por Franco Machiavelo
Arauco amaneció con un llanto que no cesa.
El humo de la injusticia sube al cielo,
y en su centro arde el nombre de Julia Chunil,
madre de la tierra, guardiana de la dignidad,
arrancada por la mano vil de la cultura de la muerte.
La quemaron los que odian la vida,
los que siembran miedo,
los que se esconden tras banderas vacías
mientras su fuego devora lo sagrado.
Julia era semilla,
era raíz que abrazaba el suelo,
era canto que defendía la memoria.
Hoy su silencio retumba más fuerte que mil gritos,
hoy su ausencia es una herida abierta en el pecho de Arauco.
No fue solo a Julia a quien asesinaron.
Fue a la esperanza,
fue a la justicia,
fue a todos los pueblos que resisten contra la impunidad.
Sobre los cielos cae una lágrima inmensa,
y esa lágrima clama:
¡Nunca más odio, nunca más muerte!
Que la sangre de Julia se transforme en conciencia,
que su memoria nos obligue a unirnos,
que su nombre sea bandera contra el terror.
Arauco tiene una pena,
una pena que no muere,
pero también una fuerza que crece:
la fuerza de un pueblo que no olvidará,
que no perdonará,
que alzará la voz hasta que la justicia sea semilla y fruto












Bonito. Es reconfortante cuando se oye el grito de justicia, y más cuando se menciona la palabra unidad. Los pueblos unidos jamás serán vencidos. Cuando nos sentemos frente a frente y nos juremos lealtad, ganaremos todas las guerras. Arauco tiene una pena, y nosotros también.