, lo que es aún peor, pueden llevar a la pérdida de horizontes transformadores justo cuando son más necesarios que nunca.
La izquierda europea y la estadounidense han caído en esa trampa que los lleva a elegir entre Joe Biden (ahora Kamala Harris) para impedir el triunfo de Donald Trump. Algo similar hizo la izquierda francesa en el pasado, apoyando a Emmanuel Macron para bloquearle el camino a Marine Le Pen. Buena parte de su política gira en torno a frenar a la ultraderecha, pero para hacerlo se tejen alianzas que aceleran la deriva de la izquierda hacia el centro, o sea, hacia la nada.
El Nuevo Frente Popular francés se tejió mediante la alianza con socialistas y verdes, cuyas políticas son profundamente neoliberales, se doblegan ante Estados Unidos y se colocan del lado de la guerra en Ucrania. En el escenario poselectoral, el principal beneficiado han sido Macron y los socialistas, y quien sale perdiendo es La Francia Insumisa que ha quedado encajonada en la alianza de hecho entre ambos «centros», que se crecieron con el discurso contra la ultraderecha.
Los medios que promueven con mayor intensidad las políticas contra las ultraderechas son «The New York Times», «The Guardian» y «El País», entre muchos otros, pero a la vez apoyan la escalada contra el pueblo palestino y llaman a intensificar las guerras en curso.
La ultraderecha ha resultado ser un espantapájaros en manos de la derecha neoliberal (en la que incluyo a los llamados socialistas) para legitimar el modelo neoliberal extractivista. Quieren convencernos que hay una enorme diferencia, por ejemplo, entre Biden/Harris y Trump, o entre demócratas y republicanos. Con esto no pretendo insinuar la menor indulgencia hacia esos políticos ultras y esas políticas declaradamente racistas y xenófobas.
Sin embargo, en los hechos hay muy pocas diferencias entre las derechas y las ultraderechas, pero también vemos muchas coincidencias con las socialdemocracias. En los temas centrales, digamos en los asuntos de Estado, predominan los puntos en común: son ferozmente antiindependentistas en el Estado español, guerreristas en el plano internacional y defienden a capa y espada el modelo de acumulación por despojo en todo el planeta que está profundizando el caos climático.
Después de Gaza, el mundo es otro. Uno de los cambios centrales es que la vieja contradicción derechas-izquierdas se está evaporando y a escala planetaria surge una nueva confrontación que tiene a ser la principal: la que opone al Norte y al Sur globales. Este conflicto no es nuevo, arranca por lo menos durante el proceso de descolonización en las décadas de 1950 y 1960, se fortaleció con el Movimiento de los No Alineados y la Conferencia de Bandung en 1955.
Las guerras en Ucrania, en Gaza y Medio Oriente están modificando el panorama mundial. El hecho de que la mayoría del Sur Global no haya acompañado las sanciones a Rusia promovidas por Estados Unidos y apoye a Palestina es un síntoma mayor de este profundo viraje.
En la medida que el gobierno demócrata de Estados Unidos se niega a negociar la paz en Ucrania y está dando carta blanca a Netanyahu para seguir haciendo la guerra en Gaza, en Cisjordania y ahora también en Yemen, no es posible seguir pensando que existen diferencias de fondo entre izquierdas y derechas, salvo en las declaraciones.
Tengo claro que muchas personas rechazan este punto de vista y pueden incluso enfadarse. Pero en momentos tan difíciles y extremos como los que vivimos (insisto que la opción nuclear está muy cerca), debemos cuestionar estructuras mentales que hemos cultivado durante décadas; ser capaces de pensar en contra de nuestras tradiciones como personas de izquierdas, poner todo en cuestión y no solo lo que hacen y dicen los del otro bando.
Tomemos el debate del cambio climático. Las derechas lo niegan y no están dispuestas a hacer nada para frenarlo, incluso apoyan el consumo masivo de hidrocarburos. Los progresismos hablan mucho sobre el clima, promueven eventos como las Conferencias anuales sobre cambio climático (COP), pero en los hechos nada cambia porque se niegan a la transformación del sistema productivo y de consumo, dejando los eventuales cambios en manos del mercado.
En síntesis, lo que separa a derecha e izquierda son fundamentalmente los discursos. No dejo de tener en cuenta que ambas corrientes suelen desarrollar políticas diferentes en algunos aspectos: porcentaje de ajustes salariales y pensiones, más o menos rigor con los migrantes, más o menos machismo (pero sin cuestionar el patriarcado, que pasaría por disolver los ejércitos, como sostiene María Galindo), y otras cosas que no son menores.
Ni el mayor aumento salarial imaginable, ni una legislación más dura con los violadores y acosadores, ni la legalización de todos los migrantes es capaz de tocar el núcleo del sistema. Hoy ese núcleo es la guerra y no comprender esto supone entrar en un posibilismo que es el que está permitiendo la masacre y el exterminio palestino y yemení, y de los pueblos originarios de América Latina.
La política del «mal menor» le apuesta al corto plazo, sin medir las consecuencias en la larga duración. La principal es la pérdida de horizontes estratégicos, la voluntad de cambios, que pasa necesariamente por adquirir la suficiente resiliencia como para desafiar el estado de cosas nadando contra la corriente.
¿Acaso el «estado de excepción» no era la regla para los oprimidos, como dijo Walter Benjamin? Con el tiempo se impuso la comodidad: «No hay otra cosa que haya corrompido más a la clase trabajadora alemana que la idea de que ella nada con la corriente». En ese nadar cómodamente, «la clase desaprendió lo mismo el odio que la capacidad de sacrificio», sentenció en la tesis XII sobre la historia.
Es evidente que no estamos a la altura.