EL MOSTRADOR por EDISON ORTIZ 26 diciembre 2016
En la letra de la canción “Para no verme más”, de la banda uruguaya La Vela Puerca, se frasea “¿Por qué diré que me escondo, si nadie me quiere ver? ¿Será que no me preciso y de paso me aviso, para ya no correr?… y mi cabeza se me enfrenta en una noche de solo pensar… y la agonía vuelve a dominar… y me iré para no verme más… ya nada aquí me divierte, como solía ocurrir, voy persiguiendo mi risa, ella se fuga de prisa burlándose de mí”. Y pareciera que ese fraseo hubiese sido escrito para describir, con bastante precisión, la delicada situación por la que está atravesando la Presidenta de la República: irse pronto para no verse más o tener que enfrentar, de una vez por todas, la dura realidad política de su Gobierno.
Y es que desde que explotó el caso Caval, allá por inicios de febrero de 2015, inició su caída libre. Junto con su imagen, también se derrumbó parte de la legitimidad del sistema político ante la opinión pública, lo que se expresó en la impresionante abstención en las elecciones municipales de octubre de 2016 y hoy, como corolario de una respuesta impermeable desde las representaciones políticas tradicionales, tiene por un lado a una imputada como presidenta de la UDI, el principal partido de la oposición, y por el otro, a un averiado y eterno Lagos como candidato.
El trance angustiante y dramático vivido por Bachelet durante ya casi dos años ha sido un verdadero vía crucis que, en algunas circunstancias, alcanzó ribetes dolorosos, como cuando, por el peso de la evidencia –operaciones inmobiliarias en un contexto de posible tráfico de influencias– su hijo tuvo que renunciar a su cargo en Palacio, o cuando su nuera, en más de una oportunidad, ha enfrentado públicamente a algunos de sus colaboradores directos –Ana Lya Uriarte, la jefa de gabinete, ha sido la preferida–, o su larga disputa con su subordinado Jorge Burgos.
Y es que, a diferencia de la copla de La Vela Puerca, cuando se está en la cima del poder no es tan fácil “irse para no regresar, y no verse nunca más”. La Presidenta tendrá que estar de vuelta para no irse más… al menos hasta el final de su mandato. Aunque a ella no le guste, ni menos lo disfrute.
Esta suma de episodios afectó notablemente el rumbo de la gestión de Gobierno, al punto de hacer aparentemente irremontable la pérdida de confianza ciudadana en su figura. Pero su problema principal como gobernante ha sido la entrega de los temas cruciales de su administración al neoliberal dúo Eyzaguirre-Valdés –que provienen, el primero, del grupo Luksic y antes del FMI y, el segundo, de las finanzas internacionales y también del FMI–, que se ha esmerado en producir un acercamiento a los poderes fácticos buscando estabilidad, pero con la consecuencia de profundizar un distanciamiento con el electorado que le dio una amplia mayoría alrededor de una promesa de cambios institucionales y económico-sociales, cuyos intereses son simplemente distintos de aquellos de las oligarquías dominantes.
Y es que ya no se puede tan fácilmente servir a distintos señores sin consecuencias. El distanciamiento con los movimientos gremiales, sociales y ciudadanos –fuente tradicional de apoyo político de la centroizquierda– lo han estado pagando los partidos de la coalición de Gobierno, y especialmente caro el Partido Comunista.
Irse para no verse más…
Bachelet pasó voluntariamente, después de casi 22 meses de malos ratos, escándalos e infortunios, a una especie de segundo plano para transformarse en un elemento institucional que entrega subsidios, inaugura pequeñas obras, solo habla en formatos muy preparados y no se ocupa de la contingencia ni entra al debate político. Y que renuncia –al contrario de lo que intentaría cualquier administración– a marcar el rumbo de la agenda pública. Allí están, como evidencias, su ausencia en torno al reajuste del sector público, el fracaso de la reforma universitaria o el desaguisado de las compras empresariales de Piñera en Perú mientras era Presidente.
En definitiva, una Bachelet ya en su ocaso como figura pública, después de haber marcado titulares y agendas de medios durante más de un decenio, pero que finalmente lograba alcanzar, luego de meses de turbulencias, un equilibrio que le permitía gozar al menos de una cierta tranquilidad.
Michelle Bachelet parecía haber encontrado, con la delegación de poder, en su soledad, resignación y probable sensación de fracaso, un nuevo rol que le permitía sobrellevar –o por lo menos surfear sin tanta marejada– su último año de administración. Y de esa manera enfrentar con cierta holgura a una cada vez más inquisitiva prensa y una coalición en desorden creciente. Si bien nadie podía afirmar que estaba feliz, se veía por lo menos bastante más reposada, como al estilo Chino Ríos, queriendo decirnos “no estoy ni ahí”. Me acordé entonces de Estambul. Ciudad y recuerdos, la notable novela de Orhan Pamuk, y de su protagonista, ese personaje que solo al final descubre que ya no quiere ser lo que ha estado intentando ser por años, un profesional exitoso, y se da cuenta de que prefiere la soledad, asume esa condición y decide ser escritor.
Bachelet, al igual que Pamuk, ya casi al final de su imperio parecía haber descubierto, en su aislamiento, las ventajas de ausentarse para, como en la letra de La Vela Puerca, “no verse más”.
Regresando de golpe a la realidad
El cuadro, sin embargo, volvió a cambiar con la renuncia de Carlos Montes –un emblema del apoyo sistemático al oficialismo y a Bachelet– a la jefatura de bancada socialista y a la Comisión de Hacienda del Senado, criticando duramente a La Moneda por haber optado por legislar con el apoyo de la derecha. Las fuertes palabras del senador contra su Gobierno, que expresaron su cansancio frente al hecho “de que las propuestas de su bancada no fueran incorporadas y que solo haya instancias formales de diálogo”, privilegiando el acuerdo con la derecha, comenzaron por no “dejar irse” a la Presidenta y la obligaron a concertar una reunión con la bancada de senadores PS.
El segundo choque de realidad se lo propinó la fuerte declaración, a la salida de la Fiscalía, de Natalia Compagnon, flanqueada por un hermético Sebastián Dávalos. El cuadro no fue grato: la nuera fue imputada por estafa acusada por un ex cliente, justo después que su ex socio en Caval aludiera a la relación personal y de negocios que Compagnon había tenido –en su versión– con aquel cliente. La nuera se defendió acusando a la Fiscalía de “circo romano”, lo que no parece ser exactamente un gesto de respeto hacia las instituciones judiciales, y leyó una declaración pública donde interpeló, de nuevo y directamente, a la principal asesora de la Mandataria, Ana Lya Uriarte.
Todo esto ha traído nuevamente de regreso a Bachelet al duro mundo de la gestión cotidiana de los conflictos alrededor del poder y a tener que enfrentar la realidad política que, por un momento con un cierto nivel de éxito, había evadido.
Y es que, a diferencia de la copla de La Vela Puerca, cuando se está en la cima del poder no es tan fácil “irse para no regresar, y no verse nunca más”. La Presidenta tendrá que estar de vuelta para no irse más… al menos hasta el final de su mandato. Aunque a ella no le guste, ni menos lo disfrute.