Que no es aquella sección áurea a que aspiran los artistas, el punto de equilibrio apolíneo, sino el contento de no aspirar en lo político como en lo social, más que a la mediocre conformidad de una modesta medianía.
José Miguel Neira Cisterna
Los medios de comunicación más representativos de la derecha chilena ofrecen, cada vez más, espacio a reflexiones inusuales respecto de su habitual mensaje conformista ante el actuar de sus gobiernos. Cierta incomodidad y hasta cuestionamientos pueden apreciarse en columnistas de medios tradicionales de dicho sector, contrarios a toda forma de “progresismo” o de liberalismo radical como El Mercurio, La Segunda y La Tercera.
En este complejo escenario, el temor de los sectores gobiernistas (que representan al 10 % poseedor de más del 40% del ingreso nacional, consolidado en sus privilegio tras la instalación dictatorial del modelo neoliberal), es tener que asumir, incómodamente, algunas demandas populares insatisfechas, las que a esta altura ya resultan impostergables, sobrepasando la ineficacia de sus argumentos.
Diversos columnistas alertan desde los medios descritos acerca de este desafío. Los movimientos sociales, sucedáneos de los partidos de la izquierda tradicional como canal de las demandas populares insatisfechas, pierden fuerza protagónica en la medida en que aquello que desde la calle instalaran en la conciencia de muchos, hoy, como un pie forzado, debe ser asumido por actores políticos que, gracias a ello podrían aspirar a superar su irrelevancia y a recuperar la influencia electoral perdida, dirigiendo sus discursos en particular hacia una imprecisa y movediza “clase media”. Así, el actual gobierno, tras una activa campaña comunicacional que incluye altas dosis de chantaje emocional, logra aprobar con votos de radicales y demócrata cristianos, la tramposa idea de legislar para corregir el modelo previsional impuesto por la dictadura hace cuarenta años, usando como señuelo, el propósito de imprimir un aumento a las pensiones más bajas. La mayor parte de la oposición rechazó la iniciativa tras considerar que mantiene intactos los fundamentos del sistema de AFP.
El método de análisis marxista, valorado en su utilidad para la comprensión del conflicto social incluso por algunos de los columnistas más cultos de esta derecha renovada, como Daniel Mansuy, es rico, tanto en posibilidades interpretativas como de tergiversación a partir de citas truncas, práctica favorita de los defensores del capitalismo a lo largo de 160 años. Desde el punto de vista de lo que debería ser preocupación de las izquierdas acerca de discursos que las diferencien del pantano, debe entenderse como patrimonio de análisis marxista a todo el conjunto de elaboraciones que comprenden desde las que hicieran los fundadores del socialismo científico hasta las de sus continuadores, incluyendo a Lenin, Kaustky, Rosa Luxemburgo, la Escuela de Frankfurt, Trotsky, Gramsci, Lukács, Foucault, Derrida y el deconstruccionismo, última corriente de aquello que se ha agrupado bajo la denominación de neomarxismos. La dificultad radica en las insuficiencias de un marxismo que desconociendo la validez conjunta de estos aportes, fue anquilosado por catequistas que, buscando justificar modelos autoritarios de corte burocrático como única construcción posible, transformaron, en nombre del marxismo leninismo, un rico instrumento de análisis en un conjunto dogmático de relaciones mecánicas, que negaban validez a experiencias específicas provenientes de escenarios diversos, como también al análisis de temas ajenos a los considerados prioritarios. Una hipótesis basada en el movimiento dialéctico y continuo, supone la negación de cualquier análisis como definitivo y en cuanto a la definición acerca de qué deberíamos entender como una clase social, tengamos presente que El Capital de Marx, su obra inconclusa, se detiene precisamente en el capítulo concerniente a las clases sociales.
Ante esto, lo primero que debemos precisar es que, históricamente, el tema de las clases sociales adquiere en lo conceptual, importancia política sólo a fines del siglo de las luces, a partir del intento por eliminar toda supervivencia del Antiguo Régimen, dado que antes de la Revolución francesa, se calificaba a los estamentos de la sociedad feudal como Estados y, a diferencia de los privilegiados; la nobleza y el clero – afines en cuanto al origen de sus fortunas y beneficios-, en el caso específico del Estado Llano o Tercer Estado, protagonista y conductor del proceso de transformación revolucionaria, reunía en sí, heterogéneamente, tanto a la alta como a la pequeña burguesía junto a lo que se denominaba órdenes, corporaciones, gremios y a una enorme masa, invisibilizada en sus aspiraciones concretas y que abarcaba al 80 % de la población francesa: los sans-culottes o proletarios.
