por Franco Machiavelo
Hay shows mediáticos que son tan burdos que uno siente vergüenza ajena. La acusación contra el exministro Pardow es justamente eso: una puesta en escena, un teatro barato donde el guion apunta a un solo personaje, a un “culpable perfecto”, mientras el verdadero monstruo —las empresas eléctricas— pasa caminando por detrás del telón, con los bolsillos repletos y la sonrisa intacta.
Porque claro: nada más funcional para la “matrix del orden” que fabricar un elefante blanco. Un culpable vistoso, fácil de identificar, fácil de quemar en la plaza pública.
Un trofeo.
Un muñeco sacrificial.
Y mientras la pantalla repite su nombre, los robos descarados en las cuentas de la luz—los cobros abusivos, las alzas sin explicación, las “regularizaciones” que nunca se devuelven—quedan disueltos, diluidos, blanqueados en el detergente de la “ética neoliberal”.
Una ética que, en la práctica, no es más que el arte de convertir un abuso estructural en simple rutina administrativa.
El circuito funciona así:
1. Se instala un enemigo útil (Pardow).
2. Se lo exhibe hasta el cansancio.
3. El pueblo mira hacia donde el dedo apunta…
4. Y mientras todos discuten al acusado, las eléctricas siguen facturando como si nada, protegidas por el silencio dócil de una clase política que jamás muerde la mano que la alimenta.
Es casi poético —si no fuera trágico— cómo la maquinaria ideológica convierte cada crisis en un espejismo. Una ilusión que desvía la atención, que ordena qué ver y qué callar.
Un dispositivo perfecto para que el saqueo sea invisible y para que la indignación popular se gaste en el lugar equivocado.
¿Debe Pardow ser un santo? Nadie lo pide. Pero convertirlo en el símbolo de toda la corrupción, mientras las empresas continúan intocables, es una ironía tan grotesca que solo puede existir en un país acostumbrado a confundir moralidad con obediencia.
El show no termina en la acusación.
El show es la acusación.
Y lo verdaderamente perverso —lo que debería encender todas las alarmas— es que nadie habla de compensaciones, de devoluciones, de auditorías reales, ni menos de fiscalizar a las eléctricas con el rigor que merecen.
Ahí es donde está el verdadero robo, el verdadero abuso, el verdadero crimen.
Pero claro, es más fácil quemar a un ministro que enfrentar a las empresas que realmente gobiernan la energía, la economía y la narrativa.
Por eso este espectáculo mediático es, al final, otro dedo en el ojo del pueblo.
Un intento más de disciplinar, confundir y lavar el cerebro mientras la caja registradora no deja de sonar.
La paradoja perfecta:
Un país que cree que lucha contra la corrupción…
…mientras aplaude la distracción que protege a los verdaderos ladrones.









