JACOBIN Martín Mosquera A un año del gobierno de Javier Milei, su proyecto político comienza a clarificarse. El ajuste fiscal más drástico de la historia reciente y la pasividad social ante el mismo marcan el fin de un ciclo iniciado en 2001. Aunque Milei ha capitalizado el malestar social, su agenda autoritaria ha abierto una disputa aún sin resolución. |
Javier Milei pronuncia un discurso durante su juramento como nuevo presidente argentino en Buenos Aires, 10 de diciembre de 2023. IMAGO.
un año de gobierno de Javier Milei, las contradicciones y tensiones de este nuevo ciclo político se han desplegado con una intensidad inédita. El país hipermovilizado que conocimos en las últimas dos décadas, definido por el «bloqueo popular al ajuste» (Piva, 2015) o el «empate hegemónico» (Rosso, 2022), ha dado paso a una nueva realidad. Según el Financial Times, Argentina atraviesa en este momento el «ajuste fiscal más drástico jamás visto en una economía en tiempos de paz». Lo sorprendente no es solo que este proceso haya transcurrido sin una explosión social, que muchos esperaban, sino que el gobierno haya logrado mantener altos niveles de aprobación y afirmarse en el poder. Algo fundamental, entonces, ha cambiado.
Como señala Adrián Piva, la clase trabajadora argentina transita una derrota social silenciosa, en «cámara lenta», sin que se haya producido un acontecimiento catastrófico que la consolidara, pero cuyos efectos graduales permiten entender la situación actual (2024a). Esta dinámica marca el cierre del largo ciclo iniciado en 2001. Tras la crisis y el estallido social de aquel año, emergió un «bloqueo popular al ajuste y a la reestructuración»: unas relaciones de fuerza parcialmente favorables que, durante años, obstaculizaron la implementación plena de las reformas económicas exigidas por las clases dominantes. Sin embargo, la pasividad social frente al ajuste de Milei señala el agotamiento de ese ciclo político.
El gobierno de Milei se inscribe en una estrategia política que se construye sobre las contradicciones y las crisis del momento. Logra conectar con sectores de la población que se sienten frustrados y ansiosos por el deterioro económico, el desorden social y la sensación de que las élites políticas tradicionales se han vuelto incapaces de ofrecer soluciones. Así, Milei ha comprendido la gravedad de la crisis social y política y ha logrado capitalizar ese malestar para posicionarse como el único capaz de «hacer algo» y, sobre todo, de «hacer algo distinto».
Ahora bien, Milei no se propone únicamente aplicar un severo programa de ajuste económico; también busca tensar al extremo las relaciones de fuerza actuales, asumiendo riesgos que podrían o bien redefinir los límites de lo políticamente posible en Argentina o bien provocar una reacción social que frene su avance. Su proyecto va más allá de un plan clásico de estabilización o reestructuración productiva destinado a superar el estancamiento de la última década. En cambio, aspira a una ruptura profunda que modifique estructuralmente las relaciones de poder y las dinámicas del capitalismo argentino. En este marco cobra sentido el carácter autoritario de su proyecto.
Ese proyecto, sin embargo, aún está lejos de concretarse, a la vez que un desenlace definitivo no parece inminente. Frente a la tentación de caer en interpretaciones demasiado pesimistas, comunes en momentos de retroceso, es importante reconocer que el avance del autoritarismo se encuentra apenas en sus primeras etapas y está lejos de garantizar su éxito. Su consolidación dependerá de una lucha social y política que sigue abierta y cuyo desenlace permanece indeterminado. No nos encontramos ante un «empate hegemónico» pero tampoco ante una derrota estratégica; la disputa tiene lugar en un escenario de definición aún incierta y en constante tensión.
«No hay alternativa»
Adiferencia de otros momentos históricos, la derrota social que nos precede no se materializó por las vías habituales, como una crisis económica catastrófica con efectos disciplinantes —al estilo de las hiperinflaciones latinoamericanas de los años 80, incluida la argentina de 1989— o una derrota obrera de gran escala, como la de los mineros británicos durante el thatcherismo o la de los controladores aéreos bajo el gobierno de Reagan, por mencionar algunos ejemplos emblemáticos.
