LA FORMACIÓN DE LA INTERNACIONAL COMUNISTA
Lenin nunca contempló la posibilidad de construir el socialismo aisladamente en un país agrícola y atrasado como la Rusia de 1917, pero sí insistió en que la victoria de Octubre sería la chispa para extender la revolución en Europa, particularmente en el país clave del continente: Alemania.
Y así fue en efecto. A lo largo del continente estallaron motines en los ejércitos, huelgas generales, movimientos insurreccionales y revoluciones: “Toda Europa —escribió Lloyd George, primer ministro británico durante la guerra, al primer ministro francés Clemenceau en un memorando secreto de marzo de 1919— está llena del espíritu de la revolución. Hay un profundo sentimiento no sólo de descontento, sino de rabia y revuelta entre los trabajadores en contra de las condiciones de posguerra. Todo el orden existente, en sus aspectos políticos, sociales y económicos, está siendo cuestionado por las masas de la población de una punta a otra de Europa”. A duras penas la burguesía podía contener la situación.
En Alemania, el levantamiento de los marineros de Kiel, en noviembre de 1918, fue la señal para el inicio de la revolución socialista. En pocas semanas, la geografía del país quedó cubierta por consejos de obreros y soldados, la monarquía de los Hohenzollern fue depuesta y se proclamó la república. Pero los socialdemócratas de derechas habían sacado las lecciones pertinentes de los acontecimientos rusos. Utilizando su posición dirigente en los consejos, boicotearon su consolidación y coordinación nacional, al tiempo que maniobraban con los generales monárquicos para aplastar a la izquierda revolucionaria dirigida por la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Una vez derrotada la insurrección de los obreros berlineses a principios de enero de 1919, los jefes socialdemócratas utilizaron a los Freikorps para asesinar a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, preludio de una represión salvaje contra los obreros comunistas. La socialdemocracia alemana continuó la obra iniciada en agosto de 1914.
El triunfo del Octubre soviético abrió una grieta insalvable en el movimiento socialdemócrata. En la mayoría de los partidos de la Segunda Internacional surgieron tendencias comunistas, brindando la posibilidad de reatar las auténticas tradiciones internacionalistas del movimiento obrero. El proyecto de los delegados marxistas que participaron en las conferencias de Zimmerwald y Kienthal se hizo viable: la creación de una nueva internacional revolucionaria era ya posible.
“La Tercera Internacional —escribió Lenin— fue fundada bajo una situación mundial en que ni las prohibiciones ni los pequeños y mezquinos subterfugios de los imperialistas de la Entente o de los lacayos del capitalismo, como Scheidemann en Alemania y Renner en Austria, son capaces de impedir que entre la clase obrera del mundo entero se difundan las noticias acerca de esta Internacional y las simpatías que ella despierta. Esta situación ha sido creada por la revolución proletaria, que, de un modo evidente, se está incrementando en todas partes cada día, cada hora”.
El 24 de enero de 1919, la dirección del Partido Comunista Ruso (bolchevique), los partidos comunistas de Polonia, Hungría, Austria, Letonia y Finlandia, la Federación Socialista Balcánica y el Partido Obrero Socialista Norteamericano realizaron el siguiente llamamiento:
“¡Queridos camaradas! Los partidos y organizaciones abajo firmantes consideran que la convocatoria del I Congreso de la nueva Internacional revolucionaria es una imperiosa necesidad. En el curso de la guerra y de la revolución se puso de manifiesto no sólo la total bancarrota de los viejos partidos socialistas y socialdemócratas, y con ellos de la Segunda Internacional, no sólo la incapacidad de los elementos centristas de la vieja socialdemocracia para la acción revolucionaria efectiva sino que, actualmente, se esbozan ya los contornos de la verdadera Internacional revolucionaria”.
