Ella es mucho más que la vicepresidenta de Colombia. Es un puente de lo particular a lo universal político; es un impulso desde el cuerpo y el territorio hacia un horizonte de dignidad compartida. Nos habla de un futuro mucho más fértil.
Iván Olano Duque *
CTXT, 6-8-2022
Sus primeros recuerdos tienen que ver con el río, la fertilidad de la tierra y los lazos comunitarios. Recuerda que iba a pescar con su madre, una partera que ayudó a nacer a más de setenta personas, y que iba con su abuelo y sus primos a armar barbacoas –una trampa de madera en el río, donde la corriente es más fuerte–, y subía en la mañana con muchos pescados que no eran para vender, sino para compartir con la comunidad. Recuerda que aprendió a trabajar la tierra, los cultivos de pancoger (la denominación en Colombia de la agricultura para el consumo propio), el maíz, la yuca, el plátano y el frijol. Y recuerda que fueron sus abuelos quienes le enseñaron la minería tradicional. Hay que empezar imaginándola ahí, en ese lugar y punto de vista específico: una niña de cinco años en el río, con una batea, lavando la arena para buscar pepitas de oro.
Estas primeras imágenes de una vida comunitaria y arraigada en el territorio sirven para entender por qué, ante la primera conciencia de los distintos conflictos, Francia Márquez no los interpretó como un infortunio personal, sino como realidad y desafío colectivo. Y hubo un momento en que la amplitud territorial y comunitaria se convirtió en conciencia y reivindicación histórica. Le habían enseñado que era descendiente de esclavos, pero su posición en el mundo cambió radicalmente cuando descubrió que ese enunciado era falso: ella no era descendiente de esclavos, sino de hombres y mujeres libres que fueron esclavizados.
El territorio y la identidad misma venían cargados de lucha, los recuerdos más íntimos eran el punto de partida de un relato más amplio, de antagonismos estructurales, y entonces se desencadenaron todas las fuerzas. ¿Quién es Francia Márquez? Es una mujer en un régimen patriarcal, y afrodescendiente en un sistema racista y colonialista; es de la periferia rural, campesina, en un país centralista, y es ambientalista en una época en que la fractura metabólica entre humanidad y naturaleza nos tiene al borde del colapso; es latinoamericana en un orden que entiende el sur global como cantera de recursos sin agencia propia, es de clase trabajadora, fue madre adolescente, madre soltera, víctima y desplazada por la violencia. Y por todo lo anterior fue líder social desde muy joven, se convirtió en una de las voces más potentes contra las distintas violencias, y se posiciona con claridad: es antirracista, antipatriarcal, anticolonial y anticapitalista.
Por esto se volvió una referencia internacional. Por eso Angela Davis la considera un ejemplo de lucha política y vital. Y por esto y un acumulado de movilizaciones es hoy la vicepresidenta de la República de Colombia. Francia Márquez reúne casi todos los vectores de la opresión contemporánea, pero lo admirable –lo conmovedor incluso– es que impulsa todas las resistencias.
Donde tengo sembrado el ombligo
Francia Elena Márquez Mina nació en 1981 en la vereda Yolombó, corregimiento de La Toma, al sur de Colombia. Es una región montañosa, fértil y rica en oro, cercana al océano Pacífico y justo antes del valle geográfico del río Cauca.
Durante la Colonia, todas las minas eran propiedad de la Corona y se daban en concesión a familias acaudaladas. Cuenta Alfredo Molano Bravo –el más notable cronista del conflicto social en Colombia– que al principio la mano de obra en esa región fue indígena, pero las rebeliones fueron constantes y los españoles decidieron comprar esclavos africanos para la explotación del oro, pero también para el trabajo complementario en las haciendas de la planicie: la ganadería y la caña de azúcar. Para disminuir costos de alimentación los patrones permitían a los esclavos que trabajaran la tierra cercana a la mina. Eso determinó que, desde mediados del siglo XVII hasta hoy, las familias tradicionales de la región no fueran sólo mineras, sino además agricultoras.
En la Colonia, y luego en la Independencia, cambiaban poco a poco los beneficiarios de las concesiones en la región, los grandes apellidos y hasta comunidades religiosas se repartían la tierra y las minas, negociaban montañas enteras desde las ciudades, pero las familias afrodescendientes permanecían. Con la abolición de la esclavitud en Colombia en 1851 hubo una indemnización a los esclavistas, pero se les dijo a los esclavos libertos que si querían seguir trabajando las minas –que ya habían trabajado en condición de esclavitud por doscientos años– debían arrendarlas o comprarlas. Es decir, no sólo no los indemnizaron por la injusticia histórica, sino que pasaron de trabajar como esclavos a pagar para poder trabajar en su propio territorio. Muchos grandes esclavistas se convirtieron así en rentistas. Recuerdo el comentario amargo de Estanislao Zuleta: no fue la generosidad de la élite ni la reflexión sobre la dignidad humana lo que acabó la esclavitud en América, sino su encarecimiento y el hecho de que fuera preferible pagar un salario bajo. En otras palabras, la idea de la libertad se puso de moda cuando la esclavitud dejó de ser un buen negocio.
Pero un campesino próspero también es un mal negocio para los grandes hacendados, porque vuelve escasa y costosa la mano de obra. Así que los campesinos del Valle, muchos de ellos afrodescendientes, fueron arrinconados por la voracidad de los poderosos propietarios de haciendas de caña de azúcar. Desde principios del siglo XX se registra un aumento significativo de la conflictividad por la tierra, la violencia, el desplazamiento forzado a las cordilleras y a las grandes ciudades, lo que multiplicó la población pobre asalariada. Los latifundistas –que tenían también el poder estatal– no dejaron de apoderarse del Valle, y de organizar bandas armadas para reprimir a sangre y fuego toda rebelión campesina, negra e indígena. Los grandes poderes con intereses mineros tenían ahora nombres en inglés. A mediados de siglo XX, durante el periodo que conocemos en Colombia como La Violencia (desde antes del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán hasta una década después) la dinámica anticampesina y antipopular se mezcló con el discurso anticomunista: entre Policía, Ejército y bandas mercenarias avanzaron por el norte del Cauca –con claro criterio racista– tratando de borrar todo conato de insumisión.