En el contexto actual, la derrota social es producto de una combinación de factores menos visibles: una década de estancamiento económico con sus efectos debilitantes sobre la acción colectiva (informalidad laboral, pluriempleo, desmoralización, etc.), una alta y persistente inflación que ha agotado y desconcertado a la población y un desasosiego político generado por el fracaso del último gobierno peronista, que dejó tras sí una profunda sensación de frustración y desorientación (Piva, 2024a). La clase trabajadora, debilitada, fragmentada y agotada por esos procesos, enfrenta ahora el embate autoritario y ultraliberal de Javier Milei, cuyo objetivo es convertir esa derrota, aún parcial y limitada, en un golpe estratégico de largo alcance.
Es necesario destacar la importancia clave del momento político de esta secuencia. El gobierno de Alberto Fernández representa un caso paradigmático de cómo una administración nominalmente progresista, frente a una crisis estructural, llega a desmoralizar a su propio campo social. Esto no se explica fundamentalmente por problemas de competencia personal ni por las disputas internas de la coalición oficialista, sino, principalmente, por los desafíos estructurales que enfrentaba la economía argentina, los cuales imposibilitaban la recreación del ciclo kirchnerista original.
En un texto que Adrián Piva y yo escribimos tras la victoria del peronismo en 2019, analizamos los límites estructurales que enfrentaría el nuevo gobierno peronista y advertimos de que podía cumplir un papel desmoralizador, allanando el camino para una derrota social por una vía alternativa a la ofensiva directa de la derecha. A fin de hallar un precedente no muy lejano, comparamos aquella situación con el cierre del largo ciclo «antiliberal» francés de 1995-2010. A ese propósito, señalábamos:
Al igual que en nuestra actual situación, ante la ausencia de victorias sociales, la expectativa de cambio todavía vigorosa se transfirió entonces al campo electoral y produjo la derrota de Sarkozy y el triunfo del Partido Socialista con un discurso de oposición «a la austeridad y a las finanzas». Cuando el nuevo gobierno socialista de Hollande se mostró decidido a continuar en lo fundamental la orientación trazada por la derecha, generó una desmoralización política que cerró el círculo que había abierto la desmovilización social. Es decir, solo la actuación sucesiva de los dos términos del régimen político pudo cerrar el llamado «ciclo antiliberal» francés: una derecha agresiva primero y una socialdemocracia continuista, luego, que instala el thatcherista «no hay alternativa» y desmoraliza a su propio campo social.
En sentido más general, fue esa la forma que, como bien señala Piva, caracterizó el cambio de ciclo político en Europa durante la década de 1980. Mientras que en América Latina fueron necesarias dictaduras militares, en Europa el ascenso de las clases trabajadoras a finales de los sesenta se detuvo por una convergencia de factores menos estridentes: un prolongado estancamiento económico con rasgos inflacionarios, la aplicación de políticas de ajuste por parte de gobiernos de izquierda y la consiguiente desmoralización y desafección del bloque social que había sostenido el pacto de posguerra. François Mitterrand y la Unión de Izquierda en Francia, el Compromiso Histórico y el PS de Benito Craxi en Italia, el PSOE en España y el PASOK en Grecia, son ejemplos representativos de este tipo de proceso. El socialismo europeo terminó convirtiéndose en el ejecutor final de la prescripción según la cual «no hay alternativa», legado condensado en la célebre frase de Margaret Thatcher sobre su mayor logro político: Tony Blair y el Nuevo Laborismo.
En su conjunto, esos procesos produjeron una inflexión negativa en la situación política, generando una sensación de «sin salida», desconcierto y agotamiento que allanó el camino para la ofensiva neoliberal. Contra ciertas interpretaciones reduccionistas de los análisis de Gramsci, según las cuales todo proyecto sociopolítico logra avanzar y estabilizarse solo si antes o durante su ejecución se convierte en hegemónico, la ofensiva neoliberal en Europa occidental no se asentó en un consenso mayoritario, ni siquiera pasivo (diferente es el caso de Europa del este). La hegemonía vino solo tras la derrota de la clase trabajadora y la reestructuración de la sociedad sobre bases neoliberales. La fuerza de su ofensiva no se sustento en un consentimiento popular amplio, sino en el deterioro de las relaciones de fuerza y el desgaste del campo social que había servido de sostén del pacto de clases de la posguerra. A ese respecto, los trabajos de Stuart Hall y Bob Jessop son ilustrativos en su análisis del carácter no hegemónico del populismo autoritario de Thatcher.
