El Porteño
por Juan García Brun//
A 40 años de la muerte en combate del Secretario General del MIR, Miguel Enríquez, a manos del terror pinochetista, son múltiples los homenajes que, conmemorando este hecho luctuoso, asumen la tarea de hacer un balance político del mismo.
Cada balance es un intento de dar sentido político, de actualizar un hecho que por sí solo está revestido de dimensiones homéricas de heroicidad y, a estas alturas, de leyenda. Todas las reseñas, balances o conmemoraciones, en consecuencia persiguen ubicar la caída de Miguel Enríquez, prolongando las líneas de ese enfrentamiento hasta los conflictos que atraviesan la lucha de clases en Chile, hasta el día de hoy.
Una primera línea de análisis y balance está conformada por vergonzosas frivolidades que pretenden hacer de Miguel Enríquez un demócrata burgués y un pacifista, que habría decidido tomar las armas exclusivamente, si sólo si, para enfrentar a la dictadura militar, hecho que justificaría política y moralmente tal decisión. Es el miserable discurso de MEO y Gabriel Boric, los que apuestan a resignificar la muerte de Miguel Enríquez como un episodio de resistencia en pos del restablecimiento del orden democrático burgués. En efecto, ambos señalaron en el lanzamiento de un libro sobre la vida de Enríquez, conceptos similares. El primero afirmando que Enríquez “nunca puso una bomba”, Boric indicando que agotados los paradigmas bipolares de la guerra fría, el revolucionario es el que lucha por “alcanzar la democracia”, que cualquier otra perspectiva es “caricatura”.
Estas visiones están penosamente cargadas de cálculo electoral y se realizan, manifiestamente, al interior de las concepciones imperantes en el régimen. No puedo observar en ellas ningún intento de procesar el hecho en una perspectiva revolucionaria. Esto es enteramente previsible y su constatación no hace si no delinear la naturaleza del campo de batalla.
Sin embargo, lo que resulta alarmante es que esta visión “democratizante”, ha logrado permear el discurso de quienes se reclaman revolucionarios. Esta “infección” democrático burguesa proviene, como siempre, de la moralización de los problemas políticos y en concreto, de la reivindicación del martirologio como el epítome de la lucha política. Esta visión nos propone un enfrentamiento entre la virtud y los vicios, en palabras de los convocantes al acto de homenaje, el pasado 3 de octubre en el Teatro Cariola: “ homenaje que merecen los héroes y mártires de la heroica resistencia que se libró en Chile contra la dictadura de los generales traidores y grandes insaciables”. Para rubricar anunciando que “ya es tiempo de empezar a honrar la memoria de quienes, como Miguel Enríquez, no se amilanaron ante el desafío de enfrentar con las armas a un ejército y fuerzas policiales feroces que aterrorizaban a nuestro pueblo”.
No se puede despreciar el enorme valor político que encierran estas palabras, que por cierto comparto como epígrafe y arenga, sin embargo las mismas se desnaturalizan si ocupan en lugar del programa y la estrategia políticas. Y esto último es precisamente el problema que encierran estas expresiones, han terminado ubicando el discurso revolucionario en un terreno puramente defensivo, de testimonio y valía moral. Como si lo que hubiese estado en juego en 1974, y por extensión hoy, fuese la bondad y valentía de los revolucionarios y no el poder político y el derrocamiento del orden capitalista.
Esta confusión aparece de manifiesto con total claridad en la nota que para esta fecha ha publicado quien fuera la compañera de Miguel Enríquez hasta el momento de su muerte, Carmen Castillo: “Frente al golpe de estado, el MIR toma la decisión de permanecer en Chile. No éramos héroes, solo militantes movidos por la convicción de que sí valía la pena luchar para hacer la revolución. Frente al golpe de estado, nuestra decisión de organizar la resistencia a la dictadura implicaba la defensa de los derechos conquistados, la educación y la salud pública, los derechos sindicales, el derecho a la vivienda, la dignidad enarbolada, la democracia participativa”.
Castillo, lo dice más adelante, no quiere hacer un balance político de la muerte de Miguel Enríquez, sólo aspira a narrar los hechos. No podemos cuestionar esta determinación discursiva, pero del mismo modo, tampoco podemos renunciar a leer lo que nos propone cuando expresa que “valía la pena luchar para hacer la revolución”, y a renglón seguido nos señala cuál es el contenido de tal decisión: “la defensa de los derechos conquistados (…), la dignidad enarbolada, la democracia participativa”. Está explícito, la “revolución” se formula en pos de la “democracia participativa”, vale decir carece de todo contenido de clase, precisamente porque su formulación es moral, de moralidad cristiana y burguesa, huelga señalar. Defender derechos, enarbolar la dignidad, participar de la democracia, son conductas que lejos de plantear un camino de enfrentamiento al régimen sustentado en la gran propiedad privada capitalista, terminan afirmando tal orden social si es que se formulan al margen de una concepción estratégica, de poder.
