por Franco Machiavelo
Basta raspar un poco la superficie del discurso “democrático” estadounidense para ver lo evidente: el paladín de la libertad es también uno de sus violadores más sistemáticos. En su propio territorio, millones viven bajo un régimen que castiga la pobreza, vigila a las minorías y militariza las calles. Las cárceles rebalsan de trabajadores precarizados convertidos en mercancía para la industria penitenciaria. La represión policial actúa como un recordatorio permanente de quién manda y quién debe obedecer.
Fuera de sus fronteras, el panorama es aún más brutal. Con la excusa de proteger “valores universales”, Estados Unidos despliega un aparato global de bases militares, operaciones encubiertas y guerras preventivas que dejan tras de sí poblaciones devastadas. Cada intervención se disfraza de misión humanitaria, pero funciona como un laboratorio de control social: destruir gobiernos incómodos, instalar regímenes dóciles y asegurar recursos estratégicos.
El doble estándar es la norma. Condenan dictaduras solo cuando no sirven a sus intereses, mientras financian sin pudor a las más sanguinarias cuando garantizan orden, mercado y alineamiento. Ese es el verdadero rostro de la defensa estadounidense de la democracia: un instrumento geopolítico, no un principio ético.
El resultado es un mundo administrado desde centros de poder que deciden quién merece derechos y quién no. El discurso de libertad solo es un velo que oculta un proyecto de dominación: sostener élites, respaldar gobiernos de extrema derecha y disciplinar a cualquier sociedad que pretenda construir un camino autónomo. En resumen, no exportan democracia; exportan control.