Derechización por un lado, pasivización por el otro
Dado que la atención suele centrarse en las consecuencias del empate social sobre la fuerza relativa de la clase trabajadora, con frecuencia se ha pasado por alto cómo el «bloqueo popular» o «empate hegemónico» también ha impactado paulatinamente en la base social de la derecha. Más de dos décadas de «bloqueo» no solo han alimentado la impaciencia de las clases dominantes, sino que también han dejado una huella profunda en su base de masas, especialmente en las clases medias antipopulistas. Este fenómeno es clave para entender la derechización autoritaria de ese sector social.
Aunque en momentos específicos se aplicaron políticas ortodoxas, las clases dominantes y los partidos tradicionales tuvieron que hacer frente a una fuerte resistencia social durante ese periodo. De hecho, el prolongado estancamiento económico es señal de una situación no resuelta en el terreno de las relaciones entre las clases. Tanto el kirchnerismo como el «gradualismo» macrista, cada uno a su manera, terminaron reconociendo y adaptándose a esas relaciones de fuerza. Sin embargo, esa dinámica generó una creciente radicalización en la base electoral del antiperonismo, que interpretó el «bloqueo popular» como un veto antidemocrático.
El macrismo capitalizó ese sentimiento al acusar al peronismo de bloquear cualquier gobierno desde la oposición. Si bien en numerosas ocasiones el peronismo facilitó la gobernabilidad o tuvo escasa participación en la movilización social, la conexión entre la protesta callejera y el principal partido opositor servía a la narrativa macrista, que repetidamente hizo énfasis en las «acciones violentas» que obstaculizaban el normal funcionamiento de un gobierno no peronista. Un ejemplo emblemático fue la insistencia en las «toneladas de piedras» lanzadas contra la policía durante las protestas masivas contra la reforma del sistema de pensiones de 2017.
Esas movilizaciones marcaron un punto de quiebre en la gestión de Macri, quien no logró recuperarse. Sin embargo, también fortalecieron en su base social la idea de que era necesario adoptar medidas más drásticas y represivas para superar ese bloqueo «corporativo» o políticamente interesado.
Como explica Javier Balsa en su libro ¿Por qué ganó Milei? (2024), Macri se percató rápidamente de la oportunidad de construir una narrativa en torno al fracaso de su gobierno que, al mismo tiempo, abriera la puerta a un segundo mandato mucho más radical. El gobierno de Macri habría fracasado porque había sido demasiado cauteloso en la implementación de las reformas necesarias (el «gradualismo») y porque el peronismo y la movilización social le habían impedido aplicar su programa. De allí surgía con naturalidad el nuevo programa y la nueva estrategia: la necesidad de una «terapia de choque» neoliberal y un enfrentamiento represivo directo con aquellos que no dejasen gobernar. Macri llegó a declarar públicamente que ello implicaba asumir el costo de posibles muertes durante las movilizaciones. En su fracaso, Macri dejó establecidas las condiciones conceptuales para una radicalización autoritaria de su base electoral, que confiaba en que él o su candidata podrían capitalizar. Sin embargo, con Milei surgió una figura que, sin las ataduras de los partidos tradicionales, encarnó de manera más fiel ese mandato.
Antiprogresismo y «cultura woke»
El auge global de las extremas derechas ha coincidido con una reacción virulenta contra lo que esas corrientes denominan «ideología de género» o «cultura woke». Lo cual no debe entenderse solo como resistencia a los avances del feminismo, sino como una estrategia eficaz de la extrema derecha para canalizar y politizar diversos malestares sociales, especialmente entre los varones jóvenes.
Los resultados electorales de 2023 en Argentina reflejan la eficacia de esa estrategia: los varones menores de 30 años desempeñaron un papel decisivo en la victoria de Milei. De hecho, si ese segmento etario hubiera replicado el comportamiento electoral del resto de la sociedad, la extrema derecha no habría triunfado (Balsa). Esta derechización «anti-woke» de los varones jóvenes muestra señales de estar convirtiéndose en un fenómeno global (Main, 2018)
Ello no significa que el feminismo sea responsable del ascenso de la ultraderecha, como algunos círculos —con evidentes nostalgias sexistas y conservadoras e incluso con notable eco en ciertos sectores progresistas— han comenzado a insinuar, con una mirada simplista que no aporta demasiados elementos de juicio y omite los aspectos fundamentales del proceso histórico en curso: el deterioro de la vida material, el desorden económico, la frustración política. No obstante, los grandes acontecimientos históricos suelen ser el resultado de la interacción compleja de múltiples factores y es fundamental extraer lecciones del papel desempeñado por la izquierda y los movimientos sociales en los últimos años, incluido el feminismo.