El congreso fundacional de la Internacional Comunista se celebró en marzo de 1919, cuando la intervención militar imperialista pasaba por su apogeo, lo que impidió la asistencia de muchos delegados. A pesar de los contratiempos, las jóvenes fuerzas de la Internacional Comunista establecieron las bases políticas que habían sido delineadas en los años precedentes por Lenin y Trotsky: oposición frontal a los intentos de reconstruir la Segunda Internacional con la misma forma que tenía antes de la guerra; denuncia del pacifismo burgués y de las ilusiones pequeñoburguesas en el programa de paz del presidente estadounidense Wilson; defensa de la teoría marxista del Estado y crítica de la democracia burguesa como una forma de dictadura capitalista sobre el proletariado. La conclusión del congreso fue clara: la Internacional Comunista lucharía por agrupar a la vanguardia revolucionaria del proletariado en una Internacional marxista homogénea.
En los años siguientes se produciría un trasvase constante de obreros socialistas a las filas de la Internacional Comunista. Esta presión obligó a muchos dirigentes que en el pasado habían mantenido posiciones reformistas a mostrar su apoyo, de palabra, a la nueva organización. En marzo de 1919 se adhirió el Partido Socialista Italiano; en mayo, el Partido Obrero Noruego y el Partido Socialista Búlgaro; en junio, el Partido Socialista de Izquierda Sueco. En Francia, los comunistas ganaron la mayoría en el congreso de Tours del Partido Socialista (1920): el ala de derechas se escindió con 30.000 miembros y el Partido Comunista Francés se formó con 130.000. El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD) decidió por mayoría en el congreso de Halle (1920), fusionarse con el Partido Comunista Alemán (KPD), que se transformó en una organización de masas. Lo mismo ocurrió en Checoslovaquia.
EL AISLAMIENTO DE LA REVOLUCIÓN Y LA DEVASTACIÓN ECONÓMICA
Después de que los bolcheviques instauraran la república de los sóviets en Rusia, la crisis revolucionaria se contagió de un país a otro: Finlandia a comienzos de 1918 y Alemania y Austria en noviembre; en 1919, la insurrección espartaquista en Berlín y la proclamación de la república soviética en Hungría y Baviera; entre 1919 y 1921, Gran Bretaña vivió una oleada de huelgas y motines obreros; en 1920, el movimiento revolucionario y las ocupaciones de fábricas en Italia; en 1921, nueva insurrección en Alemania central; de 1918 a 1921, el trienio bolchevique en el Estado español; en 1923, insurrección en Bulgaria y crisis revolucionaria en Alemania; en 1924, insurrección obrera en Estonia… Pero ninguno de estos intentos acabó en triunfo.
En Alemania, la actuación de la socialdemocracia y de las tropas de choque de la burguesía reprimiendo y asesinando a miles de militantes comunistas conjuró temporalmente la amenaza revolucionaria. Pero la correlación de fuerzas era tan desfavorable a los capitalistas, que los intentos de imponer una dictadura militar fracasaron; la violencia contrarrevolucionaria tuvo que combinarse con concesiones y reformas para aplacar a los trabajadores. La derrota de la revolución socialista en 1919 tuvo como subproducto el alumbramiento de un régimen de democracia burguesa, la república de Weimar.
La burguesía del continente se vio en grandes aprietos para sofocar la rebelión. Además de recurrir a la violencia y utilizar las tropas desmovilizadas por el fin de la guerra, se apoyaron en los dirigentes socialdemócratas que se prestaron entusiastas a la tarea de aplastar a los obreros insurrectos. Es cierto que la inexperiencia de las jóvenes direcciones de los Partidos Comunistas alentó todo tipo de errores, y eso contribuyó también a dar una salida ventajosa a la burguesía.
En aquellas condiciones, la tarea de la Internacional Comunista, y especialmente de sus líderes más capacitados empezando por Lenin, fue la de educar a los cuadros y la nueva capa de dirigentes en el auténtico espíritu del bolchevismo. En el primer congreso remarcando las diferencias de principio con los oportunistas, y la batalla contra los ultraizquierdistas que se libró en el segundo, demostraron que templar las fuerzas del movimiento comunista exigía algo más que entusiasmo. Se necesitaba pasar por una escuela dolorosa, pero nadie dudaba de que ese ejército internacional se desarrollaba de manera impetuosa.
Lo cierto fue que la clase obrera pagó un precio muy alto por la derrota de la revolución en Europa, especialmente en Alemania, y el Estado obrero soviético quedó aislado en unas condiciones materiales espantosas, lo que originó fenómenos no previstos. El hundimiento de su economía, forzado por años de intervención imperialista, minó progresivamente las bases de la democracia obrera existente en los primeros años revolucionarios.