Tanto la gloriosa revolución de 1688 (1) como la francesa de 1789, un siglo después, instaurarán el sufragio censitario como medio de elección de sus legisladores, siendo el principal requisito ciudadano la acreditación de una fortuna considerable, lo que deja fuera incluso a los burgueses que no califican económicamente. La forma censitaria de participación política, evidencia una clasificación económica parecida a la de una clase y reconoce sus antecedente originarios y más remotos en las reformas que Solón aplicara a los atenienses a comienzos del siglo VI a de C., como modo de aminorar los enfrentamientos sociales que paralizaban la productividad de la polis, y llevaban a la esclavitud por deudas a quienes ya habían perdido todos sus bienes. Este legislador eliminó la esclavitud por deudas y dividió según la riqueza (censo) a la población del Ática en cuatro clases, las tres primeras contribuyentes y con derecho a voto y la cuarta de los asalariados (thetes) sin propiedad, exenta del tributo y del derecho a participar de la Asamblea Popular (Ecclesia). Los romanos, al parecer buscando asemejar su historia más remota a la de la primera gran civilización europea, atribuyen al penúltimo de sus reyes etruscos, Servio Tulio, en fecha cercana a la reforma de Solón, una reforma semejante, que divide a la población masculina en centurias según los bienes que posean y, acorde con su clase, habilitan su participación en las asambleas deliberativas, los comicios centuriados, para quienes acrediten la capacidad económica de integrar los cuerpos armados que defienden al país de sus enemigos.
Aún reconociendo el elemento económico como el distintivo más antiguo de una clase social, reinsistamos en que un único aspecto no es suficiente para tal calificación, sea este el económico o uno de índole cultural, jurídica o política, por mucho que identifique a un grupo o un amplio sector social, por lo que debe hacerse la distinción entre sectores socioeconómicos, grupos sociales y clase. En caso contrario, por roles históricos como por actuar culturalmente de un modo semejante, deberíamos considerar a las mujeres como una clase, a la que secularmente que no se le reconoce ningún derecho, refrendado esto último por las constituciones republicanas tanto del siglo V a de C, las del siglo XIII, del XVIII, las americanas del XIX o nuestra constitución presidencial de 1925, reforzado esto por los Códigos Civiles que trae consigo la modernidad y que, en complicidad con las religiones, mantienen a la mujer en la condición de invalidez jurídica respecto de su cónyuge.
El carácter oligárquico de lo expuesto, no se limita a la realidad de lo ocurrido en países que emergen tardíamente a la vida republicana. De hecho Chile, al igual que los países de Hispanoamérica, tras obtener su independencia a partir de la gesta de 1810, construye con todos los defectos y errores que se le pueda enrostrar, sistemas republicanos sesenta años antes que Francia y cien antes que la mayoría de los demás países de la vieja Europa, en que nacieran las ideas republicanas, el liberalismo o los sistemas parlamentarios. De modo que si la producción literaria refleja las preocupaciones de cada época y lugar, cabe hacer notar que en Francia, protagonista de la más influyente aunque trunca revolución burguesa, y madrina -junto a Alemania- de la sociología, no aparece ningún libro que aborde el tema de lo que es una clase social hasta la publicación, en 1920, de Las clases sociales de Arghur Bauer, en que se lee que “todo el objeto de la sociología se reduce al estudio de las clases sociales, pues son ellas las que producen los hechos sociales” y, demostrando no haber tenido en cuenta a Marx, divide a la sociedad “en clases militares, políticas, administrativas, religiosas, industriales de transportes etc.” (2).
