Inicio Historia y Teoria Doña Cayetana, no se pase de lista, esta también es  verdad histórica

Doña Cayetana, no se pase de lista, esta también es  verdad histórica

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Cayetana Álvarez de Toledo, marquesa española, monarquista, periodista y diputada, opina que América Latina debe devolver a España todos los territorios que la corona ibérica invadió y se apropió en siglos XV-XVI-XVII por ser ella “su dueña verdadera”; ¡¡y la derecha chilena la invitó a nuestro país para que pontificara sobre ”democracia”!! ¡Una burla!

 Arturo Alejandro Muñoz

 * Sucinto recorrido de la Historia nunca escrita (pero sabida) del “Centrinaje” (texto pertenece a anticipación de ensayo “El Centrinaje, marca indeleble de la idiosincrasia chilena”, del mismo autor de este artículo)

 El concepto (mejor dicho, la idea) “centrinaje” puede rescatarse de la España del siglo XV, más precisamente del instante en que los peninsulares se enteraron que un tal Colón, italiano de origen y “aportuguesado” por matrimonio, a nombre de sus majestades Fernando e Isabel, había regresado de un largo viaje marítimo hacia el oeste, donde topó con las costas de un territorio que, según los navegantes portugueses de la “Escola de Sagres” (los más capacitados del mundo en aquellos años), no pertenecía a las Indias Orientales.

En un primer momento –digamos, un decenio- a pocos, poquísimos españoles les interesó ese descubrimiento, pues la atención general estaba centrada en la lucha final contra los árabes y en obtener una vía marítima exitosa hacia el comercio con oriente. ¿Que Colón había dado de narices con un territorio lleno de indígenas herejes que comían pescado a medio sancochar y bananas? ¡¡Pues, a joder a otro sitio con ese asunto…..que no da siquiera para tres patacones!!

Mas, no bien esos mismos peninsulares –hambreados y explotados por un sistema social que asentaba sus pies en la procedencia divina del poder político- escucharon la palabra “oro”, lanzaron sus cuerpos y almas al océano Atlántico para ir en conquista de los parajes herejes en “sublime obediencia a la Santa Madre Iglesia Católica y mejor estatura de sus magníficas majestades, los reyes de España”. Si no hubiese existido plata ni oro, otra habría sido la forma de poblamiento americano y muy distinta la historia de este continente.

Con el inefable argumento de “cristianizar” las tribus americanas, recibiendo con ello el beneplácito y apoyo de la poderosa Iglesia Inquisidora, miles de europeos se dejaron caer sobre los territorios recién descubiertos para saquearlos a destajo con la mira puesta preferentemente en ambiciosos intereses personales.

En el año 1515, pocos (casi ninguno, en verdad) militares de carrera y/o miembros de la realeza se aventuraron en América, ya que desde los puertos españoles zarpaban semanalmente naos con un cargamento humano de discutible calidad.

Vagabundos, aventureros, ladrones, violadores, desesperados, prófugos de la justicia y analfabetos, fueron el porcentaje mayoritario de las primigenias hordas que llegaron a las costas americanas. Por cierto, los comandantes de esas naves y parte de su tripulación oficial pertenecían a las huestes de la marina y al ejército del Rey, pero el bagaje humano transportado, vale decir, aquellas personas que viajaban directamente a poblar y cristianizar las nuevas tierras, procedía de la marea social de más baja estofa existente en la península.

La corona hispana aprobó tal evento en el entendido que parecíale conveniente liberar a España de miles y miles de delincuentes, mendicantes e inútiles que ni siquiera podían ser utilizados en la guerra contra el Islam. A objeto de otorgar algún sentido superior a esta saga de desventuras, la realeza europea se aferró a la idea de “evangelizar” el nuevo continente, respondiendo de esa laya a las disquisiciones de la iglesia católica, principal enemiga del mundo árabe y de la cultura judía.

España y sus reyes requerían de sus mejores soldados para afianzar los últimos triunfos bélicos en la guerra contra los infieles del Islam que seguían presentes en la península. Obviamente, para la Santa Iglesia Inquisidora resultaba de mayor prioridad expulsar a los árabes y judíos –que llevaban más de siete siglos conjuntos de presencia y aportes- que la conquista y poblamiento civilizado de los nuevos territorios, lo cual bien podía esperar algún tiempo.

No fue sólo España el imperio que actuó de esa manera. Los ingleses, subordinados también a una monarquía, replicaron parecidamente cuando decidieron incorporar Australia a su propio imperio y, para ese fin, llevaron a las costas de Oceanía miles de presidiarios con sus grupos familiares como política de poblamiento que a la vez les resultaba ganancioso en términos sociales, pues limpiaban sus propias ciudades y campos de cientos de malandrines irrecuperables para la seguridad interior. Amén, por cierto, de ahorrarle a la Corona importantes sumas de dinero en la manutención carcelaria de esos individuos.

