Pedro Cayuqueo
Según un inserto publicado esta semana por la Sofofa, en la Araucanía “ya no impera el Estado de Derecho”. Más allá de la evidente exageración -por estos días la región se encuentra colmada de visitantes y lidera los ranking de Sernatur- surge la interrogante sobre cuál “Estado de Derecho” preocupa al gran empresariado.
Hay un libro muy interesante al respecto. Se trata de “Un Veterano de Tres Guerras”, el fascinante diario de vida de José Miguel Varela, un militar y abogado que sirvió en la Guerra del Pacífico, la Guerra Civil y también en la Ocupación de la Araucanía.
El 15 de julio de 1888, con 31 años de edad, Varela fue nombrado por el Presidente Balmaceda como Jefe de la Comisión Repartidora de Tierras. El abogado era muy amigo del hermano del mandatario, el diputado José del Carmen Balmaceda. Obtuvo el cargo en virtud de esa amistad y de la necesidad del gobierno de terminar con el despojo de tierras mapuches.
Balmaceda necesitaba un hombre de confianza en el sur, ajeno a las redes de poder de los dueños de fundo y con un gran sentido ético del deber. Varela de inmediato puso manos a la obra.
Comenzó un largo estudio sobre tenencia de la tierra que era disputada a balazos entre los colonos y entre estos y los mapuches. Se percató rápido de varias irregularidades. Una de ellas, un sistema de repartición que desconocía la propiedad de los mapuches y otorgaba al Estado el privilegio de su venta o asignación vía remates públicos.
Observó también que, contradiciendo la ley, se favorecía en todo momento a chilenos y extranjeros, desplazando a los mapuches hacia terrenos de menor calidad, radicándolos en pequeñas parcelas de máximo ocho hectáreas por familia.
No era todo. En los remates de tierras, las familias más poderosas de la zona se las ingeniaban mañosamente para adquirir, a precios ridículos, grandes paños de trescientas hectáreas cada uno a nombre de palos blancos. Una de estas familias eran los Bunster, industriales del trigo y en aquel tiempo los más ricos de la región.
Varela no solo informó todo esto a La Moneda. También citó a su oficina a “connotados vecinos” de Angol, Victoria y Temuco para investigar el origen de sus propiedades. No conforme con ello, hizo además pública denuncia de lo que llamó “la repartija de tierras” en diarios locales y nacionales. Fue el comienzo de una particular guerra en su contra.
En Temuco, la familia de colonos alemanes que le arrendaba lo sacó de la propiedad. Tuvo que dormir en el Regimiento. También fue víctima de un ataque a balazos del cual salvó jabonado. Aconteció mientras recorría a caballo la ruta entre Carahue y Temuco. No fue un incidente menor; tres de sus seis atacantes murieron en la refriega.
En 1889 cometería a su juicio el peor pecado a ojos de los terratenientes; entregar a la familia del lonko Coñoepán trescientas cincuenta de las mejores tierras para labranza de Cholchol. La recomendación en Temuco era sacarlas a remate público y radicar al lonko en otro sitio. Varela se negó rotundamente.
La ley -argumentó- era clara al respecto. Lo primero que correspondía al sanear un territorio era asignar terrenos a los mapuches, de preferencia aquel donde residía y que era ocupado por sus ancestros. Luego, delimitar la reserva para colonización y, finalmente, los terrenos sobrantes de ambos procesos debían ser licitados en remate público. En ese orden, no al revés.
Su apego a la ley sería un verdadero escándalo en la región. A través de contactos políticos, colonos y especuladores de tierras se comunicaron en numerosas ocasiones con La Moneda. Pero el respaldo del gobierno se mantuvo inalterable.
La Guerra Civil de 1891 implicó una pausa en su trabajo. Varela se enlistó y peleó por las fuerzas aliadas al mandatario. Escapó herido de la batalla de Placilla, estuvo clandestino y vivió también en el exilio. Retornó a Chile y al sur en 1894.
En 1902, el Presidente Riesco lo designó como Intendente de la Provincia de Cautín. A poco de asumir el cargo de nuevo se topó con el despojo de tierras. Se trataba de una vasta extensión de territorio en el Lago Budi, de las cuales se había apropiado el colono español Eleuterio Domínguez. Las tierras pertenecían al lonko Pedro Painén.
No satisfecho con expulsar a los mapuches, Domínguez construyó un embarcadero y bautizó el lugar como “Puerto Domínguez”. Para ello contó con el beneplácito del gobernador de Imperial, quien con su presencia dio un cariz legal a la fundación del poblado.
Varela recabó los antecedentes e informó al ministro del Interior, indicándole que una unidad de caballería se iba a dirigir a proceder al desalojo del usurpador y sus seguidores, unas treinta familias chilenas y españolas. Su telegrama fue contestado de inmediato. “Trate de mantener la situación como está. No agite más los ánimos”, decía. No conforme, Varela insistió en dos o tres ocasiones. Las respuestas fueron todas del mismo tenor: “Es preferible que no haga nada al respecto”, le informaron. Debió finalmente hacer vista gorda.
Al año siguiente, cansado, Varela presentó su renuncia y todo en el sur volvió a la “normalidad” habitual. Puerto Domínguez hasta nuestros días rinde homenaje con su nombre a un usurpador de tierras mapuches. Lo mismo Puerto Saavedra. Su nombre rinde honores a Cornelio Saavedra, militar que comandó la invasión chilena de Wallmapu.
¿Es ese “Estado de Derecho” el que denuncian ya no impera en la región? ¿Es esa la Araucanía que añoran la Multigremial y la Sofofa? Porfiada y rebelde es la memoria mapuche. Lo apunta y con admiración el propio José Miguel Varela en sus memorias.