Imagen: Los estudiantes fueron la base principal de la Nueva Izquierda japonesa, pero en sus inicios el papel más relevante lo tuvieron los estudiantes de secundaria y no los de las universidades.
Jacobin
TRADUCCIÓN: CATARSI MAGAZIN
Una ventana a una parte de la historia de Japón que ha quedado a menudo en un segundo plano, incluso entre aquellos que se consideran entendidos.
n el Japón de los sesenta se hizo célebre un gag humorístico en el que un turista preguntaba: «¿Cómo se dice pupitre en japonés?» Y un nativo le respondía: «¡Barikedo!» (barricada). La broma hacía referencia a las constantes movilizaciones estudiantiles y sus batallas campales contra la policía, que así como sucedió en otros lugares del mundo también sacudieron al Japón de posguerra.
Estas son las historias que Ferran de Vargas nos narra para descubrirnos el mundo de la izquierda japonesa desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los años setenta. El Japón que nos mostrará Izquierda y Revolución, una historia política del Japón de posguerra (1945-1972) (Edicions Bellaterra) trata de romper las conceptualizaciones de la sociedad nipona como intrínsecamente armoniosa y obediente.
De Vargas pone perspectiva una serie de experiencias que, pese a su especificidad nacional, resuenan similares a las que podemos encontrar en otros contextos a lo largo y ancho del mundo, lo cual da pie a reflexionar sobre la estrategia y los límites de los movimientos subversivos en el seno de las democracias liberales.
La hegemonía del Partido Comunista Japonés
Al final de la Segunda Guerra Mundial, Japón era un país desarmado y ocupado por los Estados Unidos. En un principio, Washington puso en marcha una operación de reforma profunda de Japón para convertirlo en una democracia liberal (probablemente, uno de los pocos casos relativamente exitosos). Esto implicó imponer una constitución pacifista, impulsar la reforma agraria y desmontar los zaibatsu, los grandes conglomerados de empresas sobre los que se sostenía la base de poder del Imperio. También tuvo como consecuencia la liberación de la oposición política, especialmente los comunistas.
Hoy nos parece que la transición del Japón de posguerra fue un modelo ejemplar y la suya, una evolución lógica y lineal. La historia, como siempre, tiene otra opinión. El nuevo gobierno se encontraba muy lejos de estar bien asentado y la Guerra Fría todavía se estaba gestando. Muchos miembros del Partido Comunista Japonés (PCJ) verían en el Japón de posguerra un escenario prerrevolucionario. Los trabajadores, ante la debilidad de las elites económicas, vieron la oportunidad no solo de conseguir nuevas concesiones, sino de tomar el control de las fábricas y gestionarlas directamente. La ocupación estadounidense añadía un sentimiento de agravio nacional a la situación —y, de hecho, se convertía en un punto de encuentro entre derecha e izquierda—.
Los comunistas consideraban que Japón había pasado de ser un verdugo del imperialismo a una víctima, convirtiéndose en un país semicolonial. Después de un intenso debate interno y en diálogo con Moscú y Pequín, pese a no haberse decidido por una vía abiertamente revolucionaria, optaron por una doble línea de confrontación con el gobierno. Por un lado, en las ciudades pusieron en marcha la «política del cóctel molotov» con tácticas de guerrilla urbana. Por el otro, enviaron jóvenes a las zonas rurales y las montañas —irónicamente, a menudo como castigo por haber defendido posturas más revolucionarias—, donde formaron guerrillas para preparar una insurrección de mayor alcance.
Sin embargo, en la mayoría de los casos los revolucionarios no fueron recibidos con especial interés por parte de los campesinos. Primero porque en muchos casos no acababan de conectar con las propuestas modernizadoras de los jóvenes de la ciudad. Segundo, porque la reforma agraria los había dotado de propiedades y mayor bienestar. Tal y como recuerda De Vargas, el mismo Fidel Castro puso la reforma agraria diseñada por Washington en Japón como modelo para la que él impulsó en Cuba. Irónicamente, donde más apoyos encontraron los comunistas en el campo fue en las movilizaciones contra las bases y aeropuertos norteamericanos, ya que éstas interferían en su vida cotidiana y condenaban a sus hijas a convertirse en camareras y prostitutas de los marines.