Al respecto precisemos que las clases sociales no son ni estados, ni grupos impuestos, ni castas, ni agrupaciones de afinidad económica, ni rasgos a partir de la práctica de tal o cual actividad pues, pudiendo incluir algunos de estos aspectos, las clases sociales son más que todo aquello. Llama la atención que una obra sociológica francesa del siglo veinte, contenga tal nivel de ambigüedad, habida cuenta de que en ese país venían preparándose aportes destinados a tal definición desde Saint Simon a Prouhhon, por lo que la única explicación para ese episodio como para otros semejantes, a pesar de toda la tinta derramada, sólo puede entenderse como el resultado de una actitud política deliberada, de intentar confundir desde la cátedra. Al respecto, tengamos siempre presente que del uso de conceptos erróneos sólo pueden obtenerse percepciones erróneas acerca de la realidad que se intenta modificar.
Así planteado el problema, se entenderá cuan forzado resulta describir como lucha de clases a manifestaciones de descontento social anteriores a la revolución francesa, aunque en ellas participen grupos con intereses económicos y aspiraciones políticas muy definidos, como en el caso de la primera y más exitosa de las revoluciones burguesas: la gloriosa revolución inglesa de 1688, partera del liberalismo contrario a los sistemas monárquicos y sabia que fecundará el futuro republicanismo.
Trasladándonos al proceso chileno de construcción republicana, es preciso comprender que nuestras guerras civiles de la primera mitad del nuestro siglo XIX, que culminan siempre en el cambio de un proyecto constitucional por otro son, en estricto rigor, expresión de conflictos intra aristocráticos, en que los sectores populares participantes lo hacen sólo como leva forzosa o engañados en función de propósitos ajenos a su propio discurrir. Como ejemplo de esto, tengamos presente que Luís Emilio Recabarren, antes de contribuir mediante la sucesiva fundación de periódicos obreros a la construcción de una conciencia proletaria participó, en momentos previos a la guerra civil de 1891 y siendo un adolescente, en la repartición de panfletos contra el Presidente Balmaceda, haciendo su aprendizaje político en el único partido sin ricos y que por agrupar a artesanos y funcionarios, podía calificarse como un partido de trabajadores letrados; el Partido Demócrata, la tienda de Malaquías Concha, agrupación política que abandonará después de dos décadas de militancia, tras su primer acercamiento al ideario socialista durante su estadía en Argentina en la primera década del siglo XX.
Lo anterior no debe sorprendernos si comprendemos que, sólo a partir de la guerra del salitre, será posible la gestación en Chile de nuevas agrupaciones políticas en consonancia con el perfilar de un proletariado minero, el que, sumado al aún escaso proletariado urbano, protagonizará un año antes de la guerra civil de 1891, el primer llamado a huelga general de nuestra historia, en momentos en que la administración del Estado es manejada -sin contrapeso- por los partidos “históricos”, dado que la política resulta algo ajeno a los sectores populares -un “deporte de ricos”-, a pesar de que en 1874 se aprobara, entre otras reformas liberales, el sufragio universal, que aumentando levemente el número de ciudadanos en proporción al aumento de alfabetos, como resultado de la expansión de la educación pública, no alcanza para democratizar la sociedad, debido a que la alfabetización no es asumida conscientemente como una necesidad por los sectores más depauperados de la población y no tendrá carácter de obligatoria sino hasta 1920, por lo que tanto el Partido Democrático, de gran influencia entre cuadros dirigentes del proletariado, como los grupos anarquistas, renuentes a la pugna electoral, no reúnen la fuerza para hacer peligrar la administración oligárquica del Estado.
El Partido Radical, paralelo en su fundación al Partido Democrático y que pretende ser el genuino representante de las capas intermedias de entonces, tampoco posee dicha capacidad ni propósito subversivo alguno, siendo cooptado por la Alianza Liberal, el sector más renovado de la derecha de entonces. De modo que sólo a partir del siglo XX, comienza el intento por perfilar como una sola clase a ese heterogéneo sector hasta el presente. Así, hoy podemos escuchar y leer no sólo acerca de las características y niveles aspiracionales de una movediza clase media en Chile, sino que también en países ajenos a la fiebre consumista que nos caracteriza, llega a hablarse de ésta como un “grupo más o menos consistente”, según el tipo de familias que la integran, de sus categorías, de niveles como el ABC1, de clases sociométricas, de “emergentes”, o de “milenials”, todo ello como resultado de la influencia contaminante que ejercen la sociología y las tendencias económicas norteamericanas, responsables también del uso generalizado de conceptos tan poco científicos como desarrollo y subdesarrollo. Desde Lloyd Warner y sus estudios acerca de la movilidad social, hace setenta años se releva, como arquetipo de una clase media que progresa, al social climber, el arribista, genuino representante de la mentalidad individualista estimulada por una competitividad alienante.