Esa ha sido la constante histórica. Hubo conquistas populares significativas, como el artículo transitorio 55 de la Constitución de 1991 que le dio paso a la Ley 70 de 1993 y que reconoce al fin la propiedad colectiva de las tierras de las comunidades negras, pero el esquema de las tensiones políticas y sociales es el mismo desde la Colonia hasta la actualidad: una población campesina, indígena y afrodescendiente que se aferra al territorio, que rebusca el modo de seguir viviendo ante los embates de latifundistas y grandes capitales –incluidas las mafias del narcotráfico– que recurren sistemáticamente a la violencia estatal y paraestatal. Pero entre tantas montañas la rebeldía siempre sobrevive. Y me atrevo a decir que se convierte en una suerte de patrimonio cultural.
Allí nació Francia Márquez. Los más viejos enseñan a cuidar el territorio, pues costó años de sufrimiento y trabajo. Hay un sentido común establecido de que nadie les regaló nada, que cada milímetro de conquistas es el resultado de la voluntad, la resistencia, la organización y la lucha de los de abajo. Y por esa conciencia, y sobre todo ese ejemplo vivo que ninguna violencia ha logrado desaparecer, ella decidió dar desde muy joven un paso al frente. Lo ha dicho en múltiples ocasiones a lo largo de los años: si ella veía toda esa fuerza en las mayoras, mujeres que decían “a mí me matan aquí… este es el territorio donde tengo sembrado el ombligo”, ¿cómo es que ella, que tenía juventud y fuerza, no iba a hacer nada?
La casa común
Cuando Francia Márquez terminó la primaria su madre le dijo que no podía pagarle más los estudios, así que le tocó trabajar en la mina para pagar el bachillerato, para comprar el uniforme, los zapatos, los libros. Le gustaba el teatro, quería dedicarse a bailar y cantar. En la casa cultural de su municipio, Suárez, armaron un grupo de música del Pacífico, y fueron varias veces a Cali a participar en el Festival Petronio Álvarez. Pero ella siempre veía que la comunidad, incluidos varios miembros de su propia familia –su madre, su abuela, sus tíos– se reunían a discutir sobre amenazas urgentes al territorio.
En 1977 se inició la construcción del embalse La Salvajina, en la cuenca alta del Cauca. A la comunidad de Suárez le dijeron que llegaría el progreso, y cientos de campesinos se vieron obligados a vender sus parcelas –con mina incluida– a un precio irrisorio. Las armas del Ejército intimidaron las voces críticas, la gente se lanzó a sacar el oro de la tierra removida por las obras, y cuando la mayoría comprendió el enorme daño económico y cultural del embalse ya era demasiado tarde. Se organizó un Paro Cívico en 1985, cuando las obras ya estaban terminadas y se inauguró la hidroeléctrica. Al final se quedaron sin la tierra, el represamiento dividió comunidades, destruyó la vida del río y modificó hasta la temperatura y los ecosistemas de la zona, mientras que los grandes ganadores, además de las multinacionales que gestionarían la represa durante varios años, fueron los latifundistas río abajo que secaron humedales y extendieron incluso más el monocultivo de caña de azúcar.
En las comunidades quedó el sabor de un nuevo atentado histórico: gente que vivía muy lejos acumulaba beneficios en tanto que los negros e indígenas seguían poniendo muertos y desplazados, y pagaban el costo ecológico, económico y cultural. Por eso cuando anunciaron en 1995 el proyecto de desviación del río Ovejas, para aumentar el nivel del embalse y la generación eléctrica, la comunidad se opuso con firmeza. Más que sustento y modo de vida, “el río ha sido el papá y la mamá de nosotros”, decían, el corazón de la existencia misma de la comunidad.
Entonces empezó el activismo de Francia Márquez. Era adolescente, pero vivió y aprendió de primera mano cómo la organización comunitaria, exigiendo su derecho fundamental a la consulta previa, logró frenar la nueva avanzada de destrucción de la casa común que vendían como progreso.
Paramilitares y multinacionales
En 2001 hubo una fuerte presencia de paramilitares en el norte del Cauca. Como en muchas otras regiones del país se coordinaban con el Ejército, usaban sus vehículos y su logística, andaban bien uniformados, bien armados, y tenían bases en grandes haciendas. El argumento público es que era una operación antiguerrillera, pero casi no hubo combates, y en cambio sí hubo numerosos retenes a la población civil, torturas, ejecuciones públicas y masacres. Alrededor del río Naya los campesinos denunciaron el asesinato en tres días de más de cien personas, muchos de ellos descuartizados, en lo que luego se conocería como la masacre del Naya. En realidad fue una avanzada del proyecto paramilitar, en su mayor momento de expansión, para instaurar el terror y dominar una región estratégica para el narcotráfico –por sus rutas al océano Pacífico– y siempre atractiva para poderosas multinacionales.
El Gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) otorgó en toda la región concesiones mineras a gran escala a influyentes individuos y empresas foráneas, y entre ellas a un hombre que –denunció la comunidad– actuaba como testaferro de la AngloGold Ashanti, una de las multinacionales mineras más grandes del mundo. En 2010 llegó una orden judicial de desalojo: mil trescientas familias que habitaban el territorio desde hacía siglos eran señaladas de repente como intrusos, ocupantes ilegales que impedían hacer efectivo el título minero del empresario-testaferro. Según las autoridades, en la región no había registro alguno de la existencia de grupos étnicos. Para entonces Francia Márquez ya hacía parte del Consejo Comunitario de La Toma y del Proceso de Comunidades Negras. Su voz era cada día más fuerte. Cuando los funcionarios, despóticos, se atrevieron a decir que ellos no eran una comunidad negra Francia Márquez contestó: “Ustedes, los racistas, que toda la vida nos han negado, en un sistema colonial, ¿son los que van a decir si somos o no somos?”