De Vargas apunta un elemento interesante al relacionar la educación kamikaze con el fervor con que muchos jóvenes abrazaron la causa de la revolución socialista. En contraste con lo que sucedía en otros países desarrollados, la educación de guerra había preparado a la juventud japonesa para sacrificar sus vidas por la tierra y el Emperador. La súbita rendición después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki privó a esos jóvenes de poder cumplir con su deber y hacer su contribución suprema en la defensa de su pueblo. La bandera roja —y no la del sol naciente— sería la que recibiría su sangre.
Las dos marchas atrás
Sin embargo, las energías de la juventud japonesa se vieron traicionadas por la cúpula del partido comunista. El PCJ impuso un cambio de línea más en sintonía con los aires que soplaban en el Moscú posestalinista. Conscientes del rechazo que la violencia revolucionaria parecía generar entre los ciudadanos de Japón, se buscó un mayor aggiornamento al nuevo contexto. Las organizaciones sindicales se centraron en ganar derechos y negociar con la patronal en lugar de ocupar las fábricas. Doctrinalmente, el PCJ justificó su decisión considerando que Japón todavía no estaba lo suficientemente maduro para la revolución: antes hacía falta ampliar la base de apoyo, hacer de Japón una sociedad liberal moderna y concentrarse en evitar el resurgimiento del fascismo.
Esto último se explicaba por la otra marcha atrás, la de las reformas democráticas. Estados Unidos, ya inmerso en la dinámica de la Guerra Fría, recibió con preocupación las tensiones sociales en Japón. La «teoría del dominó» pasó a controlar la política exterior americana en Asia Oriental. Después de la caída de China, prevenir la extensión del comunismo a Japón era fundamental. Para lograrlo, se hacía necesario consolidar y reforzar el nuevo régimen, restituyendo a los elementos que habían dado apoyo al viejo sistema imperial. Se liberaron a muchos presos de guerra, entre ellos el abuelo del primer ministro saliente Abe Shinzo, Kishi Nobusuke.
En términos económicos, se recuperarán los zaibatsu para reforzar la economía japonesa y rehacer sus capacidades industriales. Las guerras de Estados Unidos en Asia convirtieron a Japón en un enclave avanzado vital en la región. En este sentido, asegurar su capacidad de producción no era solo cuestión de facilitar su estabilidad social interna, sino que formaba parte del esfuerzo bélico estadounidense, ya que fue Japón el que se encargó de proveer de suministros a su aliado en las guerras de Corea y, más adelante, en la de Vietnam. Éste fue, de hecho, un factor determinante para el llamado «milagro japonés».
De esta forma, el abandono de la vía revolucionaria por parte del PCJ fue especialmente traumático para los jóvenes que habían sido enviados a las montañas. No solo se sintieron utilizados por la cúpula del partido, sino que fueron denunciados por «aventuristas» por parte de los mismos dirigentes que les habían dado las órdenes, sin que ninguno de ellos dimitiese o asumiese responsabilidad alguna. Cuando los jóvenes japoneses entendieron que los dirigentes comunistas iban lentos porque no iban a ninguna parte, se produjo la ruptura que dio paso a la Nueva Izquierda.
La Nueva Izquierda
Así, el nacimiento de la Nueva Izquierda en Japón mantiene muchas similitudes con lo que sucedería durante los años sesenta en el resto del mundo, mezclando diferencias estratégicas pero también rupturas generacionales.