Han pasado muchas décadas, casi un siglo y lo que para algún ingenuo puede parecer un esfuerzo sociológico errático, en su reincidente uso se demuestra claramente como un eficaz y atractivo recurso político. En el Chile decimonónico ya se describe a profesionales universitarios, comerciantes, funcionarios públicos y profesores, además de los artesanos independientes, como parte de las capas medias, es decir todos los que se ubicaban entre los ricos empresarios y los latifundistas por un lado, y “los pobres de solemnidad” en el otro extremo. En este medioambiente socioeconómico segmentado, los antiguos “liberales rojos”, otrora capitaneados por ricos empresarios mineros durante la guerra civil de 1859 y ahora constituidos en Partido Radical, reclaman para sí la representatividad política de estas capas medias como si éstas tuvieran un mismo origen e idéntico propósito político.
Ya avanzado el siglo XX, y a partir del proceso de instalación de la Constitución presidencialista por un Arturo Alessandri dotado de los poderes de un dictador romano, las pretensiones de los “progresistas” apuntarán a identificar a esa heterogénea clase media con un centro político, equidistante ahora de la derecha oligárquica como de la izquierda -revolucionaria o reformista-, representante de las aspiraciones de intelectuales radicalizados, de obreros organizados y, en menor medida, de campesinos; en suma, los asalariados correspondientes al emergente proletariado urbano y minero.
Las aspiraciones del Partido Comunista, sumada a la de intelectuales y asalariados organizados de generar, por primera vez en nuestra historia, una Asamblea Constituyente que otorgara sustento democrático a la superación de nuestra república oligárquica, aprovechando el interregno que genera el abandono del país por Alessandri en septiembre de 1924, fueron truncadas tanto por la Junta Militar que le sucedió el 11 de septiembre, como por el propio primer mandatario tras su regreso en marzo del año siguiente, (posibilitado por un golpe militar y otra junta), al obtener el apoyo sumiso de todos los partidos políticos incluidos los antes opositores que ahora lo entendían, no como el bolchevique agitador y demoledor de 1920, sino como el reformista que venía a salvar a la república del peligro de un reventón bolchevique. El giro y postura de los partidos históricos era evidente: Alessandri o el caos, por lo que tanto los recientes defensores del excluyente orden oligárquico como sus detractores, los radicales -que eran alessandristas-, morigeraron sus posturas virando hacia el centro. De este modo, la derecha se hizo momentáneamente invisible, mientras la aún débil izquierda era acorralada y sus insatisfechos partidarios disciplinados por la acostumbrada vía represiva.
Resulta así comprensible y evidente la manipulación política para asimilar, como sinónimos, conceptos que distan de serlo. Había, socioeconómica y culturalmente, capas medias pero no una clase media. En segundo lugar, estos sectores no pueden identificarse mecánicamente con un centro político representado por un solo partido, pues de ellos surgieron no sólo los radicales y democráticos de fines del siglo XIX, sino, en el siguiente, líderes de movimientos socialcristianos disidentes de la juventud conservadora y otros aún más distantes de ese centro como los artesanos vinculados al anarquismo, los empleados y estudiantes universitarios militantes del nacional socialismo o aquellos que dieran vida a un partido que se proclamaba revolucionario, anticapitalista y con vocación latinoamericanista como el Partido Socialista. Dicho de otra manera, de los sectores medios surgen todas las alternativas políticas que, finalizando el primer tercio del siglo XX, buscan llevar a la práctica transformaciones sociales que perciben como profundas y, al menos en sus inicios, la mayoría de ellas se manifestaron más cercanas a la ruptura que a la búsqueda de consensos, para lo cual algunos de ellos llamaban, en pro de sumar fuerzas, a la unión de todos los trabajadores, manuales e intelectuales, superando los límites del obrerismo.