No iban a dar ni un paso atrás así se les viniera todo el Estado encima. Las mayoras volvieron a decir “a nosotras nos matan aquí”. Interpusieron una acción de tutela (el mecanismo judicial más efectivo y accesible, establecido por la Constitución de 1991, para la protección de derechos fundamentales) y lograron frenar el desalojo. Pero como el proceso de desviación del río Ovejas, nada es definitivo; los lobbys del gran capital persistían, así que llegaban nuevas órdenes y tocaba movilizarse para conseguir nuevos amparos legales. Entonces se multiplicaron las amenazas de los paramilitares –listas, panfletos, llamadas– contra todos los líderes de La Toma, y muchos tuvieron que salir del territorio. Sabían que las amenazas nunca eran vanas: por poner sólo un ejemplo, en 2010 asesinaron a ocho mineros al lado del río Ovejas.
Es el modus operandi en toda Colombia: las multinacionales llegan respaldadas por el Estado. Si la resistencia de las comunidades logra frenarlas con organización y algún amparo legal, entonces intentan comprar a algunos líderes. Si no lo logran, pasan a la intimidación o la violencia directa. Ganan a toda costa, por las buenas o por las malas.
A la luz de un problema
El argumento de las multinacionales es que hay mucho oro en esas montañas, y que sacarlo es una gran oportunidad de trabajo, riqueza y desarrollo. El argumento de los mayores y las mayoras de las comunidades es que la extracción a gran escala destruye todos los equilibrios, que “es mejor una gotera siempre, que un chorro que usted no pueda contener”, que la minería es una actividad cultural y ancestral que debe complementarse con la agricultura, no una simple fuente de riqueza, y que el único modo de garantizar que los nietos de sus nietos sigan viviendo en el territorio es extrayendo sólo lo necesario, poco a poco y sin avaricia, con la fuerza de los brazos y una batea de madera dura.
La fuerza de las multinacionales está en la riqueza y en sus palancas estatales; la fuerza de la comunidad está en la organización y, aunque parezca paradójico, también en su apropiación del Estado. Esta es una dinámica que vale la pena subrayar: el Estado colombiano –en su marco histórico, oligárquico y racista– ha sido el principal victimario de las comunidades étnicas, pero la disputa popular del mismo Estado ha sido garantía de su sobrevivencia. Y es que el Estado puede y suele ser una herramienta de dominación de la clase dominante, sí, pero también es la única estructura que puede garantizar a largo plazo los derechos y la dignidad de las clases subalternas. El discurso antiestatal es, pues, combustible antidemocrático. Sin Estado –sin instituciones formales y leyes claras– la sociedad queda a merced de la ley del más fuerte; es decir, del que tenga la riqueza y las armas.
El derecho es por tanto una herramienta al mismo tiempo hegemónica y contrahegemónica. A la luz de este problema Francia Márquez deja a un lado su proyecto de estudiar antropología y decide que para servirle a su comunidad debe estudiar derecho. Era claro: la amenaza del poder venía cargada de fusiles y brutalidad, pero también de argumentos burocráticos, leyes y procesos laberínticos. Habían logrado defenderse en ese terreno desigual, pero siempre con abogados de otros lados, gente que no conocía el territorio. Aunque ganaran batallas, era una pérdida tácita de soberanía. ¿Qué sucedería el día en el que no llegaran los abogados solidarios de las grandes ciudades? Si para defenderse necesitaban a alguien de muy lejos, serían siempre dependientes y vulnerables. Había que defender a la comunidad con las herramientas del adversario.
La marcha de los turbantes
Su primer hijo lo tuvo a los dieciséis años (con un hombre que se fue y no volvió a aparecer). Francia trabajó en la mina hasta el día anterior al parto, que fue asistido por su madre, así como el de su segundo hijo algunos años después. Le tocó ser madre soltera, pero vivía en la casa familiar, y a veces vivían allí hasta más de veinte personas. Mamá, abuela, hermanas y hermanos, tíos… todos daban una mano en la crianza. Muchas veces, por dedicar jornadas enteras al activismo, temió que al no trabajar en la mina no tendría con qué alimentar a sus hijos, pero su familia grande estuvo allí. Cuando estudiaba derecho en Cali no tenía el dinero de la matrícula, y algunos profesores la sacaban antes de los exámenes al comprobar en una lista que aún no había pagado. Tuvo que posponer varios semestres por falta de recursos. Trabajó como empleada doméstica, donde no le pagaban ni el salario mínimo, y llegó a montar un pequeño local de tamales con sus primas –que tuvieron que cerrar después de recibir amenazas– para el que se despertaba a las tres de la mañana. Entre tanto continuaba su activismo político. Hay que decirlo: esta es la historia de Francia Márquez, pero también es la historia de la mayoría social en uno de los países más desiguales del planeta. En medio de la violencia, con mil vientos en contra, cada nuevo día hay que rebuscar cómo seguir viviendo.
Francia Márquez ya era la representante legal del Consejo Comunitario La Toma. Habían logrado frenar los títulos mineros otorgados por el Gobierno Uribe, pero el precio del oro estaba en máximos históricos y a la región llegaron, amparados por las mafias, miles de mineros ilegales de todo el país con maquinaria pesada. El Gobierno no hacía nada a pesar de las denuncias. Un día Francia estaba en clase en la universidad en Cali cuando la llamaron varias mujeres de su comunidad: ante la inacción del Gobierno habían tomado la decisión de ir ellas mismas a parar las máquinas. “Si nos morimos nos morimos, pero ya no aguantamos más”, dijeron, “no queremos seguir escuchando las retroexcavadoras en la noche… no queremos que el río se siga destruyendo”.
Francia Márquez viajó a Suárez y ya todas las mujeres habían organizado a la comunidad y fueron a enfrentar las cuadrillas que destrozaban el lecho del río Ovejas. Les dijeron que tenían que irse, que ese territorio estaba protegido. Contestaron que no. Dijeron que si no se iban, quemarían la maquinaria. Contestaron que sí, que se atrevieran, que al fin y al cabo ellos –la comunidad– no eran nada. Las mujeres regresaron impotentes, y en las mañanas siguientes encontraron folletos con amenazas de muerte que habían repartido bajo las puertas de todas las casas.