El punto de vista marxista sobre la transición al socialismo parte de un presupuesto concreto: gracias a la expropiación de la burguesía y la socialización de los medios de producción bajo el control democrático de la clase obrera, las fuerzas productivas pueden avanzar a una gran velocidad. Y esto es absolutamente necesario, pues sólo con un alto desarrollo de la industria y la agricultura, y con un incremento constante de la productividad del trabajo, se pueden crear las condiciones materiales para una sociedad sin clases. Una vez que la población trabajadora sea liberada de bregar cotidianamente por su supervivencia, podrá emplear sus energías y talento en la administración de la vida social: la política, la economía y la cultura. Sin el control y la participación directa de las masas no puede existir la democracia obrera, el régimen de la dictadura proletaria.
La lucha de clases en el seno de la URSS no tuvo tregua durante aquellos primeros años. Golpeados por la contrarrevolución y unas condiciones objetivas extremadamente adversas, los bolcheviques expropiaron y nacionalizaron la inmensa mayoría de las fábricas, establecieron el monopolio del comercio exterior y procedieron a levantar una administración obrera. Pero las insuficiencias económicas eran muy grandes. El intercambio de mercancías entre el campo y la ciudad se redujo drásticamente. Toda la producción fue sometida a un régimen militar y, para poder realizar de forma equitativa la distribución, la población se agrupó en cooperativas subordinadas al Congreso de Alimentación. Este conjunto de medidas recibieron el nombre de comunismo de guerra.
Estas penosas circunstancias debilitaron a la clase obrera y su peso social se vio muy disminuido. En 1919, el porcentaje de obreros de la construcción se redujo un 66% y el de ferroviarios un 63%. La cifra de obreros industriales descendió de los tres millones de 1917 al 1.240.000 de 1920. El propio Lenin describió aquellas condiciones insoportables:
“El proletariado industrial, debido a la guerra y la pobreza y ruina desesperadas, se ha desclasado, es decir, ha sido desalojado de su rutina de clase, ha dejado de existir como proletariado. El proletariado es la clase que participa en la producción de bienes materiales en la industria capitalista a gran escala. En la medida en que la industria a gran escala ha sido destruida, en la medida que las fábricas están paradas, el proletariado ha desaparecido. A veces aparece en las estadísticas, pero no se ha mantenido unido económicamente”.
En sus escritos sobre la revolución de1917, Lenin definió las condiciones para un Estado obrero sano: 1) Elecciones libres y democráticas a todos los cargos del Estado. 2) Revocabilidad de todos los cargos públicos. 3) Que ningún funcionario reciba un salario superior al de un obrero cualificado. 4) Que todas las tareas de gestión de la sociedad las asuma gradualmente toda la población de manera rotativa. “Reduzcamos el papel de los funcionarios públicos al de simples ejecutores de nuestras directrices —señalaba Lenin— al papel de inspectores y contables, responsables, revocables y modestamente retribuidos (en unión, naturalmente, de los técnicos de todos los géneros, tipos y grados); ésa es nuestra tarea proletaria. Por ahí se puede y se debe empezar cuando se lleve a cabo la revolución proletaria”.
Después de una brutal guerra civil a la que había que sumar la devastación de la guerra mundial y el embargo criminal que los imperialistas impusieron a la Rusia soviética, las dificultades para la aplicación de este programa eran evidentes. Al terminar la guerra civil (1921), la extracción hullera había caído un 30% por debajo de los niveles de preguerra, la de acero apenas llegaba al 5%, y en su conjunto la producción fabril sólo suponía un tercio. El transporte ferroviario estaba dislocado, empeorando más si cabe la lamentable situación del comercio entre las ciudades y el campo. El promedio de la producción de cereales en 1920-1921 era sólo la mitad de los años inmediatamente anteriores a 1914 y, para empeorar dramáticamente las cosas, una gran sequía se adueñó del sur de Rusia con la consiguiente disminución de las raciones alimenticias. En 1921 la hambruna se extendió por el país dejando a su paso millones de muertos.
