por Franco Machiavelo
La larga noche neoliberal no terminó con la dictadura: simplemente cambió de administradores. Desde entonces, Chile vive atrapado en un espejismo donde se proclaman “derechos” mientras se vacía su contenido real. Es la modernización sin justicia, la democracia sin pueblo, la institucionalidad sin emancipación. Y en ese paisaje, la seudo izquierda —domesticada, dócil, encantada con los salones del poder— ha jugado un papel decisivo en neutralizar toda pulsión transformadora.
La clase trabajadora chilena, que alguna vez fue protagonista de la historia, fue convertida en espectadora resignada de un país que no le pertenece. Los gobiernos de la transición y los posteriores se dedicaron a administrar los engranajes del mercado, a blindar los privilegios corporativos, a firmar pactos tácitos y explícitos con la derecha económica, siempre bajo la excusa de la “gobernabilidad” y el “realismo”. Un realismo que sólo ha sido implacable con el pueblo, y extraordinariamente generoso con la oligarquía.
El resultado está a la vista: sindicatos debilitados, negociación colectiva reducida a un ritual vacío, AFP intocadas durante décadas, salud privatizada y convertida en mercancía, vivienda reducida a una deuda interminable, educación como negocio familiar de unos pocos grupos económicos. La supuesta izquierda, en vez de construir un proyecto alternativo, eligió acomodarse en la arquitectura neoliberal, reforzando el mismo orden que prometió combatir.
La traición más profunda no fue la renuncia a un programa; fue la renuncia a una visión. Dejó de comprender que los derechos sociales no son favores tecnocráticos, sino conquistas históricas fruto de la lucha organizada. Dejó de entender que el poder no se disputa sólo en el Parlamento, sino en la cultura, en la organización popular, en el sentido común colectivo. La hegemonía del mercado se impuso porque nadie desde el campo popular quiso desafiarla en serio.
Y así, cada reforma “progresista” terminó diluida, negociada a puertas cerradas, mutilada en favor de intereses empresariales. La izquierda institucional hizo de la cesión una doctrina, del consenso con los poderosos una estrategia, y del pueblo un recuerdo incómodo. Cedió educación, cedió salud, cedió pensiones, cedió soberanía económica, cedió dignidad. Cedió todo menos sus cargos.
Hoy, cuando las desigualdades se profundizan y la rabia social se expresa sin conducción, es evidente que este largo ciclo de sometimiento político ha fracturado la confianza en cualquier proyecto emancipador. A un pueblo precarizado se le pide paciencia; a una clase trabajadora precarizada se le pide responsabilidad. Pero nadie exige nada a los dueños del país.
La crisis actual no es sólo política: es moral. Es la crisis de una élite que, habiendo prometido derechos, ha administrado la negación de ellos. Es la crisis de una izquierda que, al renunciar a la confrontación con los poderes reales, renunció a sí misma. Y mientras no se reconstruya desde abajo un proyecto que recupere la centralidad del trabajador, la soberanía popular y la lucha organizada, Chile seguirá siendo un país donde los derechos existen… pero sin derechos.
Porque no basta con nombrarlos: hay que conquistarlos. Y para conquistarlos, hay que dejar de pactar con quienes viven de negarlos.