Será, ya comenzado el segundo tercio del siglo XX, cuando la polarización ideológica a que ha sido empujada Europa, y el peligro inminente de una segunda guerra mundial, lleven a adoptar posturas en favor de sistemas totalitarios u optando -como un mal menor- por la defensa de los ya debilitados regímenes liberales, el Partido Comunista logre articular en tres países (Francia, España y Chile) la política de Frentes Populares, que consigue atraer a sectores sociales intermedios y al partido que siente ser el genuino representante de todos ellos, para vencer en las elecciones presidenciales de 1938 con un candidato de sus filas, a sus aliados alessandristas de la víspera, encabezando tres gobiernos consecutivos que, oportunistamente, oscilarán desde una alianza de centro izquierda antifascista con Pedro Aguirre Cerda, hasta otra de centro derecha, que asumiendo las posturas capitalistas y pronorteamericanas de la guerra fría, mediante la Ley de Defensa de la Democracia declarará con Gabriel González Videla en la presidencia, la muerte cívica del Partido Comunista, colocándolo en la ilegalidad en 1949.
Lo expuesto debe facilitar la comprensión de que el recurrente discurso de “ni izquierdas ni derechas” o el manido argumento de que dichos conceptos políticos corresponden a un pasado obsoleto y de triste recuerdo que dividiera a los chilenos, no es nuevo y que, históricamente, ha sido empleado por todos los que alegando buscar el equilibrio o declarando su independencia respecto de los extremos fueron, en sucesivos momentos, aliados de la derecha más violenta y por ello cómplices en la consolidación de un Estado capitalista con políticas productivistas y complementarias a la hegemonía norteamericana.
La síntesis histórica expuesta, explica como a partir de la ignorancia política de gran parte de nuestra población, lograda mediante la difusión de una historia oficial acrítica, el discurso de los que dicen representar al centro político o a una inexistente clase media, tiene el propósito inconfesable de mantener incólume un sistema que garantiza sólo el progreso de unos pocos, incluidos ellos mismos, haciendo uso constante del recurso populista que atribuyen a otros: es la publicidad engañosa en el ámbito de la política. Así es como en nuestro presente inmediato, el segundo gobierno de Piñera trata de captar el apoyo social de este segmento bajo el publicitado slogan “Clase media protegida”, ofreciendo simples paliativos para que aquellos que, por sus altos endeudamientos y bajas rentas, se encuentran en los límites de la precariedad y aún así creen integrar “la clase media”, no caigan bajo la “línea de la pobreza”. Si preguntáramos a cada alumno o apoderado beneficiario de la educación pública, acerca de la clase a la que creen pertenecer, con seguridad un 90% se verá inclinado a contestar “clase media”, sin embargo, acorde con la información que entrega el Registro Social de Hogares, entre el 80 y 90% de esos estudiantes de enseñanza media corresponde a “hogares vulnerables”. La pobreza es un estigma que, como tal, comprende todo lo que no queremos, por tanto una realidad a disimular o a negar.
Insistamos, el discurso dirigido a una inexistente clase media, es un recurso político de larga data, muy rentable para la derecha y sus circunstanciales aliados, un mensaje que pretende representar una visión equilibrada y realista que garantiza la estabilidad política necesaria para que el país crezca, y que hace eco en sectores que, gracias a la movilidad social posibilitada por el desarrollo de la educación pública, lograron cambiar cuando no de barrio al menos de status, dejando atrás la pobreza dura. Segmentos arribistas a quienes se les hace temer la pérdida del nivel alcanzado en caso de triunfar sectores de izquierda que, en busca de políticas igualitarias, pongan en peligro lo obtenido.
La práctica del oportunismo político es en Chile tan descaradamente inmoral, que los antiguos radicales, que por un siglo se presentaron como legítimos representantes de una elástica clase media y propietarios del centro político, tienen desde hace sesenta años una abierta competencia desde los sectores más derechistas o abiertamente neoliberales de un partido pluriclasista como el demócrata cristiano que, representados hoy por su ex presidente, ex senador y ex Ministro de Relaciones Exteriores de Michele Bachelet, Ignacio Walker, pretenden cambiarle el nombre que ostentan por más de ochenta años, de modo que la misma sigla (P.D.C.) pase a significar Partido Democrático de Centro, en la disputa por ese colchón amortiguador de la lucha social, pero compartiendo el mismo discurso de siempre: “evitar la polarización” o “la sobreideologización“ que impide la colaboración patriótica de las clases, con “un sentido nacional” tan difuso como “la patria”.