Pronto se sucedieron estallidos y manifestaciones de descontento entre sectores del campesinado y la clase obrera. En 1921 se produjo un levantamiento agrario en Támbov; ese mismo año, la guarnición naval de Kronstadt se sublevó contra el poder de los sóviets. Esta amenaza a la revolución era aún más grave que la agresión imperialista.
Las condiciones materiales de una Rusia devastada se revelaron incompatibles con la democracia obrera. En muchos casos, las estructuras soviéticas dejaron de funcionar, los sóviets, como órganos del poder obrero, declinaron o fueron sustituidos por los comités del partido. Las tareas de la administración del Estado eran cubiertas, cada vez en mayor proporción, por un número creciente de viejos funcionarios del régimen zarista, mientras los mejores cuadros comunistas servían en el frente como comisarios rojos, o estaban consagrados a la reconstrucción de la economía. Lenin, observaba con gran preocupación el rumbo que tomaban los acontecimientos. En el IV Congreso de la Internacional Comunista advirtió:
“Tomamos posesión de la vieja maquinaria estatal y ésa fue nuestra mala suerte. Tenemos un amplio ejército de empleados gubernamentales. Pero nos faltan las fuerzas para ejercer un control real sobre ellos (…) En la cúspide tenemos no sé cuántos, pero en cualquier caso no menos de unos cuantos miles (…) Por abajo hay cientos de miles de viejos funcionarios que recibimos del zar y de la sociedad burguesa”. En otros escritos remachó la misma idea: “Echamos a los viejos burócratas, pero han vuelto (…) llevan una cinta roja en sus ojales sin botones y se arrastran por los rincones calientes. ¿Qué hacemos con ellos? Tenemos que combatir a esta escoria una y otra vez, y si la escoria vuelve arrastrándose, tenemos que limpiarla una y otra vez, perseguirla, mantenerla bajo la supervisión de obreros y campesinos comunistas a los que conozcamos por más de un mes y un día”.
El desgaste, la división en el campesinado y la escasez general, obligaron a los bolcheviques a dar un giro. En 1921, la introducción de la Nueva Política Económica (NEP) supuso un repliegue: con el fin de restablecer el intercambio comercial con el campo y aliviar la insoportable presión social y económica que se cernía sobre el Estado obrero, se hicieron concesiones a los sectores de la pequeña burguesía urbana y rural. Más tarde, las concesiones se convertirían en una amenaza contra el sistema soviético.
EL REFLUJO DEL “ORGULLO PLEBEYO”
La NEP sólo puede entenderse desde la óptica de las condiciones hostiles que rodeaban la transición al socialismo en Rusia. En el X Congreso del PCUS se anunció la sustitución del sistema de requisa forzosa del grano por un impuesto en especie, con lo que los campesinos podían disponer de un excedente para comerciar en el mercado. El objetivo era estimular la economía agrícola. Inicialmente se trataba de una experiencia limitada y supeditada a la economía planificada: el Estado siguió concentrando en sus manos toda la industria pesada, las comunicaciones, la banca, el sistema crediticio, el comercio exterior y una parte preponderante del comercio interior.
Éste repliegue obligado traía a colación las palabras de Marx: “El desarrollo de las fuerzas productivas es prácticamente la primera condición absolutamente necesaria para el comunismo por esta razón: sin él, se socializaría la indigencia y ésta haría resurgir la lucha por lo necesario, rebrotando, consecuentemente, todo el viejo caos”. A pesar de la NEP los problemas continuaron. En 1923, la divergencia entre los precios industriales y los agrarios aumentó. La productividad del trabajo en la industria era muy baja, lo que implicaba precios altos para los productos manufacturados, a la par que los beneficios obtenidos por los pequeños campesinos eran insuficientes para darles acceso a dichos productos. Al mismo tiempo, los kulaks —campesinos acomodados— fortalecían su posición en el mercado comprando al pequeño productor y acaparando grano, convirtiéndose así en el único interlocutor del Estado en el mundo rural. Esto se reflejaba también en los sóviets locales, donde la influencia de los kulaks era cada vez mayor. Las tendencias pro-burguesas crecían en el campo y se desarrollaban en paralelo a la especulación en las ciudades.