Me detendré en un aspecto. En 2018, cuando Javier Milei era un desconocido en la escena política, Agustín Laje, referente pionero de la derecha alternativa en Argentina, señaló que «la rebeldía de los jóvenes les hará ir contra la ideología de género» y que esta «representa el statu quo, algo contrario a lo que significa ser joven». Esas declaraciones, que en su momento se subestimaron por completo, revelaron una sensibilidad temprana hacia una tendencia latente y una posible estrategia: la de explotar los malestares de sectores de varones jóvenes que, afectados por crisis materiales y simbólicas, empezaron a ver en el auge del feminismo el foco de un malestar cada vez mayor.
En realidad, Laje estaba utilizando el manual político que, durante años, había venido elaborando sagazmente la alt-right estadounidense, la cual comprendió muy tempranamente que había una serie de malestares masculinos huérfanos y disponibles que politizar de forma reaccionaria. Milo Yiannopoulos, una de las figuras más influyentes de la alt-right anglosajona, comparó el surgimiento de esta corriente con la rebelión juvenil de mayo del 68, pero en sentido inverso: mientras aquellos jóvenes se enfrentaron por la izquierda a una moral conservadora, la alt-right se presenta como una resistencia a la supuesta moralización que acompañan a la corrección política y la cultura woke en la forma de una nueva derecha (Reguera, 2018). Según Yiannopoulos, en un contexto en que las expectativas materiales de las nuevas generaciones no son satisfechas, la juventud se rebela tanto contra esas limitaciones como contra las restricciones morales de una cultura opresiva que se percibe como parte del mismo sistema social. Siguiendo este razonamiento, la actual reacción juvenil antifeminista podría interpretarse como una versión invertida del 68.
Como señalé en un texto anterior, «Si el fascismo se diferencia de otros movimientos reaccionarios o autoritarios en que se inviste del ropaje de la rebelión (contra los políticos, las finanzas, las elites, etc.), y esto le permite capitalizar frustraciones sociales de distinto tipo (con la economía, con las normas culturales represivas) y asumir una agenda liberadora» entonces «la tendencia izquierdista-liberal hacia una moralización y punitivización simbólica de la vida social le prepara el terreno» (2018). En ese sentido, el exceso de moralización desde sectores progresistas puede resultar contraproducente, ya que transforma los conflictos sociales en batallas en las que lo que está en juego es la afirmación de virtudes individuales. Ello no solo fragmenta a los movimientos populares al reducir su potencial unificador, sino que también contribuye a que sectores descontentos, especialmente entre los jóvenes, vean en la extrema derecha una vía de resistencia frente a un discurso que perciben como excesivamente condenatorio o coercitivo.
¿Qué es la extrema derecha?
La naturaleza de la extrema derecha es objeto de un intenso debate a nivel global. Según una interpretación bastante difundida, se trataría de una versión apenas más radical del conservadurismo clásico, concebida, en esencia, como un relevo político de una derecha tradicional en crisis y sin la intención real de desafiar los fundamentos de la democracia liberal convencional. Ejemplos como el de Giorgia Meloni, quien tiene una filiación fascista directa pero gobierna como una conservadora más o menos tradicional, son los referentes claves de esa interpretación.
Los gobiernos de Trump y Bolsonaro también jugaron un papel en reforzar la idea de que la extrema derecha no representa una novedad radical en el escenario político. El primer gobierno de Trump, tras el pánico desatado por su victoria, tropezó con el carácter fuertemente anticesarista del sistema político estadounidense que, liberal en el sentido más contramayoritario del término, utiliza sus célebres «pesos y contrapesos» para evitar que cualquier incursión política interfiera en los objetivos estratégicos del Estado y la clase dominante estadounidenses.