Carlos Peña, Rector de la Universidad Diego Portales, escribe en su columna de opinión dominical de El Mercurio, Sección Reportajes del domingo 19 de mayo: “El proletariado era, por decirlo así, el problema. La derecha contenía el cambio que su presencia reclamaba; la izquierda lo empujaba; y el centro morigeraba, según las circunstancias, a una o a otra”.
Frente al oportunismo centrista, cómplice en la consolidación del modelo neoliberal depredador no sólo del medioambiente natural sino también de la convivencia social solidaria, sentimos como un deber reinstalar en la conciencia de los trabajadores una identidad con proyecto común, que supere las magras e inestables diferencias de ingresos con que se suele clasificarlos y subdividirlos, llamando a la unidad de todos los trabajadores manuales e intelectuales para entender que, no basta constatar las semejanzas de salario, de nivel de vida o de cultura para definir a “una clase social” en sí”. Es necesario que quienes presentan semejanzas en la desprotección social de sus derechos, sobretodo si se sienten sobreexplotados, infravalorados, o si producto de su sensibilidad no erosionada experimentan como propias las injusticias cometidas hacia sus semejantes más carenciados y cuentan con una explicación acerca del origen de esa situación inaceptable, estén en condiciones de imaginar los medios de superarla. De este modo, los trabajadores no sólo estarán en condiciones de reconocerse como “una clase en sí”, sino de pasar, cualitativamente, a ser “una clase para sí”, protagonista colectiva de su liberación.
Marx en el prólogo a La contribución a la crítica de la economía política (1859), señala cómo tras años de riguroso estudio, pudo llegar a una conclusión básica para la comprensión de la historia y ésta es que “no es la conciencia la que determina al ser social, sino el ser social lo que determina su conciencia”. Así, una clase social no es una simple agrupación que comparte preferencias, creencias, oficios, o un nivel socioeconómico dentro de un modo de producción determinado, sino aquella que producto de una reflexión acerca de sus orígenes, insatisfacciones y aspiraciones, comparte un proyecto de transformación revolucionaria de la sociedad que impide su autorrealización, porque “…las fuerzas productoras que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver este antagonismo. Con esta formación social termina, por tanto, la prehistoria de la sociedad humana” (3) pasando “del reino de la necesidad al reino de la libertad”, y comenzando así la verdadera historia.
A casi sesenta años de aquel aporte, Lenin, contestando las críticas que Kautsky expone a la toma del poder por los bolcheviques (maximalistas) en su libro “La dictadura del proletariado”, señala (en 1918) que las clases medias de artesanos y pequeños comerciantes de la ciudad, junto a los campesinos medios (seredniaks) y pobres (bedniaks), sumados a la vanguardia proletaria forman un vasto frente anticapitalista contra la burguesía, la tecnoburocracia, la pequeña burguesía y los campesinos ricos o grandes terratenientes (kulaks); es decir la descripción del conflicto político le permite al líder de la revolución bolchevique, distinguir en Rusia una realidad social de ocho clases, en vez de las mentadas dos únicas clases antagónicas que convivirían al interior del capitalismo: burguesía y proletariado. En honor a la verdad, debe señalarse que la descripción de la composición social de Rusia hecha por el líder revolucionario es bastante general y no se detiene en aspectos esenciales e identitarios como la conciencia de clase o la ideología correspondiente a cada una de las clases mencionadas y que polarizarían el conflicto, como también que el tema de la tecnoburocracia a suplantar no vuelve a ser planteado.
Bujarin, más preciso del punto de vista marxista, en su Teoría del materialismo histórico (1931) dice que “una clase social es una unidad colectiva de personas que juegan el mismo papel en la producción y sostienen las mismas relaciones con las otras unidades colectivas que participan en el proceso de la producción” (4), incluyendo en este concepto el criterio económico y el sociológico; las diferencias que otorgan la conciencia de clase, la actitud política y la metamorfosis ideológica se dan por añadidura.