Ideológicamente, la Nueva Izquierda se apartó del determinismo económico, la fe en la modernidad y el etapismo del PCJ. En cambio, daba más importancia a la acción directa y la estimulación de la subjetividad de los individuos para convertirlos en herramientas de su propia liberación. Estas ideas, de nuevo, resuenan en muchos de los planteamientos que posteriormente se harán populares con la izquierda occidental post-68. No obstante, fueron mayoritariamente inspirados por autores japoneses, que al mismo tiempo bebieron de su propia tradición, como por ejemplo el espiritualismo de raíces budistas.
Los estudiantes fueron la base principal de apoyo de la Nueva Izquierda, pero en sus inicios el papel más relevante lo tuvieron los estudiantes de secundaria y no los de las universidades. Cabe mencionar especialmente los capítulos de la lucha estudiantil, porque De Vargas narra con todo lujo de detalle los momentos más emblemáticos de esta etapa. Los lectores que como el autor —y yo mismo— hemos participado en este movimiento encontraremos muchas experiencias, debates y conflictos que nos resultarán extremadamente familiares, pese a la distancia geográfica y temporal.
La lucha contra el ANPO
Ahora bien, más allá de las luchas en los campus y los duros enfrentamientos con la policía, lo que puso a la Nueva Izquierda japonesa en la agenda política nacional fue su liderazgo en la lucha contra el ANPO. El ANPO es el tratado de alianza entre los Estados Unidos y Japón, que permite la presencia permanente de bases norteamericanas en suelo japonés. Este tratado fue considerado por sus detractores como una ampliación de la ocupación estadounidense. Posteriormente, con el inicio de la Guerra de Vietnam, al aceptar la instalación de bases estadounidenses en territorio nacional, los japoneses pasaban a ser colaboradores de la contienda bélica. De nuevo, Japón pasaba de ser víctima del imperialismo a cómplice.
Su mayor partidario fue Kishi Nobusuke, quien organizó el actual Partido Liberal Democrático (PLD) y se convirtió en primer ministro. Su pasado, su posición favorable al rearme de Japón y un talante considerado por sus detractores como autoritario, lo hicieron inmensamente impopular. Esto, junto con las capacidades de movilización de la Nueva Izquierda, facilitó que las protestas contra la renovación del ANPO fuesen masivas.
Pese al liderazgo de la Nueva Izquierda, tanto comunistas como socialistas se unieron a las protestas. Las tensiones estallaron cuando, en una protesta, los manifestantes entraron dentro del parlamento japonés al tiempo que los mismos parlamentarios de la izquierda procuraban obstruir la actividad parlamentaria con el objetivo de evitar la ratificación del tratado. La respuesta de Kishi fue vetar la entrada a los parlamentarios opositores en el hemiciclo y aprobar la ratificación sin su presencia.
La acción de Kishi encendió todas las alarmas, teniendo en cuenta su dudoso compromiso con la democracia liberal. La opinión pública, liderada por todos los grandes medios de comunicación de Japón, condenó su acción. Este hecho permitió que las protestas contra el ANPO se ganasen una simpatía generalizada, pero también que el marco que se termine imponiendo sea el de la defensa de «la paz y la democracia». La campaña se orientó contra Kishi, y la posibilidad de dar marcha atrás con la aprobación del ANPO desaparecería. Esto acabaría con la idea de la Nueva Izquierda de utilizar la lucha contra el ANPO como chispa para un levantamiento revolucionario de la sociedad japonesa.
De la batalla contra el ANPO, el gran ganador sería el nuevo orden japonés de posguerra, que salió consolidado. El ANPO acabó siendo ratificado, pero la alternativa conservadora de Kishi perdería y su carrera finalizaría prematuramente. El movimiento anti-ANPO pudo contentarse con poner freno a un gobierno que consideraba autoritario, pero no solo no detuvo la ratificación del tratado, sino que sus acciones terminaron contribuyendo a la estabilización del régimen, la limitación de la libertad de expresión y reunión, y el reforzamiento de las fuerzas policiales.