Son diversas las razones que han torpedeado el avance autoritario en casos como los de Trump y Bolsonaro, y entre ellas figura, por supuesto, la resistencia política. Sin embargo, quiero destacar una que ha quedado invisibilizada: la pandemia. Paradójicamente, la crisis sanitaria «protegió» contra posibles aceleraciones autoritarias. A pesar del debate liberal sobre el autoritarismo digital y estatal derivado de las restricciones sanitarias —que generó ecos incluso en la izquierda (recordemos las extravagantes declaraciones de Agamben en esos días)—, esa crisis afectó a todos los gobiernos y los obligó a concentrar sus esfuerzos públicos durante dos años. La falta de medidas eficaces contra la pandemia, un crimen humanitario en ambos casos, tuvo su correlato político en la imposibilidad de lograr avances autoritarios sustantivos. La pandemia consumió el capital político de los gobiernos de Trump y Bolsonaro, al tiempo que la emergencia sanitaria dio lugar a un impasse político. Siendo este el caso, al final de la primera administración de Trump, la sensación era la de que el sistema democrático había, en lo fundamental, salido indemne de su gobierno. De manera similar, el gobierno de Bolsonaro, que parecía anunciar el retorno del fascismo, no logró avances significativos hacia un régimen autoritario. Ambos casos favorecieron la idea de que la extrema derecha no representaba una verdadera amenaza y de que los límites institucionales continuaban funcionando como freno.
No obstante, semejante análisis no deja de ser superficial y se limita a fenómenos políticos puntuales y mal comprendidos. En la última década, se han multiplicado los experimentos autoritarios exitosos en diversos países, especialmente en la periferia: Turquía, India, Hungría, Polonia, Rusia, Filipinas, Egipto, El Salvador, entre otros. Para entender la naturaleza de esos procesos, es necesario que el análisis no se limite a las formas políticas que adoptó el fascismo clásico, con sus partidos únicos y su Estado corporativo-totalitario. Si operamos con una clasificación que distingue solo entre democracia liberal y fascismo, sucederá lo que ocurre actualmente con parte del debate sobre la extrema derecha, en que las opiniones se polarizan entre quienes ven signos de fascismo en cualquier forma de autoritarismo y quienes minimizan los riesgos autoritarios porque las instituciones democráticas liberales se mantienen activas.
La extrema derecha ya no es tan nueva, y en los estudios académicos se pueden rastrear categorías más precisas, como «autoritarismos competitivos» o «regímenes híbridos» (Levitsky y Way, 2004; Diamond, 2004), para describir algunos de los fenómenos contemporáneos de los que hemos venido hablando. Se trataría entonces, según esa descripción, de una subversión interna de la democracia liberal, que mantiene la apariencia exterior de la competencia electoral, aunque de forma parcialmente manipulada (en general, no completamente). Esas categorías describen sistemas políticos que mantienen características democráticas formales, como elecciones periódicas y multipartidismo, pero en los que los aparatos de poder restringen hasta el límite las libertades políticas, sociales y civiles. La competencia electoral existe, pero controlada desde arriba, con restricciones represivas que la despojan de toda sustancia genuinamente democrática. Posiblemente, el mejor ejemplo de ese tipo de régimen político es la «democracia iliberal» de Orban, que desde su triunfo en 2010 pudo avanzar en el progresivo desmantelamiento de los elementos democráticos del régimen político.
Este proceso resuena con el concepto de «estatismo autoritario» de Poulantzas, formulado en los años 70. Aunque Poulantzas se refería a un Estado fuerte como centro de la reproducción capitalista en el marco del Welfare State, su idea adquiere una renovada relevancia en el contexto actual. En primer lugar, Poulantzas, que había trabajado con lucidez sobre los «regímenes de excepción», como el fascismo o las dictaduras militares, consideraba a ese tipo de régimen un posible régimen político «normal», que podría estabilizarse eventualmente en lugar de funcionar como una herramienta pasajera para una situación de crisis. El estatismo autoritario, al igual que los regímenes híbridos a los que se hace referencia en los estudios contemporáneos, no necesariamente implica la disolución de las instituciones democráticas, sino que se caracteriza por un fortalecimiento del aparato estatal y por una concentración del poder político en torno a una figura fuerte. Este fenómeno, según Poulantzas, se manifiesta en el uso cada vez mayor del aparato represivo, el control de los medios de comunicación, la manipulación de las elecciones y el fortalecimiento del poder ejecutivo por sobre el legislativo, todo ello con el objetivo de estabilizar el régimen político sobre bases autoritarias, sin que se interrumpa el funcionamiento aparente de la democracia liberal.