La bandera roja de la revolución proletaria, universalizada en la Comuna de París como divisa del socialismo, tiene un sentido muy específico y el mismo nos remite a las normas militares del medioevo y el antiguo régimen. Cuando un ejército levantaba un estandarte rojo en el campo de batalla, significaba el cese de las reglas de caballería y comenzaba la guerra “ad romanum” la que implicaba saqueo, masacre y esclavitud. En una palabra, tal guerra no tendría cuartel. El proletariado y su programa revolucionario, por extensión, no reconocen comunidad moral con los explotadores. El proletario revolucionario no es un caballero, no comparte el ethos democrático ni su demagogia de explotadores. La emancipación del proletariado viabilizará la liberación de la humanidad, sólo en tanto materialice el derrocamiento del orden burgués.
La fascinación, que tras 40 años, sigue provocando la imagen de Miguel Enríquez es, precisamente, la ardorosa llama que consumó al individuo, llamas que subrayan quizá su voluntarismo, pero que ponen de manifiesto que el mayor orgullo de todo combatiente es caer con las armas en la mano. Que los movimientos tácticos de la batalla no obnubilen la estrategia general de la guerra. Sólo desde una perspectiva estratégica, la estrategia de la Revolución Proletaria, es correctamente observable el gesto final de Miguel Enríquez, como señal postrera de la derrota del proyecto reformista de la Unidad Popular.
Hoy día, el régimen pretende afirmar la idea de que la única violencia legítima es la que ejercen los institutos armados previstos en la Constitución. Es su juego, los explotadores hacen política para mantenerse en el poder. El error de la izquierda sería asumir ese discurso como propio y resignar en consecuencia la perspectiva estratégica de la revolución. Las elecciones, la legalidad e institucionalidad burguesas no hacen otra cosa más que afirmar la explotación, consecuencialmente la liberación de los explotados sólo será el resultado de la acción directa, de su propia capacidad movilizadora por el poder.
Hay un hecho de la historia, de la Segunda Guerra Púnica que estremece por su magia y extravagancia. Aníbal después de haber atravesado los Alpes, después de haber aplastado a las legiones romanas en Trasimeno y Cannas, de haber acabado con los mejores Cónsules y Senadores romanos, acampa a algunos kilómetros de Roma y se detiene allí durante años, sin ocupar la ciudad que estaba militarmente a su merced, sin arrasar con el corazón del imperio que había combatido toda su vida.
Durante ese tiempo los romanos logran recomponerse y finalmente derrotan a los cartagineses y a Aníbal en Zama, Cartago, poniendo fin a sus pretensiones imperiales.
Se ha especulado con la motivación de Aníbal para haberse detenido en ese momento crucial. Algunos lo atribuyen a un cuadro depresivo, a la mentalidad supersticiosa del africano, en fin, la mayor parte de los historiadores buscan la explicación de tan extraña conducta en una particularidad del individuo.
Quienes así razonan olvidan que Aníbal no sólo fue un genio táctico, aquél general impetuoso capaz de resolver una batalla e imponerse al enemigo en el combate directo. Aníbal fue, por sobre todo, un estratega genial y es aquí donde debemos encontrar la respuesta para su detención a las puertas de Roma. Aníbal pensó siempre en el día después y ese día después importaba que él era consciente de tener la capacidad militar para derrotar a Roma, pero también era consciente de que aún no contaba con el poder económico y político para hacerse del Imperio Romano. Aníbal se detuvo entonces, para vencer, no le interesaba el movimiento inmediato ni su gloria personal. El estratega se detuvo ante su incapacidad histórica, tal era su envergadura política.
La relación entre táctica y estrategia, entre el movimiento y el objetivo, es quizá la viga maestra, la nave mayor del marxismo revolucionario. La estrategia, el horizonte político, condiciona nuestro accionar diario y le da una forma específica. Tales categorías no pueden confundirse.
En un sentido táctico la consigna de “El MIR no se asila” fue un completo error que mandó quizá a miles a la muerte, al respecto no hay controversia posible. Sin embargo estratégicamente, el ímpetu revolucionario que se desplegó heroico en la calle Santa Fe 725, a las 13:15 del 5 de octubre de 1974, es una llama que sigue viva y nos interpela.
(publicado originalmente en octubre de 2014 en Revolución Proletaria)