En medio de la desesperanza y la frustración, Francia Márquez recordó otros ejemplos de visibilización de causas políticas, y entonces propuso una gran movilización: que todas las mujeres hicieran una marcha de muchos días, que caminaran todo el país si era necesario, y que no se detuvieran hasta que el Gobierno les prestara atención. Las mujeres de la comunidad rechazaron la idea: tenían miedo, y argumentaron que eso era exponerse al maltrato lejos del territorio. Francia les dijo: “Vean, si ustedes no van, yo me voy sola con mis dos hijos. Salgo el próximo lunes”.
Su determinación impulsó a otras mujeres. Discutieron estrategias, rutas, y plantearon la necesidad de un símbolo que las identificara: los turbantes, ese legado ancestral usado por las matronas y que significaba autoridad y fuerza. Compraron telas y toda la comunidad ayudó en su elaboración. Los mayores llegaron en la noche, les dieron la bendición y sólo exigieron una cosa: que regresaran sanas. El 17 de noviembre de 2014, 15 mujeres salieron de La Toma –junto a treinta jóvenes que se convirtieron en guardianes cimarrones–, pasaron por otras comunidades, dialogando, explicando la necesidad de interpelar directamente al gobierno nacional, y muchas otras mujeres se fueron sumando en el camino. Al principio los discursos los daba siempre Francia, pero al ver el recibimiento de la gente las demás mujeres se fueron empoderando, y hablaban más, contestaban entrevistas, daban sus propios discursos en las plazas. Después de nueve días de marcha, cuando llegaron a Bogotá, ya no eran quince sino ochenta mujeres.
La marcha de los turbantes –el nombre de la movilización– empezó a sonar en cada vez más medios, y una alta funcionaria del Gobierno llamó a Francia Márquez para ofrecerles alojamiento. Lo discutieron en colectivo y se negaron: ellas no caminaron hasta Bogotá para quedarse en un hotel esperando a que les dieran una cita; la situación era urgente y exigían interlocución inmediata. De modo que fueron al edificio del Ministerio del Interior, se tomaron un auditorio y se negaron a salir de allí. “De acá no nos vamos hasta que no saquen las dos mil retroexcavadoras de minería ilegal que están a esta hora en el Cauca destruyendo el territorio”, dijeron.
El Gobierno Santos se vio forzado a establecer una mesa de diálogo. Se lograron valiosos reconocimientos y una serie de acuerdos (que, como de costumbre, el gobierno terminó incumpliendo), pero sobre todo se logró una gran visibilidad nacional e internacional. La marcha de los turbantes era la muestra de una crisis ecológica y social que se replicaba en todo el país, pero también de una sociedad civil que –en simultáneo al Proceso de Paz con las FARC– ya no estaba dispuesta a soportar impotente hasta que las instituciones les prestaran atención, sino que estaba dispuesta a tomarse las instituciones mismas.
La gran voz
La voz de Francia Márquez era inmensa por su propio proceso vital, por su talento y sus decisiones, pero sobre todo porque detrás había una comunidad con la conciencia y la urgencia política en las venas. Para entonces muchos periodistas y comunicadores populares la buscaban, los movimientos sociales de todo el país la reconocían como una compañera fundamental, los estudiantes universitarios más politizados querían aprender de ella. Pero la dinámica histórica es implacable: en Colombia todo aquel que desde los sectores populares da un paso al frente queda marcado como objetivo militar.
Había recibido muchas amenazas, pero esta era la peor. Estaba en una reunión en La Toma, en ese mismo 2014, cuando un compañero recibió una llamada en la que le informaban que la orden de asesinar a Francia Márquez ya había sido dada, y que un grupo armado la estaba buscando y andaba cerca. Alarmados, temiendo lo peor, pidieron un taxi a Cali (a más de dos horas de carretera) para sacarla escondida con sus dos hijos. Fueron horas muy tensas. Salieron al fin a las cinco de la mañana. Ya estaba amaneciendo cuando pasaron por un puente donde estaban los sicarios en una camioneta. “Como que el mundo se me vino encima –relató Francia después–, como que todo se acabó”. Los sicarios no la vieron.
A partir de entonces Francia Márquez fue oficialmente una desplazada más por la violencia en Colombia (según el Registro Único de Víctimas, más de ocho millones desde 1985). Esto siempre es doloroso, pero lo es incluso más en una tradición específica como la de Francia en la que, tras el parto, el cordón umbilical se entierra, de modo que la conexión vital con la madre se vuelve conexión vital con el territorio. Ya no pudo regresar a vivir en la casa familiar en La Toma, le tocó limitar los viajes para ver a su familia y discutir con su comunidad, pero esto no disminuyó su horizonte político.
En ese año fue a La Habana a los diálogos de Paz entre el Estado y las FARC-EP, en nombre de diversas autoridades afrocolombianas, para exigir un capítulo étnico en el Acuerdo. En un principio les dijeron que no, que ellos no tenían nada que ver con ese proceso entre actores beligerantes, pero insistieron: el conflicto se había ensañado especialmente con población indígena y afro. Después de mucha presión con distintas organizaciones (entre ellos la bancada afroamericana del Congreso de Estados Unidos) lo consiguieron. El planteamiento era que ante el libre mercado las comunidades étnicas son más vulnerables, y con simples titulaciones individuales se despiertan todas las violencias. Así que el Acuerdo Final quedó con un capítulo étnico que retoma elementos de la Constitución de 1991 y los refuerza: era fundamental la formalización de tierras enfocada en la titulación colectiva y la protección de derechos étnicos territoriales.
En 2015 Francia Márquez ganó el Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos en Colombia, participó en cada vez más encuentros, viajó a distintos países, recibió otro premio de una organización sueca, pero sabía que los reconocimientos y foros públicos eran poco significativos mientras las relaciones de poder siguieran intactas y a los defensores y las defensoras del medio ambiente los siguieran asesinando todas las semanas. Según la ONG Global Witness, Colombia es uno de los países más peligrosos del mundo para el activismo ambiental, y en varios años ha sido el país con más líderes asesinados. Por todo esto cuando en 2018 la llamaron y le dijeron que había ganado el Premio Goldman, el más importante reconocimiento en el mundo para los defensores del medio ambiente, casi no reaccionó. Pero cuando le dijeron que ese mismo premio lo había recibido Berta Cáceres –a quien conoció en un foro en Perú dos años antes de su asesinato– no pudo contener las lágrimas.
