por Franco Machiavelo
En el Chile contemporáneo, se respira una paradoja amarga: un país donde la riqueza natural y humana abunda, pero donde las conciencias se venden al precio del confort, del cargo público o del favor político. Los que alguna vez gritaron por la justicia hoy se sientan a la mesa del poder, degustando las migajas del banquete neoliberal mientras el pueblo sigue ayunando en las colinas de la pobreza.
El sistema, hábil y persistente, aprendió una vieja táctica: no siempre destruye a sus enemigos; muchas veces los invita a comer. Así, los lobos que antes rugían contra la injusticia ahora visten de asesores, de parlamentarios dóciles, de dirigentes sindicales domesticados, de intelectuales que repiten el discurso del amo con palabras suaves y progresistas.
El enemigo ya no siempre lleva uniforme ni fusil; muchas veces lleva corbata, sonrisa y discurso “inclusivo”, mientras entrega la soberanía al capital extranjero y a los bancos que dictan la política económica.
Chile, laboratorio del neoliberalismo, sigue siendo hoy una vitrina del servilismo institucionalizado. Los gobiernos cambian de color, pero no de amo. El poder económico —esas familias enquistadas desde la colonia, los grupos empresariales, los conglomerados mediáticos— mantiene intacta su hegemonía. Son ellos quienes definen qué se puede soñar, qué se puede decir y hasta qué tipo de rebeldía es “aceptable”.
Y los arrodillados del sistema —políticos, académicos, burócratas y opinólogos— cumplen su papel con disciplina. Son los lamebotas de la oligarquía, los que adornan con lenguaje “técnico” la injusticia estructural, los que justifican el saqueo de las AFP, las privatizaciones del agua, la precarización del trabajo y la militarización del Wallmapu.
Son los funcionales al imperialismo, los que se rasgan las vestiduras hablando de “modernización” mientras abren las puertas al capital extranjero y cierran los ojos ante la miseria del pueblo.
El pensamiento crítico, aquel que alguna vez alentó la dignidad y la desobediencia, ha sido reemplazado por un pragmatismo servil, una especie de realismo cobarde que celebra la derrota como madurez política.
Pero la historia enseña que los pueblos no se liberan con discursos complacientes, sino con conciencia, organización y coraje.
Hoy, más que nunca, Chile necesita recordar a sus lobos perdidos, a los que no se vendieron, a los que murieron con las manos limpias y la frente en alto.
Porque la independencia verdadera no se mide por el voto ni por la retórica de campaña, sino por la capacidad de un pueblo de no aceptar el banquete del opresor, aunque el hambre sea grande.
La dignidad no se negocia; se defiende.
Y cada arrodillado, cada cómplice del neoliberalismo, carga con la vergüenza de haber cambiado la libertad por un plato de migajas.












Los que se arrodillen, a la larga o la corta, van a quedar tirados llorando en la pista mientras su patroncito,cargado al billete, despega con destino incierto. Es difícil creer que todavía hay gente tan ilusa en este mundo. Pero las puertas están abiertas para todos aquellos que se quieran sumar a la lucha contra el maldito sistema capitalista. La Mattei dijo que habrá daños colaterales en la guerra contra el «terrorismo». Nosotros de vuelta le decimos lo mismo.