Lucáks, superando de manera notable la camisa de fuerza que el impone el partido, rechaza definiciones como las anteriores por su carácter mecanicista, al no incorporar ni la toma de conciencia de clase ni las ideologías, legítimas o inducidas que puede adoptar una clase social y que pueden hacerla tan voluntarista como para acelerar el resultado de un conflicto de clases, cuestión que Marx valora en su potencialidad transformadora. Sin embargo Lucáks no describe clases concretas y múltiples; en su lugar elabora un concepto filosófico, casi metafísico de la clase proletaria, por lo que no enumera niveles al señalar que una clase es dialécticamente “una totalidad concreta”, una “unidad en la multiplicidad”.
El elemento constitutivo de esta unidad es la conciencia de clase unida al devenir histórico que es a la vez una totalidad concreta. Dice el pensador húngaro, que para el marxismo no existe una ciencia del derecho, una economía política, ni una historia separadas unas de otras, sino exclusivamente una sola y única ciencia histórico-dialéctica del desarrollo de la sociedad como totalidad. Esa unicidad o totalidad es lo que explica que su concepto resulte más ideológico que sociológico. Así, la idea de que las clases son un concepto asociado al esfuerzo por demoler el Antiguo Régimen, encuentra su corolario en Lucáks, cuando dice que es el capitalismo el sistema que pone en evidencia la conciencia de clase: “No puede considerarse como azar el hecho de que sea precisamente la sociedad capitalista la que se ha convertido en el campo clásico de aplicación del materialismo histórico, (instrumento) que no podría aplicarse de la misma forma a las estructuras sociales anteriores a este modo de producción” (5), por lo que evidencia el error más recurrente “del marxismo vulgar”, que aplica como eternas las categorías sociales del capitalismo a regímenes precedentes.
Hoy tras cuatro décadas de instalación y ajustes del modelo neoliberal y del Estado subsidiario en Chile, debemos reconocer que los variados sectores intermedios de nuestra sociedad son cada vez más autónomos, oscilantes e indóciles a la autoridad. De modo que por la baja intensidad ciudadana, una parte importante de ella se deja seducir cada cuatro años, por la incontrarrestable maquinaria publicitaria de la derecha aunque, tengámoslo presente, su fidelidad al gobierno de turno resulta por ello mismo de corta duración. Así, poseídos por el consumismo en que han sido educados, estos sectores recelan de reformas que puedan aminorar los inestables niveles de mejoría alcanzados. Así, en este escenario de gran concentración económica en manos del gran empresariado, generador de enormes e inaceptables desigualdades para un país que pretende pasar por democrático y administrado por coaliciones de centro derecha (que integraron a partidos de la antigua izquierda en la medida en que éstos renegaron de sus posturas programáticas e ideológicas clasistas de ayer, convirtiéndolos, vía corrupción, en la izquierda del neoliberalismo), el caballito de batalla es la preocupación por la postergada clase media , de modo que hoy se presentan como sus preocupados defensores, los mismos que la han empobrecido al punto de subdividirla en clase media alta (pequeños empresarios y universitarios de profesiones liberales) y clase media baja (los pobres y asalariados que no quieren ser reconocidos como tales) presentándose políticamente como la centro-derecha y sus cómplices socialdemócratas, como la centro-izquierda.
En estos últimos años observamos como sectores de la derecha más inteligente y renovada condenan las violaciones a los derechos humanos como “errores” y califican al régimen de Pinochet como dictadura, mientras la derecha clásica y más fanática, la que no lee y aún cree en el sofisma de que se salvó a Chile de ser un satélite de comunismo, califica al mismo régimen como “gobierno militar” y al golpe de Estado como “pronunciamiento militar”, lo que resulta comprensible en un escenario nacional donde la concentración de los medios de comunicación en manos del empresariado (6), permite la difusión de eufemismos que distorsionan la comprensión de la realidad, facilitando la manipulación masiva de los chilenos. Prueba de ello es, también, el último y reciente golpe demoledor a la cultura perpetrado por el Consejo Nacional de Educación y el Ministerio de Educación que convierte a la enseñanza de las Artes y la Historia en asignaturas electivas, fuera del Plan Común, un mero complemento opcional en el nivel de 3º y 4º de educación media, etapa en que el conjunto de los alumnos alcanzan condiciones de madurez y acopio de conocimientos suficientes para aquilatar de modo crítico el aprendizaje de las ciencias sociales, Este es un segundo gran golpe en contra de conocimientos que fortalezcan las conductas cívicas, después del desmantelamiento curricular perpetrado a mediados de los noventa por el gobierno de Eduardo Frei Ruíz-Tagle (7) (hoy Embajador de Piñera ante los países del Asia Pacífico). En su primer gobierno y recién asumido, Piñera intentó sin éxito – en el mismo año en que debíamos conmemorar el Bicentenario de nuestra independencia – reducir las horas de Historia de los programas de la educación media. Ahora aprovechando tener ante sí a una oposición fragmentada y debilitada ideológicamente, arremete con más bríos para asegurar, en lo inmediato, una masa cada vez más individualista, ignorante y alienada, transformando a la educación en un simple adiestramiento complementario al mundo del trabajo.