Seguir la historia personal y política de Francia Márquez es saltar permanentemente de lo más particular al panorama político más amplio; desde su río específico al desequilibrio planetario; del deseo de vivir tranquilo en comunidad al compromiso ético con las grandes luchas. Lo dijo al recibir el premio Goldman: “Resistir no es aguantar”. Y lo comprendió en algún momento y ya no pudo perderlo de vista: lo que está violentando a las mayorías sociales no son conflictos aislados. El sistema está podrido.
Soy porque somos
En 2018 Gustavo Petro impugnó la hegemonía del relato en los grandes medios de comunicación y devolvió la discusión política a las plazas. Respetando siempre la inteligencia de la gente de a pie, argumentando cada tema, elaborando discursos largos sobre un nuevo modelo de país basado en la justicia social y que pusiera punto final a la violencia estuvo muy cerca de ganar ese año la elección presidencial. Es más, debido al fraude sistemático y multimodal en las elecciones colombianas, y a la fuerte influencia de las mafias de las distintas regiones, es muy probable que en ese 2018 Petro ya haya tenido mayorías sociales a su favor. Nunca sabremos si fue así. Oficialmente ganó el candidato del uribismo.
Francia Márquez se sumó desde el principio a la Colombia Humana, ese proyecto transformador, de izquierdas, e incluso gritó un viva en su nombre cuando recibió el premio Goldman. Los años siguientes, con pandemia mediante, no hicieron sino agravar en Colombia la desigualdad social, el asesinato de líderes y la represión oficial de un régimen en crisis. Así que todos sabían que lo más probable –a menos que hubiera un magnicidio o un fraude electoral demasiado grotesco– era que Gustavo Petro se convirtiera en el próximo presidente.
¿Quién iba a ser su fórmula vicepresidencial? Francia Márquez era uno de los nombres más recurrentes, pero ella no creció ni se formó a la sombra de ningún poder. Su proceso siempre fue con su comunidad y en lucha frontal contra todas las injusticias, así que dijo que no, que ella no pelearía por la plaza máxima que le asignaba un sistema, sino que su derecho y su deber era apuntar más allá. Su pregunta hizo temblar un régimen anquilosado en lógicas coloniales: “¿Acaso una mujer negra no puede ser presidenta de la República?”
Su plataforma se llamó Soy porque somos, una de las posibles traducciones del concepto filosófico africano Ubuntu, y que establece una ética de la interdependencia; un conjunto de prácticas y valores en los que la condición humana está justificada y dignificada por su pertenencia a un colectivo, una comunidad solidaria, un espacio físico para cuidar y una cultura –un lugar de pensamiento– para reivindicar. En ese concepto estaba sintetizado su programa, y por ello trató siempre de apartar el foco de ella misma, como individuo, y de reivindicar el impulso conjunto del cual ella era portavoz provisional. Nunca habló de “mi candidatura”, sino de “nuestra candidatura”.
Por todo esto se presentó a las primarias del Pacto Histórico —la coalición de izquierdas— y su resultado fue impresionante. Gustavo Petro ganó, pero Francia Márquez sacó la segunda votación más alta, y la tercera teniendo en cuenta las primarias de todas las demás coaliciones. Es decir, se impuso a casi todas las candidaturas de la ultraderecha y la derecha, a las grandes fortunas y a hombres que llevaban décadas en política electoral, en los medios de comunicación y en los círculos del poder. Había muchas presiones para que Gustavo Petro, el ganador, eligiera a otra persona como su fórmula vicepresidencial. Pero el resultado de Francia era un mandato claro que él debía obedecer.
Fue así como la líder social afrocolombiana, de clase trabajadora, hija y nieta de agromineros se convirtió en candidata a la vicepresidencia. Y mientras Gustavo Petro hablaba de justicia social y de un conjunto de reformas urgentes, Francia Márquez iba incluso más allá: hablaba de combatir las políticas de la muerte, de la mercantilización antihumanista que nos degrada y destruye, de las luchas históricas del pasado, de las reivindicaciones de los pueblos negros, indígenas y campesinos; hablaba de feminismo, de comunidades diversas, de los derechos LGTBIQ+; hablaba de Colombia, sí, pero también de las opresiones sistemáticas e intolerables en todos lados.
Sucedió otra cosa inédita en Colombia: tanta gente se identificó y se entusiasmó con su proyecto que, como candidata a la vicepresidencia, ella sola estaba llenando plazas. Hizo su gran cierre en solitario el penúltimo día de campaña, en Bogotá, con los cerros orientales justo al lado, y le tocó interrumpir el discurso porque un rayo láser desde un edificio cercano empezó a apuntar a su cara e hizo reaccionar a su esquema de seguridad que la sacó de la tarima entre escudos antibalas. Es imposible ver el video de ese acto –intimidatorio y peligroso en el contexto colombiano– sin sentir en el propio cuerpo y en la propia garganta la frustración de Francia Márquez y el grito quebrado al que se aferró: “¡No pasarán!”
Mientras tanto, los opinadores de grandes medios, tras el barniz del culto a la tecnocracia, pero exhibiendo en realidad su racismo y su elitismo habitual, repetían una y otra vez que le faltaba experiencia, que no tenía la trayectoria suficiente para un cargo de tanta responsabilidad. Por eso la noche siguiente, el domingo 22 de mayo de 2022, en el cierre de campaña del Pacto Histórico en la plaza de Bolívar de Bogotá y con un esquema de seguridad reforzado (detrás de un cilindro metálico que la cubría hasta el pecho), Francia Márquez dijo con toda su elocuencia, su franqueza y su emoción:
Muchos dicen que yo no tengo experiencia para acompañar a Gustavo Petro a gobernar este país, y yo me pregunto ¿por qué la experiencia de ellos no nos permitió vivir en dignidad? ¿Por qué su experiencia nos ha tenido sometidos por tantos años a la violencia? ¿Por qué la experiencia generó más de ocho millones de víctimas en este país?