Fue así que Europa mató varios pájaros de un tiro y condenó a los indígenas americanos a la más sangrienta experiencia conocida en la Historia de la Humanidad, peor aún que la sufrida por millones de judíos durante el holocausto provocado por el nacionalsocialismo.

Pero, hubo más. Esos mismos europeos, para completar la desgracia, sumaron a su acción deleznable una nueva atrocidad. Recorrieron las sabanas africanas en busca de esclavos negros para dotar de servidumbre y mano de obra a las nuevas ciudades y pueblos que se levantaban en América. Con el silencio cómplice –y a veces, con la anuencia- de la iglesia vaticana.

Quienes primero arribaron al nuevo continente fueron los aventureros, los marginados, los salvados de la cárcel y del garrote. Todos ellos, casi sin excepción, provenían del centro-sur de España. Eran extremeños y castellano-manchegos. Algunos andaluces viejos y murcianos completaban el cuadro.

Hernán Cortés, Pedrarias Dávila, el cura Luque, Diego de Almagro, Francisco y Gonzalo Pizarro, Francisco Orellana, por nombrar algunos de los principales conquistadores, eran hijos del centro geográfico hispánico. La mayoría de ellos descendía de padres y abuelos empobrecidos al grado de la miseria. Así, producto de una herencia carente de esperanzas y posibilidades dentro de España, esos aventureros, salvo contadas excepciones, eran analfabetos, religiosamente fanáticos (la otra cara de la moneda), sanguinarios y dueños de una ambición que no encontraba límites al inexistir en América –en los primeros decenios de la conquista- instituciones oficiales que pusiesen coto a las correrías que acostumbraban realizar a golpe de espada y pechazos de caballos con que irrumpieron violentamente en valles y selvas para iniciar la degollina de las culturas autóctonas y el saqueo de todo aquello que “oliera a oro”, o produjera oro.

Francamente, luego de instalarse una multiplicidad de instituciones oficiales españolas en las nuevas tierras, las cosas no cambiaron mucho. Quizás, hasta empeoraron.

En tan sólo dos siglos, el conquistador europeo saqueó a destajo el nuevo continente. Fundó ciudades, levantó puentes y alzó edificios sólo con el propósito de afianzar un dominio en beneficio de la explotación y la ambiciosa intención de apropiarse individualmente de tierras e indios.

Que la intención verdadera radicaba en la apropiación violenta, queda claramente demostrada en la obra de la historiadora y escritora española Carmen Pomés en su libro “Hernán Cortés”(Editorial Atlántida) al afirmar en el Capítulo I de esa obra:

“”Corría el mes de noviembre de 1518. El puerto de Santiago de Cuba se hallaba conmovido por un movimiento extraordinarioSeis hermosas embarcaciones se balanceaban en sus aguas. A ellas llegaban multitud de hombres cargados con pesados fardos de provisiones, con arcabuces y ballestas en gran cantidad, con cajones llenos de cuentas de vidrio, cascabeles, espejos, pendientes, lazos y collares, hachas de hierro pañuelos de colores y un sin fin de pequeñas bagatelas de las que se usaban para embaucar a los indios de América en la época de la conquista. Viendo estos preparativos y la infinidad de soldados bien pertrechados que conducían a bordo a bastantes caballos, se pensaría, sin temor a equivocarse, que alguna expedición guerrera iba a partir en pos de nuevas aventuras. Y así era, en efecto””.

Más adelante, la autora agrega un dato interesante que grafica cuán cierta era la ambición española.

 “”El capitán don Hernán Cortés había sido designado por don Diego Velásquez, que era el gobernador de Cuba, para dirigir una expedición a la vecina costa de Yucatán, en busca, se decía, de seis hombres que habían quedado prisioneros de los indios durante la fracasada expedición capitaneada por Grijalba. Oficialmente, ese era el motivo del viaje; pero bien se sabía que Hernán Cortés y los que le acompañaban a tan arriesgada empresa, iban sedientos de conquistar nuevos y desconocidos territorios –en los que abundaba el oro, según se aseguraba- que poder ofrecer a la Muy Católica Majestad el Rey de España, Carlos V””.

Actualmente, instituciones que dedican sus esfuerzos a proteger los derechos de las etnias americanas originarias, calculan en OCHOCIENTOS MIL BILLONES DE DÓLARES AMERICANOS (ochocientos mil millones de millones de dólares) el valor del oro, plata y otros metales transportados a la Península Ibérica y a las Islas Británicas. Dinero indo-americano que el primer mundo usó tanto para amarrar a los habitantes de este novel continente con préstamos impagables conducentes a un nuevo estilo de dependencia, como para financiar y hacer posible el desarrollo global de los países europeos. Cinco siglos lleva el primer mundo utilizando ese tesoro que no le pertenece, quinientos años en los cuales ningún país desarrollado, nunca, ha pagado intereses por aquel botín usurpado a sus verdaderos dueños, a los que, por el contrario, ahogan con exigencias económicas rayanas en el cinismo que heredaron de sus antepasados conquistadores.

