Por Gustavo Espinoza M.
La Batalla de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824, fue el último y decisivo episodio en las guerras por la Independencia de América, que se libraran para arrancar a nuestras tierras del dominio colonial español. Abrió un ciclo histórico que aún no se cierra. Con motivo de su Bi Centenario, hay que evocarla.
Y hay que recordar que diversos acontecimientos incidieron en la conciencia de los pueblos americanos para liberarse del dominio Ibérico. La Independencia de los Estados Unidos, en 1776; la Revolución Francesa, 13 años más tarde; y la crisis de la monarquía española que se debilitara significativamente en los debates de Cádiz; fueron factores decisivos. En nuestra tierra, la gesta de Tupac Amaru fue simiente de victoria.
Allí estuvo el prolegómeno de la gesta emancipadora iniciada en 1810 por los ejércitos libertadores que, procedentes del sur y del norte, convergieron en la capital del Virreinato más importante de América. La contienda no fue, entonces una confrontación local. Ni siquiera tuvo una connotación nacional. Fue la culminación de una guerra que, iniciada en su última etapa en 1810, comenzó mucho antes, prácticamente desde los primeros años de la dominación española en América.
La insurrección de Manco II en el Valle del Cusco y la sublevación de “Los Marañones”, en la región amazónica en 1580, fueron eslabones de una lucha que se inició desde los primeros años del régimen colonial. Luego vendría la rebelión de Juan Santos Atahualpa, entre 1742 y 1756, que tuvo como escenario la sierra central del Perú, desde los valles del Cusco hasta los contrafuertes andinos entre los ríos Vilcanota y Apurímac¸ y otra en Huarochirí.
Después sería la gesta de José Gabriel Tupac Amaru, que puso en jaque a la Corona y que fuera acompañada por Túpac Katari en Bolivia, y otros sectores de la población Quechua y Aymara.
Esa lucha fue decisiva para la afirmación de la conciencia americana. Demostró que era posible levantar en América una bandera propia, mantener en alto una lucha capaz de aglutinar a muchos segmentos de la sociedad de entonces y unir pueblos en torno a una tarea: acabar con el colonialismo en América.
Como lo registra Luis Antonio Eguiguren, desde los primeros años del siglo XIX asomó en nuestro suelo la acción emancipadora. 1805 marcó el sacrificio, en el Cusco, de Gabriel Aguilar y Manuel Ubalde, que se alzaron contra el poder español; y en 1809 y 1810 ocurrieron las acciones de Pardo, y Saravia cerca de Lima.
Gracias a ello, el Perú siguió el ejemplo de las Juntas de Quito y Chuquisaca, expresiones ambas de un pensamiento signado por las ideas nuevas, luego de la crisis europea del siglo precedente. En ese mismo periodo, la insurrección -en 1811- de Francisco de Zela, en Tacna, y la sublevación de Crespo y Castillo, en 1812 en Huánuco, marcaron episodios singulares en la confrontación de entonces y facilitaron la rebelión de Mateo Pumacahua y los Hermanos Angulo, en 1814 que remeció gran parte del sur andino.
Ya en ese entonces se había iniciado en todo el continente la lucha liberadora. Los ejércitos de San Martín y Bolívar habían puesto en marcha sus campañas patrióticas, batiendo a las huestes realistas en duras confrontaciones en Argentina, Chile, Venezuela y Colombia. Cancha Rayada, Maipú, Chacabuco, Carabobo y Pichincha fueron, a partir de entonces, nombres emblemáticos que se alzaron como lemas confirmando la vigencia plena de los ideales libertarios.
Luego, la guerra se extendería hacia Ecuador para llegar al Perú a partir de 1820. Ya en ese entonces estaban dadas las condiciones para proclamar la liberación de todo el continente, pero aún faltaban batallas decisivas: Junín y Ayacucho.
Días antes de ellas, y desde Magdalena Vieja, Bolívar había suscrito su llamamiento a los gobiernos de Colombia, México, Río de la Plata, Chile y Guatemala, instándolos a reunirse en lo que se llamaría en la historia El Congreso Anfitiónico de Panamá; a fin de forjar una unidad “que sea el escudo de nuestro nuevo destino”.
Poco después, Bolívar, en carta a Santander, diría aludiendo a los sucesos de Ayacucho: “La victoria me ha vuelto a mi primer estado de alegría y a mis primeros sentimientos” y añadiría su homenaje al Mariscal de Ayacucho: “Sucre ha ganado la más brillante victoria de la guerra americana”.
El Ciclo que se inició en esa etapa de la historia, está vigente, y se proyecta hacia cada uno de los países de América. Hoy, se afirma en las jornadas victoriosas que se libran contra el nuevo opresor: el Imperialismo Norteamericano.
En cada rincón de América asoman retos a los que es posible hacer frente a partir de la más amplia unidad de los pueblos. No hay que olvidar, entonces, lo que dijera Bolívar en 1812: “Nuestra división, y no las armas españolas; nos tornó a la esclavitud”.
Como en el viejo poema de los niño de la escuela uruguaya de Jesualdo en esta tarea “cada cuál con su fe”; pero todos, unidos en el mismo propósito: afirmar la independencia y la soberanía de nuestros Estados, para construir sociedades compatibles con la dignidad y la justicia.