El racismo estructural
Decían que no estaba preparada, que no conocía el Estado, que era muy radical, brava, impulsiva. No eran alegatos nuevos. Desde los tiempos en los que intentaron desalojar a las mil trescientas familias de La Toma para beneficiar al empresario-testaferro, los funcionarios hacían lo posible por deslegitimar la voz que les hacía frente, y decían que era grosera, que no medía sus palabras, que no entendía de lo que estaba hablando. Y cuando surgió como una líder con potencial electoral, la derecha empezó a decir que pertenecía al ELN (difundían fotos de una guerrillera con una pañoleta cubriéndole el rostro y decían que era Francia), e incluso el presidente del Senado dijo antes de las elecciones que esa guerrilla la apoyaba. Y cuando los grandes poderes cayeron en la cuenta de que esa mujer insumisa podría ser la próxima vicepresidenta, llegó una nueva oleada de descalificaciones en medios, pusieron en duda su origen y su biografía, y hasta se burlaron del término mayoras (esencial en la historia y cultura de la población afrocolombiana) como si fuera una ocurrencia torpe de esa misma mañana. Eran espasmos en la esfera pública del patriarcado y el racismo estructural.
La antropóloga afrocolombiana Mara Viveros Vigoya explica que “Francia encarna el personaje de ‘la igualada’, una expresión colombiana (clasista, racista y sexista) utilizada para designar a una persona que se comporta como si perteneciera a una clase social más alta o que se toma derechos, privilegios o atribuciones que supuestamente no le corresponden”. Francia Márquez es tan disruptiva para el orden establecido en Colombia que es evidente la incomodidad de algunos comunicadores de grandes medios, habituados a entrevistar a la élite, a los que les cuesta encontrar las palabras y el tono para referirse a ella; se nota el esfuerzo por disimular su trato histórico, entre el desprecio y la condescendencia, hacia todo lo que ella significa.
Pero Francia continúa, y no sólo reivindica en todos los escenarios las voces y saberes de su tradición ancestral, sino incluso una estética que ha sido relegada a postales turísticas o directamente negada. Como sus palabras, los vestidos tradicionales que decidió usar durante toda la campaña también estaban cargados de significado político. Vuelvo a citar a Mara Viveros Vigoya: “Ha desarrollado un proceso pedagógico que ha puesto en evidencia la neurosis social que produce la constante negación de la ancestralidad amerindia y amefricana de la historia, cultura y subjetividad colombianas, y más ampliamente latinoamericanas”.
Ahora bien, en la amalgama de vectores políticos de Francia Márquez creo que lo más disruptivo –en Colombia, pero tal vez en todos lados– es que siempre es contestataria. En otras palabras, cuando considera que algo es incorrecto o injusto, ella no se detiene a ver si es conveniente manifestarse; algo se activa en sus venas, su identidad y su memoria y siente la absoluta necesidad de articular con palabras y con vehemencia su rechazo. Y esto no sólo es significativo para el establishment colombiano, que sistemáticamente acalla con violencia las voces críticas, sino que lo es incluso para la izquierda. Es más, esto intimida a determinados sectores progresistas con experiencia en la política institucional, que se sumaron al Pacto Histórico, pues saben que hay muchos frentes en los que ella no va a dar ni un paso atrás.
Con la rebeldía como patrimonio, con el “soy porque somos” como clave ética, con la consciencia de que las palabras son también semillas que abren grietas, Francia Márquez no obedece al cálculo sino a los principios. Y ni con todas las fuerzas en contra, ni en la minoría absoluta, ni siquiera cuando le digan que es mejor esperar a que el escenario y la correlación de fuerzas sean más propicias, ella va a contener su propia voz. Esto también es una lección y un impulso para la izquierda: quedarnos callados nunca puede ser una opción.
Hasta que la dignidad se haga costumbre
Por eso la resonancia de Francia Márquez en los movimientos sociales y en todo el litoral Pacífico colombiano, mayoritariamente negro, excluido y empobrecido. Desde Buenaventura (que en su Paro Cívico de 2017 reimpulsó la consigna de los tiempos de Allende, “¡El pueblo no se rinde, carajo!”), pasando por los ríos del Chocó y las montañas de Cauca y Nariño, hasta llegar a Cali, la segunda ciudad con mayor población afrodescendiente de América Latina y el epicentro nacional del estallido social de 2021, Francia Márquez llama a todos a una rebelión vital. Y la gente responde al llamado porque lo estaba esperando. En el aire de todo el Pacífico se siente que, incluso por encima de muchos liderazgos populares y de izquierda –mayoritariamente masculinos–, Francia Márquez es quien por fin sintetiza las distintas luchas contra el acumulado de injusticias y, más que hablar por ellos, los está impulsando a hablar. Me lo explicó Marcela Ulloa Murillo, científica y antirracista afrocolombiana:
En comunidades negras muchos se acostumbran a quedarse callados, a no incomodar, a dejar pasar los desplantes. Sucede todos los días y es algo que hemos heredado… un modo de sobrevivir. Pero Francia por fin se planta, no se deja intimidar, y tiene tanta fuerza que nos cuestiona a todos. A ver si la gente entiende lo que es la dignidad.
Y este es precisamente uno de los pilares discursivos de Francia Márquez, porque es la piedra angular de la resistencia histórica afrodescendiente e indígena: la consciencia de la propia dignidad como punto de partida, y la vida digna como horizonte. Y a estos dos extremos –el punto de partida y el horizonte– se ata el ejercicio político que es, por definición, colectivo. Esto es algo que la derecha nunca va a entender. Su consigna “Hasta que la dignidad se haga costumbre” implica una refutación del orden de los privilegios y del discurso neoliberal que entiende la mejora de las condiciones de vida como algo estrictamente personal, de ascenso individual.