A la luz de estos conceptos, cabe observar que el avance del autoritarismo suele ser un proceso gradual, percepción que no se aviene con algunas imágenes míticas heredadas, en las que el cambio de régimen político se concibe como un proceso abrupto. En una dictadura militar, en un solo día, los militares toman el control del Estado, suspenden la constitución, imponen el Estado de sitio, etc. En los relatos, a menudo mitificados, sobre el colapso de la República de Weimar, se destaca la rapidez con que los nazis lograron avanzar a pasos agigantados e imponer su dictadura. En cambio, el ejemplo del fascismo italiano nos ofrece una analogía más útil: Mussolini gobernó durante bastante tiempo en coalición con partidos tradicionales, incluso con pocos ministros fascistas en su gobierno, mientras avanzaba paulatinamente con su régimen autoritario. De ahí que en los estudios actuales sobre el fascismo se suela hablar de procesos de fascistización (Ugo Palheta, 2021) y se haga énfasis en que no se trata de un proceso de que se consolide de un día para el otro, sino de un proceso paulatino, que tiene saltos y rupturas, pero que en general toma todo un periodo para materializarse.
El Proyecto 2025 de la Fundación Heritage, afín al trumpismo, plantea un plan explícito para transformar el gobierno estadounidense en un régimen de ese tipo durante el segundo mandato de Trump. Contrariamente a lo que se suele creer, el sistema político de los Estados Unidos, junto a su carácter liberal contramayoritario, posee numerosos mecanismos de exclusión política que podrían facilitar esa transformación. Entre ellos se encuentran la baja participación electoral, un sistema bipartidista extremadamente restrictivo y casi inmune a cualquier incursión democrática de terceros, una brutalidad policial naturalizada y medidas del derecho de excepción ya integradas en la vida institucional, como la Patriot Act, aprobada en 2001, todavía en vigor, y otras políticas de seguridad y vigilancia que se implementaron bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo.
Es posible que Trump no logre un cambio de esa magnitud y lo mismo podría suceder con otros experimentos ultraderechistas. El resultado final lo determinará la lucha política. Pero que la movilización política contra una amenaza autoritaria logre poner un freno no significa que esa amenaza no haya existido. En epistemología de las ciencias sociales, se conoce como «predicción suicida» a ese tipo de pronósticos. La «predicción suicida» hace referencia a situaciones en las que el acto mismo de predecir un fenómeno social influye de tal manera en su desarrollo que termina evitando que ocurra. Un ejemplo reciente fue el impacto de la pandemia, cuando se analizó una posible catástrofe sanitaria con una curva de contagios y muertes ascendente, lo que llevó a los gobiernos a implementar medidas preventivas, logrando así que la predicción no se cumpliera. El resultado final suele alimentar, como fue el caso de la pandemia, a ciertos sectores que, al no ver el desastre predicho, argumentan que la amenaza era inexistente. Si lanzamos una señal de alarma clara y logramos desencadenar la movilización política correspondiente, tal vez logremos que esa predicción «se suicide». En ese caso, no debería sorprendernos que surjan en la izquierda nuestros propios negacionistas.
El gobierno de Milei debe evaluarse como un proyecto autoritario en gestación desde la perspectiva del autoritarismo competitivo. Basta observar cómo, con un poder político limitado y en un contexto económico adverso, logró avances rápidos y significativos en el endurecimiento autoritario del Estado. La persecución judicial contra los movimientos sociales y territoriales, que en pocos meses se redujeron a su mínima expresión en dos décadas; el «protocolo antipiquete», que restringe severamente la protesta callejera; la declaración de «esencialidad» en ciertos sectores laborales, que en la práctica anula el derecho a la huelga; las facultades delegadas al poder ejecutivo por el legislativo, que permiten un ejercicio cesarista del poder; el proyecto de reforma del sistema electoral con un enfoque restrictivo; y la intensificación de la represión estatal a la movilización son indicios claros de una transformación en curso.