En medio de la escasez generalizada, la burocracia, especialmente sus capas superiores, se valía de su posición para obtener ventajas materiales, y se independizaba cada vez más de cualquier control de la clase obrera. Las dificultades, tanto internas como externas, se convirtieron en la fuerza motriz de su triunfo político.
Tras un período de sacrificios colosales, las grandes esperanzas puestas en el triunfo del proletariado europeo se frustraron. La situación no podía desembocar más que en un profundo agotamiento de las fuerzas de los obreros soviéticos, lo que a su vez abrió una fase de reflujo. Este factor político y la desmovilización de millones de hombres del Ejército Rojo, jugaron un papel decisivo en el crecimiento del aparato burocrático. Trotsky señaló la dinámica de este proceso:
“La reacción creció durante el curso de las guerras que siguieron a la revolución y las condiciones exteriores y los acontecimientos la nutrieron sin cesar (…) el país vio que la miseria se instalaba en él por mucho tiempo. Los representantes más notables de la clase obrera habían perecido en la guerra civil o, al elevarse unos grados, se habían separado de las masas. Así sobrevino, después de una tensión prodigiosa de las fuerzas, de las esperanzas, de las ilusiones, un largo periodo de fatiga, de depresión y de desilusión. El reflujo del ‘orgullo plebeyo’ tuvo por consecuencia un aflujo de arribismo y de pusilanimidad. Estas mareas llevaron al poder a una nueva capa de dirigentes.
La desmovilización de un Ejército Rojo de cinco millones de hombres debía desempeñar en la formación de la burocracia un papel considerable. Los comandantes victoriosos tomaron los puestos importantes en los sóviets locales, en la producción, en las escuelas, y a todas partes llevaron obstinadamente el régimen que les había hecho ganar la guerra civil. Las masas fueron eliminadas poco a poco de la participación efectiva del poder.
La reacción en el seno del proletariado hizo nacer grandes esperanzas y gran seguridad en la pequeña burguesía de las ciudades y del campo que, llamada por la NEP a una vida nueva, se hacía cada vez más audaz. La joven burocracia, formada primitivamente con el fin de servir al proletariado, se sintió el árbitro entre las clases, adquirió una autonomía creciente.
La situación internacional obraba poderosamente en el mismo sentido. La burocracia soviética adquiría más seguridad a medida que las derrotas de la clase obrera internacional eran más terribles. Entre estos dos hechos la relación no es solamente cronológica, es causal; y lo es en los dos sentidos: la dirección burocrática del movimiento contribuía a las derrotas; las derrotas afianzaban a la burocracia.”
EL ÚLTIMO COMBATE DE LENIN
Entre enero de 1922 y marzo de 1923 la salud de Lenin empeoró considerablemente. Pero a pesar de crisis continuadas, el líder bolchevique desarrolló una tenaz batalla contra la gangrena del burocratismo. Sus escritos de este periodo son un testimonio de un cambio radical de actitud respecto a Stalin, tanto por la manera en que éste se condujo al frente de la Inspección Obrera y Campesina —organismo que en teoría se había fundado para atajar las desviaciones burocráticas, pero que en la práctica se transformó en centro de reclutamiento de arrivistas y funcionarios—, como en la forma en que abordó la cuestión nacional en Georgia, haciendo gala del chovinismo gran ruso que Lenin siempre había despreciado y combatido.
A principios de 1922 Lenin insistió en su campaña antiburocrática reclamando la depuración de las filas del Partido Comunista de “arribistas y ladrones”. Logró que fueran excluidos 100.000, pero Lenin lo consideraba insuficiente: “…espero que sufran la misma suerte las decenas de miles de miembros que hoy sólo saben organizar reuniones, pero no el trabajo práctico (…) Nuestro peor enemigo interior es el burócrata, y el burócrata es el comunista que ocupa un puesto de tipo soviético responsable (y también irresponsable) Debemos deshacernos de este enemigo…”.