Sucedió dos días después de la elección. Una periodista le preguntó en un directo por televisión si se iba a mudar a la residencia oficial de la vicepresidencia en el centro de Bogotá, justo al lado de la Casa de Nariño, “o si eso –dijo– no hace parte de lo que usted denomina vivir sabroso”. Francia Márquez no se echa para atrás; está curtida en la exclusión y el menosprecio; la hostilidad, en lugar de disminuirla, potencia la necesidad de sus palabras. Su respuesta en vivo y en directo es una lección política:
No creo que vivir sabroso se refiera a tener una casa (…) Si creen que porque soy una mujer empobrecida y ya porque me dan una casa presidencial estoy viviendo sabroso está muy equivocada… eso es parte del clasismo de este país (…) Y te invito más a reflexionar lo que significa el ‘vivir sabroso’ para el pueblo negro en las entrañas de nuestra identidad étnica y cultural. Se refiere al vivir sin miedo, se refiere a vivir en dignidad, se refiere a vivir con garantía de derechos. Entonces cuando me dices que voy a vivir sabroso porque voy a ir a la casa vicepresidencial seguramente estás muy equivocada.
El sentido común capitalista entiende el bienestar como acumulación y aumento de capacidad adquisitiva. El sentido común oligárquico establece el bienestar como la pertenencia a los círculos del poder. Francia Márquez contesta que el bienestar es la dignidad compartida de la vida cotidiana:
Con todo el respeto, yo no hice esta carrera política por un cargo. Ojalá yo hubiera podido seguir en mi Yolombó, allá en mi comunidad. Ojalá yo hubiera podido seguir en mi territorio, tranquila, sembrando la tierra.
Vivir sabroso
Mucha gente creyó que era un simple eslogan de campaña, una decisión de marketing político. No fue así. Como el término mayoras, el vivir sabroso es un concepto histórico esencial en la cultura afropacífica, y lo que Francia Márquez hizo fue proponerlo a escala nacional. “Vamos a vivir sabroso”, decía. Y también acá hubo menosprecio; lo acusaron de ligero y pintoresco. Pero ¿por qué habría de elegir otro concepto cuando desde pequeña había escuchado y asimilado su potencial político?
Francia Márquez lo explicó en todos los escenarios: vivir sabroso es vivir sin miedo, en dignidad, en libertad, en comunidad, con derechos plenos y en relación armónica con el territorio. Es el objetivo último de su praxis política. Y hay que decir que en muchas latitudes se han desarrollado términos y conceptos políticos que apuntan en la misma dirección. Pienso en la búsqueda del bienestar y la felicidad del pueblo como derrotero institucional, y que consta en varias declaraciones de derechos y constituciones; pienso en el “buen vivir” de distintos pueblos indígenas de la cordillera de los Andes, acuñado en el quechua Sumak kawsay y el aimara Suma qamaña, y acogido por las constituciones de Ecuador y Bolivia; y pienso también en el Wët Wët Fxi’zenxi del Plan de vida Nasa (un pueblo indígena del sur de Colombia que es ejemplo de organización y resistencia) y que podría traducirse por “vivir bien, contentos y en armonía”. Son conceptos amplios, vivos, arraigados en cosmovisiones precisas y que impulsan la acción política.
Esto nos conduce a un debate interesante. Es cierto que la sociedad es un amasijo de tensiones y luchas perpetuas, y todo el que tenga formación política desde la izquierda sabe que la lucha siempre continúa, que ninguna batalla es definitiva. Como dijo admirablemente Álvaro García Linera: “Luchar, vencer, caerse, levantarse, vencer, caerse, levantarse, luchar, vencer, caerse… hasta que se acabe la vida. Ese es nuestro destino”. Pero sólo sectores muy politizados están dispuestos a aceptar esto, y no es ni será nunca un horizonte deseable para las mayorías sociales.
La mayoría no quiere –y con todo el derecho– una vida de lucha, sino certidumbres, tranquilidad y seguridad material. El grito famoso de Jorge Eliécer Gaitán, “¡A la carga!”, es pirotecnia coyuntural, agitación necesaria, pero se quema muy rápido en la disputa política de largo aliento. La gente quiere vivir bien, dormir bien, comer bien, saber que sus hijos no serán víctimas de las injusticias. Así que mientras el capitalismo ofrece desequilibrios y crisis crecientes, la izquierda debe proponer no sólo confrontación, sino la idea palpable de una nueva estabilidad. Es allí donde esta serie de conceptos aparentemente simples y conservadores revelan su urgencia y su potencial contrahegemónico.
Vivir sabroso es un concepto que nace de las comunidades negras del Pacífico colombiano, que se enriquece en el tiempo y la práctica con distintos anhelos y reivindicaciones, y Francia Márquez se encargó de que millones de personas lo acogieran en un momento político excepcional.
Es una de las sensaciones dominantes al comparar la discusión política colombiana con la discusión en otros países: en Colombia todo es tan alarmante, tan al borde del abismo, que siente uno que apenas queda espacio para discutir y proyectar un futuro posible. Es la lógica del rebusque y la violencia. Y tal vez haya una nueva dignidad en la posibilidad de vivir sin tener que apagar los nuevos incendios de cada día. Lo dice mejor la filósofa Laura Quintana:
El vivir sabroso también puede empezar al dejar de sentir el presente como una urgencia constante e implacable. Al dejar de esperar que lo peor tenga siempre que pasar. Así como lo hemos empezado a percibir en estos días.
La fertilidad del futuro
Hay que ver el video del momento en el que le entregan la credencial de vicepresidenta electa. Francia Márquez camina hacia el frente del escenario, hay un ensamble de cuerdas preparado para musicalizar la ceremonia, y de repente desde el fondo del auditorio y entre los aplausos empieza a sonar un tambor. Vemos entonces la sonrisa inmensa de Francia, y contra toda una historia de protocolos rígidos, de pesadez en las formas, de impostura heredada; contra toda una historia en la que la pertenencia a los círculos del poder se afirmaba en una diferenciación radical con la estética popular, el entusiasmo y la libertad de los cuerpos; contra todo ese peso colonial y con la mayor espontaneidad, Francia Márquez empezó a bailar.