El período posterior a estas grandes luchas universitarias y contra la alianza con los Estados Unidos se vio marcado por la total integración de los comunistas y los socialistas en el régimen, así como por una radicalización extrema por parte de la Nueva Izquierda, con la proliferación de diferentes grupos armados. Más allá del rechazo que podía causar la violencia entre la población general, lo más dramático fue la brutalidad con la que el conflicto se desarrolló entre las distintas facciones revolucionarias, incluyendo batallas campales entre grupos de estudiantes rivales, secuestros, palizas, torturas y asesinatos. Esta situación, acompañada por los dividendos del «milagro japonés», aisló a la Nueva Izquierda. El régimen de posguerra se había consolidado. Los márgenes políticos, tanto a izquierda como a derecha, se encontraron fuera de juego, y la Nueva Izquierda poco a poco se fue desvaneciendo.
La influencia de la tradición japonesa
Apesar de las similitudes entre el fenómeno de la Nueva Izquierda japonesa y otras equivalentes en todo el mundo, como es lógico, ésta bebió de su propia tradición.
Así, por ejemplo, en su vertiente cultural en general no abrazó las tendencias hedonistas y libertinas que imperaban en los movimientos sociales de base universitaria emergentes en Occidente (y que todavía tienen influencia sobre muchas conductas en nuestros días). Esto seguramente no fue una elección, sino que tendrá más que ver con la idiosincrasia de la propia sociedad japonesa del momento. De Vargas explica que, antes que el hippie, la figura que inspiraba a los estudiantes japoneses era la épica del ronin, el samurái sin señor. En términos de cultura de masas, la música jugaría un papel secundario ante los manga que narraban las aventuras de underdogs urbanos o las historias de las revueltas populares en el Japón feudal.
Aquí podemos ver cómo elementos indígenas de la cultura japonesa, que a menudo se presentan como naturalmente orientados hacia la obediencia al statu quo, pueden también jugar un papel subversivo. Como sucede en otros contextos (como el chino), incluso si aceptamos que dentro de la cultura japonesa hay una preponderancia de valores que favorecen la disciplina y el compromiso con el colectivo, la existencia de estos mismos valores puede orientarse hacia la devoción por causas que buscan acabar con el orden establecido. Las distintas experiencias revolucionarias de Japón son una buena muestra de esta combinación.
En este sentido, tal y como remarca De Vargas, conviene no olvidar la inspiración que recibiría la Nueva Izquierda de elementos del conservadurismo revolucionario de los años treinta en Japón. En especial intelectuales como Kita Ikki, la experiencia del movimiento de la restauración Showa y el golpe de Estado fallido del Incidente del 26 de Febrero, eran valorados como ejemplos revolucionarios adaptados al contexto japonés. Así podemos señalar cómo el famoso escritor Mishima Yukio, pese a ser enemigo de la Nueva Izquierda, era más respetado por ésta que muchos intelectuales progresistas debido a su apuesta por la acción directa y al hecho de vivir en coherencia con sus propias ideas. Cabe tomar nota aquí de su célebre máxima «de izquierda o de derecha, yo soy proviolencia».
El libro de De Vargas es una ventana a una parte de la historia de Japón que ha quedado a menudo en un segundo plano, incluso entre aquellos que se consideran expertos en el país asiático. Así, nos invita a tener una visión más compleja de Japón y, por extensión, de las sociedades de Asia Oriental, que sin duda ayudará a entender mucho mejor la región hoy. Pero, además, el libro nos ayuda a poner en perspectiva cuestiones como el equilibrio entre tradición y revolución y arroja interesantes lecciones sobre lo que todavía hoy representa uno de los grandes retos para los movimientos de cambio en los regímenes liberales: la utilización por parte del centro político del conflicto entre los extremos para reforzar el statu quo.
[*] Este artículo se publicó originalmente en catalán en Catarsi Magazin.