A finales de mayo, Lenin sufre un ataque que le causa la parálisis parcial de la pierna y el brazo derechos y constantes perturbaciones en el habla. Se recupera lastimosamente, pero su alejamiento de la conducción práctica del Estado y del Partido coincide con avances cada día más audaces y seguros del aparato burocrático. Stalin agrupa en torno a su figura a una capa de funcionarios fieles y leales. En julio de 1922 impulsa un cuerpo de inspectores encargados de controlar las direcciones provinciales del partido, al tiempo que logra que 15.500 cuadros superiores obtengan ventajas materiales sustanciales: salario triple de un obrero industrial, lotes extras de productos alimenticios deficitarios, vacaciones pagadas. Va modelando el aparato a su medida, asegurándose el control de casi dos tercios de los secretarios de comités de distrito del partido.
Stalin, que también ocupa el cargo de Comisario del Pueblo para las Nacionalidades, presenta en septiembre de 1922 su proyecto de Federación Soviética de Rusia en la que se concede una especie de autonomía imprecisa a las Repúblicas “hermanas”. El 15 de ese mes el Comité Central del PC Georgiano se opone a la formula de Stalin, postura que este denuncia como “desviacionismo nacional” ante el propio Lenin, que sólo ha sido informado parcialmente de la discusión. Cuando el 25 de septiembre pueda leer los materiales elaborados por Stalin, los corrige a fondo. Repuesto parcialmente, reúne a numerosos dirigentes bolcheviques para hacerse una idea de lo que se está ventilando y a finales de mes escribe al Buró Político una carta en la que propone que las distintas repúblicas formen parte de la Unión Soviética en pie de igualdad con Rusia. Además se reúne inmediatamente con los dirigentes comunistas georgianos y les asegura su apoyo más completo contra las pretensiones de Stalin. El 6 de octubre, el Comité Central aprueba el proyecto modificado por Lenin, y el 30 de diciembre nacerá la URSS. Ese mismo día Lenin escribe a Kámenev: “Declaro una guerra no para siempre sino a muerte al chovinismo ruso…”.
La disputa no es ninguna casualidad: siete meses después de su nombramiento como secretario general, Stalin se ha emancipado progresivamente de la tutela política de Lenin y del control de los organismos dirigentes, un cambio que refleja la seguridad y el poder adquiridos por el aparato político y administrativo del Estado que no deja de crecer en número. Las relaciones entre Lenin y Stalin sufren un cambio abrupto a partir de estos enfrentamientos. La distancia entre ambos crece, mientras que Lenin va estableciendo contactos cada día más asiduos con Trotsky, en los que plantea abiertamente la lucha común contra el avance del burocratismo. En una de sus últimas apariciones con motivo del discurso que dirige al IV Congreso de la Internacional Comunista, Lenin denuncia con ironía la resolución sobre la estructura y los métodos de organización de los Partidos Comunistas, obra de Zinoviev, y lanza una carga de profundidad contra los burócratas del partido ruso: “Es un texto excelente, pero fundamentalmente ruso (…) casi ningún comunista extranjero puede leerlo (…) con esta resolución cometemos una grave falta, cortándonos el camino para nuevos progresos…”.
Paralelamente, Stalin decide hacer pagar a los comunistas georgianos su osadía y el apoyo que Lenin les presta. Enviando a su “procónsul” Ordzhonikdze para meter en vereda a los dirigentes del Partido en Georgia, el delegado se excede en su violencia y golpea a unos de sus interlocutores. El incidente y la manera brutal, “gran rusa”, en la que se conduce el lugarteniente de Stalin, provoca la dimisión en bloque del Comité Central del Partido Comunista de Georgia el 22 de noviembre. Simultáneamente otro debate concita toda la atención: Bujarin se pronuncia a favor de atenuar el monopolio del comercio exterior y es secundado por otros miembros del Buro Político, entre ellos Stalin. Lenin se opone tajantemente y plantea a Trotsky un bloque para defender a capa y espada el monopolio ante el Comité Central del Partido.
En esas semanas en las que la enfermedad de Lenin empeora su correspondencia con Trotsky aumenta, y Stalin, conocedor de lo que está sucediendo, da rienda suelta a su estilo y emplaza en términos groseros y arrogantes a la esposa de Lenin, Krupskaia, acusándola de no respetar las prescripciones médicas que deben mantener a este aislado de toda actividad. A finales de diciembre de 1923, Lenin sufre nuevos ataques y su capacidad de trabajo queda muy mermada, pero aún tiene fuerzas para dictar a sus secretarias una serie de cartas dirigidas al XIII congreso del Partido, y que se suceden interrumpidamente hasta el 7 de febrero de 1923.