No fue planeado, no fue escrito por nadie, y sin embargo ya está entre los documentos audiovisuales más potentes de la historia colombiana. Y ese baile tuvo un reflejo multitudinario. Lo vimos en la tarde y la noche del triunfo electoral, el 19 de junio de 2022, en los carnavales improvisados que se armaron en las calles de las grandes ciudades, pero sobre todo lo vimos en los pueblos y las regiones más apartadas. Fue hermoso. Hubo fiestas populares toda la noche en Quibdó –la capital de una de las regiones más biodiversas del mundo y al mismo tiempo la ciudad con mayor índice de pobreza de Colombia– y en Timbiquí –en medio de la selva del Pacífico, donde casi el 99% de los votos fueron para el Pacto Histórico–, e incluso circuló un video conmovedor de una lancha que avanzaba en medio de un río con más de cuarenta indígenas, muchos niños, y tocaban instrumentos y cantaban vivas al nuevo gobierno mientras una mujer mayor bailaba en el medio.
Fue un estallido de felicidad, un estallido democrático de la Colombia históricamente excluida, violentada, racializada, empobrecida. Celebraban el triunfo del primer gobierno popular y de izquierdas en la historia de Colombia, el nuevo país de justicia social y paz que –palabra tras palabra– Gustavo Petro convocó en las plazas. Pero sobre todo celebraban que Francia Márquez estaba y estará allí, en la vanguardia de su construcción colectiva.
Propongo que volvamos a ese lugar y punto de vista específico: una niña de cinco años en el río y entre montañas, con una batea, lavando la arena para buscar pepitas de oro. Volvamos a la larga historia que condujo a ese momento. Y permitámonos sentir la fuerza estética y política de que ella, Francia Márquez, represente hoy la gran resistencia a esa triada de la dominación contemporánea de la que habla Boaventura de Sousa Santos: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Y que sea por tanto un cimbronazo a todo el orden establecido.
Es un cimbronazo al racismo estructural de las élites, que no tienen ningún problema en reconocer su convicción anticomunista, antiguerrillera y hasta antipopular. Pero jamás reconocerían su racismo. Así mismo, es un cimbronazo a la oligarquía colombiana, a la que le molesta mucho que un exguerrillero nieto de campesinos sea el presidente, sí, pero sobre todo le molesta muchísimo que una mujer negra y de clase trabajadora sea la vicepresidenta de la República.
Es un cimbronazo al neoliberalismo, el aparato ideológico del capitalismo contemporáneo, y que ella define como un modelo económico de muerte. Lo sabe desde la experiencia: la explotación de las personas y la naturaleza, el discurso del crecimiento y el desarrollo sólo sirve a unos pocos. Todos los victimarios –los grupos armados, las multinacionales, los funcionarios del régimen oligárquico– acusaron siempre a su comunidad de oponerse al desarrollo. Pero ella sabía que en nombre del desarrollo trajeron esclavizados a sus ancestros del África; en nombre del desarrollo les robaron por siglos la libertad y el fruto de su trabajo; en nombre del desarrollo represaron el río, inundaron las parcelas campesinas, contaminaron el ecosistema; en nombre del desarrollo llegan siempre los actores armados y asesinan a la gente. Así que contesta: “¿De qué desarrollo hablan?”. Frente a los discursos del gran capital: soberanía y ecologismo. No sólo es necesario el respeto por los equilibrios planetarios y la redistribución de la riqueza, sino incluso una nueva senda de decrecimiento para preservar la vida.
Y es un cimbronazo, también, para la izquierda. Ella sabe que el mandato que recibe no responde a un número determinado de votos, sino a siglos de resistencia y lucha. El adanismo es antipolítico. Situarse en las relaciones de poder es situarse también en la historia, así que su voz es siempre la voz de los que la alzaron en el pasado, de Marielle Franco y Berta Cáceres, de Temístocles Machado y de María del Pilar Hurtado Montaño… de todos los que ya no están. De modo que ante los moderados y cómodos, los tibios y timoratos, los equidistantes y rebeldes orgánicos, los que dicen que hay que cambiar las cosas poco a poco, sin enfrentar mucho a los grandes poderes, contesta que cualquiera que conozca de verdad el horror y la barbarie del orden establecido sabrá que no nos podemos permitir eso. Si gracias a las luchas del pasado hemos logrado disputar espacios de poder, ¿por qué habríamos de bajar la voz, moderar el tono, disminuir nuestras reivindicaciones?
Nada ha sido fácil para Francia Márquez, porque nada ha sido nunca fácil para las mayorías sociales. Pero a veces se da la mezcla precisa de conciencia, talento, inteligencia y experiencias vitales, y entonces surge una voz como esta, que nos representa en medio de la diversidad y nos impulsa al gran horizonte político –el más conservador y el más revolucionario–: el buen vivir. Y nos recuerda que el internacionalismo es urgente, porque por más distintos que sean los pueblos las luchas tienden a ser las mismas. Y nos advierte que ya no es hora de los centralismos, que el conocimiento y la respuesta pueden venir de la periferia. Y nos dice que hay que respetar y honrar los procesos colectivos, las distintas culturas y cosmovisiones, y que no existe lucha aislada, y que el análisis interseccional es tan vital como el agua, y que la fuerza para nuestra propia sobrevivencia está en “los nadies” y en las manos callosas.
Así que repitamos la pregunta. ¿Quién es Francia Márquez? En un mundo en crisis, y en el que los desafíos se multiplican, se vuelve incluso más importante la articulación de las distintas luchas. Ella es mucho más que la vicepresidenta de la República de Colombia: ella es un puente de lo particular político a lo universal político; es un impulso desde el cuerpo y el territorio, desde la tradición específica y las diversas resistencias, hacia un horizonte de dignidad compartida para la gente del común. Nos interpela a todos. Y nos habla de un futuro mucho más fértil.
* Iván Olano Duque es escritor colombiano. Premio de ensayo “Miguel de Unamuno” por su libro El sueño de la especie. Siete ensayos al borde del abismo (Devenir, 2019).