La «batalla cultural»
Cabe afirmar que existen dos tipos principales de extrema derecha en el mundo; si bien no son pocos los matices que distinguen a sus diversas expresiones nacionales, a los fines de la argumentación que sigue, el fenómeno de la extrema derecha adquiere dos formas fundamentales. Un primer tipo de más larga data, que ha perdido hoy cierto protagonismo global, y cuyo principal exponente es el Rassemblement National de Marine Le Pen en Francia. La estrategia de Le Pen podría considerarse, en un sentido bastante estricto, de «gramscianismo de ultraderecha». Semejante estrategia implicaría una lucha político-cultural prolongada para ganar posiciones en todos los campos de la sociedad francesa, mimetizándose con la historia y los valores nacionales (la república, el laicismo, etc.), «manchándose de Francia» al mismo tiempo que, poco a poco, Francia «se lepeniza». El vínculo que el lepenismo establece con las tradiciones culturales nacionales sigue un patrón gramsciano bastante estricto, incluso laclausiano: una rearticulación reaccionaria de los tópicos convencionales (los «significantes vacíos») del sentido común nacional, en los que la república y el laicismo se reinterpretan como instrumentos racistas contra lo que consideran el «comunitarismo» de una minoría musulmana.
Por otro lado, la extrema derecha que podríamos denominar trumpista es una extrema derecha «bolchevique» más que «gramsciana». Apuesta a pasar abruptamente de los márgenes al centro, por medio de una guerra de movimientos rápida (y, en ese aspecto, se asemeja más al fascismo histórico). Por medio de maniobras rápidas, aprovechando un contexto de inestabilidad y crisis general, en la cresta de ola de la colera social, logra hacerse con el poder en un corto período de tiempo
La extrema derecha de este tipo apuesta a dos estrategias complementarias para encarar la «batalla cultural». Por un lado, busca galvanizar una base social propia y sobrecargada ideológicamente, lo que le permite echar raíces como fenómeno de largo plazo en una franja de masas, incluso si esa base no es suficiente para ganar elecciones. Así, se construye, tanto desde la oposición como desde el gobierno, mediante una lógica de polarización que fortalece su base de apoyo en cada enfrentamiento, independientemente del resultado. En muchos casos, lo central es el impacto ideológico de la batalla, más que el resultado concreto. Por otro lado, con el objetivo de consolidar una mayoría social y electoral, busca obtener resultados económicos y de gestión que no dejen lugar a dudas sobre qué conjunto de ideas logró imponerse y ofrecer una salida a la situación. Esta forma de construcción polarizadora comparte similitudes con los neopopulismos latinoamericanos, que generalmente operaron a partir de una «minoría intensa» y una construcción electoral mayoritaria basada en el desempeño económico
Milei se sitúa en ese segundo campo. Aunque sus funcionarios suelen resaltar la importancia de la «batalla cultural» y emplean incluso tópicos gramscianos para definirse, su enfoque se inscribe claramente en la estrategia «trumpista». El principal, y casi único, «aparato hegemónico» es el propio Milei, quien, de manera estridente y constante, proclama su intención de romper con un siglo de colectivismo económico. Si su gestión logra cierto éxito económico, su estrategia tiene como objetivo dejar claro, de una vez por todas, a qué universo de ideas se debe ese logro.
Mileinomics
Me limitaré a unas pocas observaciones sobre la posibilidad de éxito económico de Milei, por tratarse de un asunto cuyo tratamiento exigiría un texto independiente. Su estrategia económica recurre a un modelo ya conocido en la historia argentina: apreciar artificialmente la moneda nacional e impulsar un proceso de desregulación y apertura a las importaciones para reducir la inflación y generar un «efecto riqueza». La apreciación del tipo de cambio facilita un flujo de dólares permanente que se dedica a la «bicicleta financiera» y la especulación de corto plazo. Ese enfoque tiene el doble efecto de disciplinar políticamente a través de la caída de sectores industriales poco competitivos y el debilitamiento de los sindicatos, mientras se intenta mantener un clima de estabilidad económica en el corto plazo. Sin embargo, se trata de una receta inherentemente temporal, ya que suele terminar en crisis agudas, acompañadas de recesión, devaluaciones abruptas y un aumento de la conflictividad social.