Las actitudes colaboracionistas de buena parte de esta oposición de tendencias centristas, seducida por los mensajes que un gobierno de empresarios les envía para convencerla de su preocupación por “la clase media”, me lleva a recordar, una vez más, la pertinencia de sentencia de Radomiro Tomic hacia su propio partido: “cuando se va con la derecha, es siempre la derecha la que gana”.
Santiago de Chile, mayo de 2019.
Notas.
1- La gloriosa revolución inglesa de 1688-9 recibe ese calificativo porque, sin derramamiento de sangre, consolida tras el abandono del país por el último Stuardo, Jacobo II (lo que evita una guerra civil como la de 1642-1648 ), una separación definitiva de los poderes del Estado, refrendada en la aceptación del Bill of the Rights (la Petición de Derechos) por su reemplazante Wilhelm de Orange, con lo cual el futuro Primer Ministro o Jefe de Gobierno corresponderá a la tendencia mayoritaria del Parlamento, entonces la wihgs o liberal. Nace aquí el liberalismo político, representado en su máximo exponente el filósofo John Locke y esa afirmación tan especial de que ahora en Inglaterra “el rey reina pero no gobierna”.
2-Citado por Georges Gurvitch en Teoría de las clases sociales. París 1951, Reedición de Cuadernos para el diálogo, Madrid 1971, pág 9.)
3-Erich Fromm. Marx y su concepto del hombre. Breviarios Nº 166 del Fondo de Cultura Económica. Cuarta reimpresión 1971, México. Pág. 229.
4 y 5- Gurvitch. Op.Cit. Págs 85 y 86.
6-Dos consorcios periodísticos El Mercurio y COPESA, controlan el 96% de la prensa escrita de nuestro país. El Mercurio es dueño también de Las Últimas Noticias, diario de calidad absoluta y diametralmente opuesta al rector de la prensa de derecha. La pregunta acerca del porqué semejante diferencia no permite otra respuesta que el propósito de mostrar una supuesta preocupación por la diversidad: un diario para los más cultos y otro “para los rotos”, tal como la disparidad que puede observarse entre La Tercera, diario líder de COPESA, y La Cuarta también de su propiedad, El diario popular perteneciente a dicho consorcio. Cabe mencionar que la cadena El Mercurio es dueña, además, de veintisiete diarios regionales.
7-Aunque parezca una paradoja, desde que un editorial de El Mercurio habló de “apagón cultural” a partir de magros resultados en la Prueba de Aptitud Académica en 1977, la dictadura se preocupó de mejorar al menos el conocimiento de los estudiantes en materias de historia y geografía de Chile, incorporando como obligatoria la medición de estos contenidos en la prueba con que se postulaba a ingresar a las universidades y mantuvo en planes y programas de educación media las tres horas de Educación Cívica para tercero y las tres de Economía para cuarto medio, a la par del programa de historia que contemplaba cinco horas semanales; en total ocho horas para posniveles finales de la educación media. El segundo gobierno de la concertación (Frei Ruíz-Tagle) redujo el plan común a cuatro horas y eliminó la Educación Cívica y la Economía, luego de esto y aparte de otros engaños ¿con qué moral y aire de preocupación hablan de la desafección política o de la falta de conciencia ciudadana entre los jóvenes?.