Algunos historiadores europeos –específicamente españoles- han intentado mañosamente desmentir la verdadera acción de rapiña y violencia llevada a efecto por los hombres llegados de ultramar. No se requiere mucha argumentación para demostrar la voracidad sanguinaria de aquellos. A este efecto basta repetir ciertas aseveraciones que otros españoles escribieron en hojas inmortales.

El Padre Fray Bartolomé de las Casas –benefactor de los indios de América- refiriéndose a la desmedida ambición por el oro que afiebraba a los hispanos y en especial a Hernán Cortés, en uno de sus escritos afirma: “”Del número de indios esclavos que murieron extrayendo oro para Cortés, Dios lleva mejor cuenta que yo””.

Indios esclavos. ¡Así se cristianizaba y evangelizaba nativos a nombre de la Corona y de la Iglesia!

Mas, Fray Bartolomé de las Casas proponía respetar a los indígenas americanos y utilizar mano de obra de esclavos negros africanos. Un cambalache típico de quienes son portadores de esa actitud que llamamos “centrinaje”.

Muchos son hoy día los que aseguran contar con la razón y la verdad al afirmar livianamente que España vino a América movida principalmente por motivos de grandeza espiritual.

Es tan discutible aquella argumentación, que se hace necesario recordar el comportamiento del rey Carlos V con respecto a sus súbditos. Cuando estos se encontraban en la cúspide de sus vidas aventureras, extrayendo oro para España y para sí mismos a costa de miles de vidas indígenas, el soberano les recibía y abrazaba como a hijos, regalándoles nombramientos de Gobernadores o Capitanes Generales; pero, una vez que esos mismos conquistadores alcanzaban la senectud y carecían de fuerzas para seguir enriqueciendo las faltriqueras reales, el monarca renegaba de ellos.

Fue el caso de nuestro conocido Hernán Cortés quien, ya viejo y enfermo, intentó en vano ser recibido por el Emperador, el que se negó ingratamente a darle audiencia. Estando un día Cortés a las puertas del Alcázar Real, esperando la entrevista que eternamente le regateaba el rey, vio salir la carroza en que solía pasear Carlos V. Abrióse paso el viejo capitán entre los cortesanos y soldados que le rodeaban y se colocó de pie, en el estribo del coche, para poder hablar con el monarca por la portezuela. ¿Quién es este atrevido? –preguntó, indignado, Carlos V, a lo que Cortés respondió con amargura: Soy un hombre, señor, que os ha ganado más provincias que ciudades os legaron vuestros padres y abuelos. Pero el rey continuó desconociéndolo y privilegiando a aquellos que se encontraban en América saqueando y robando a su nombre.

Como una forma de justificar las matanzas y los robos, los españoles primero, e ingleses, holandeses, portugueses y franceses después, creyeron sanear sus espíritus afirmando que lo hacían en exclusivo beneficio de los “infieles indígenas”, a quienes era necesario “llevar a la fe y someterlos a la obediencia de sus majestades”. Entonces, para educar y civilizar a los pueblos conquistados se requería –primero y siempre- masacrarlos, anularlos, pisotearlos, negarles sus derechos como miembros pertenecientes al género humano y arrojarlos a la hoguera del inmovilismo social perenne. Todo lo dicho se hacía “en beneficio” de los esclavizados siguiendo las doctrinas vaticanas.

Chile, por cierto, no escapó a esta saga de sangre y saqueos. Sin embargo, al constatarse que no había reservas auríferas importantes en el territorio, luego de la fracasada expedición de Almagro y las debacles bélicas experimentadas por Valdivia al sur del río Maule, la corona hispánica se vio forzada al envío de funcionarios y militares de carrera al sur del mundo para cautelar el ingreso oceánico del Estrecho de Magallanes, amenazado por las incursiones piratas que implementaba la muy británica reina Isabel I.

Estos funcionarios reales, hijos también del centro geográfico español, que encontraron un país ya caracterizado por el “centrinaje” de la tropa de vagabundos y aventureros, agregando a ello la lejanía y aislamiento del territorio que permitía una especie de auto gobierno, a espaldas incluso de la iglesia católica, fueron “domesticados” por la masa soldadesca que les servía de único cobijo ante posibles ataques indígenas y como respaldo a su propio enriquecimiento.

En una especie de acuerdo no escrito ni discutido, se dejaron engullir por conveniencia y empinaron sus pelucas sobre la turba armada para dirigirla.

A partir de ese momento, todos, sin excepción, decían lo que no pensaban, hacían lo que no decían y pensaban lo que callaban.

 Había nacido el centrinaje.

 

 

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