Esta correspondencia ha pasado a la historia como el Testamento de Lenin, y en ellas hace balance de los principales dirigentes del Comité Central bolchevique señalando premonitoriamente: “El camarada Stalin, al convertirse en secretario general, ha concentrado en sus manos un poder ilimitado y no estoy convencido de que sabrá siempre utilizarlo con suficiente circunspección.”. En la carta que dicta el 26 de diciembre vuelve a reflexionar sobre el tipo de Estado que hay en la URSS, calificándolo como “una herencia del antiguo régimen” y seis días más tarde vuelve sobre el mismo asunto: “Llamamos ‘nuestro’ a un aparato que en realidad nos es completamente ajeno, un amasijo burgués y zarista que era absolutamente imposible transformar en cinco años estando privados de la ayuda de los otros países y cuando nuestras preocupaciones fundamentales eran la guerra y la lucha contra el hambre”.
En las cartas del 39 y 31 de diciembre, Lenn amplia su ataque a Stalin, al que acusa de encarnar el chovinismo gran ruso y de negarse “a admitir la necesidad de que ‘la nación opresora’ reconozca el derecho de la ‘nación oprimida’ al nacionalismo” y condena “al georgiano que acusa con desden a otros de ‘socialnacionalismo’, cuando él mismo es no sólo un verdadero y genuino ‘nacionalsocialista’ sino un grosero polizonte gran ruso”. El 4 de enero de 1923 continua su denuncia al considerar que Stalin es “demasiado rudo, y este defecto, aunque del todo tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, comunistas, se hace intolerable en las funciones de secretario general”, motivo por el cual propone a los delegados que “piensen la manera de relevar a Stalin de ese cargo y designar en su lugar a otra persona que en todos los aspectos tenga sobre el camarada Stalin una sola ventaja, a saber: la de ser más tolerante, más leal, más educado y más considerado con los camaradas, que tenga un humor menos caprichoso.” Esta correspondencia quedaría oculta al Partido hasta que Jruschov las revelara parcialmente.
Ya muy enfermo, a principios de marzo de 1923, Lenin toma conocimiento de la insultante llamada telefónica de Stalin a Krupskaia del 22 de diciembre anterior. Recobra fuerzas y somete a Trotsky su propuesta para defender en el congreso del Partido una postura común respecto a la cuestión nacional. También escribe una breve carta a los camaradas georgianos: “Sigo la causa de ustedes con todo mi ánimo. Estoy impresionado por la grosería de Ordzhonikizde y la connivencia de Stalin y Dzerzhinski. Preparo notas y un discurso a favor de ustedes.” Pero Lenin desfallece el 6 de marzo y cuatro días más tarde sufre una apoplejía casi total que le reduce al silencio. El 24 de enero de 1924 muere.
La muerte de Lenin desata un furioso proceso de “canonización” por parte del aparato dirigente, muy útil como preparación del posterior culto a la personalidad en la figura omnipresente de Stalin. Cuando Zinoviev decide rebautizar a Petogrado como Leningrado, o se acuerda el embalsamamiento del cadáver a pesar de la oposición de Krupskaia, no se estaba defendiendo la tradición del leninismo, se estaba rompiendo con ella. Muchos elevaron su voz de protesta, entre ellos el poeta Vladimir Maiakovski que acertadamente denunció la nueva liturgia burocrática:
“Estamos de acuerdo con los ferroviarios de Riazán que han propuesto al decorador que realice la sala Lenin de su club, sin busto ni retrato, diciendo ‘¡No queremos iconos!’. No hagáis de Lenin una estampita.
No imprimáis su retrato en los carteles, los hules, los posavasos, los vasos, los cortapuros.
No le moldeéis en bronce. Estudiad a Lenin, no le canonicéis.
No creéis un culto en torno al nombre de un hombre que toda su vida lucho contra los cultos de toda especie.
No comerciéis con los objetos de culto. Lenin no está en venta.”
[…] Ver Parte 2 […]