En esta cuestión el factor tiempo desempeña un papel clave. La primera vez que se aplicó esa estrategia, por el ministro Martínez de Hoz durante los últimos años de la dictadura militar, esa política duró menos de tres años y apenas sirvió para extender por poco tiempo la vida del régimen, antes de desembocar en una devaluación abrupta y en un aumento de la conflictividad sindical. En cambio, durante el menemismo, una estrategia similar logró sostenerse por una década, lo que permitió consolidar una derrota estratégica de la clase trabajadora y remodelar la sociedad en términos neoliberales. Durante 2016 y 2018, aunque con menor intensidad, el macrismo también ensayó un breve período de apreciación cambiaria, que terminó en una corrida bancaria y una devaluación brusca de la moneda
En cuanto a Milei, ¿será Martínez de Hoz, Menem o Macri? El tiempo necesario para reproducir un proceso similar al menemismo dependerá tanto del flujo de dólares como de la capacidad para evitar o sortear resistencias significativas en el plano social. Toda la estrategia se basa en la posibilidad de asegurar un ingreso constante de dólares para sostener ese modelo. En los años 90, las privatizaciones y el endeudamiento lo sustentaron, pero actualmente el margen es mucho más estrecho, debido a la elevada deuda y la ausencia de activos estatales significativos que privatizar. No obstante, los nuevos yacimientos de gas, petróleo y minería podrían tal vez generar una inyección de divisas suficiente para prolongar el esquema, mientras que un préstamo del FMI, impulsado por el gobierno de Trump, sería clave para ganar tiempo y salir del control de capitales. En ese sentido, el factor temporal no solo define la duración de la estabilidad aparente, sino también la capacidad del gobierno de aprovechar el contexto (efecto riqueza, disciplinamiento monetario, estabilidad) para imponer transformaciones estructurales que reduzcan la capacidad de respuesta de las fuerzas sociales. El verdadero desafío no es solo cuánto tiempo puede durar esa estrategia, sino si logrará dejar una marca duradera en las relaciones sociales y económicas antes de que el esquema económico colapse o dé paso a un diseño más sustentable.
Por último, aunque la propuesta de dolarización quedó relegada tras la campaña electoral, mantiene una carga simbólica y política significativa. Inicialmente presentada como una solución definitiva a los problemas económicos del país, la dolarización evolucionó hacia un esquema de «competencia de monedas», similar al de Perú y Venezuela, en el que circulan varias monedas de curso legal, principalmente la moneda local y el dólar. Más allá de su viabilidad técnica, lo que importa en este caso es lo que esa propuesta revela sobre el universo mental del gobierno. La dolarización no es solo una estrategia económica; representa un ideal pospolítico y posdemocrático de autogestión económica. Supone que la economía puede funcionar de manera autónoma, liberada de cualquier interferencia política, como si fuera una máquina autorregulada que elimina la necesidad de adoptar decisiones democráticas. La pérdida de control sobre la moneda dejaría al país a merced, de una manera especialmente descarnada, de lo que Marx describía como la «coacción muda de las relaciones económicas» (término que da título al reciente libro de Søren Mau). Ese ideal tiene una resonancia autoritaria, ya que busca sustraer la economía a cualquier forma de control democrático.
El anhelo posdemocrático de la dolarización encuentra un eco en la experiencia de la zona del euro, donde las políticas económicas están en gran medida determinadas por instituciones trasnacionales, alejadas de los controles de la democracia de escala nacional. A la dolarización subyace, por lo tanto, un proyecto de despolitización radical: el sueño de una economía que funcione de manera automática, despojada de cualquier intervención colectiva o decisión política. Es decir, una versión bastante concreta y prosaica de la extravagante utopía anarcocapitalista de un mercado sin Estado.
La izquierda sigue subestimando el peligro de la extrema derecha
Sobre la base de los elementos con que hemos caracterizado hasta aquí el proceso político en curso, cabe observar que, en su mayor parte, la izquierda subestimó y malinterpretó el meteórico ascenso de la extrema derecha. El primer error consistió en suponer que el apoyo electoral a Milei era solo expresión de un voto de protesta, como si el malestar social pudiera haberse canalizado en cualquier dirección y la apropiación de ese malestar por la ultraderecha fuera algo contingente y pasajero. Interpretación que pasó por alto el proceso de reconfiguración ideológica y social que precedió su irrupción; proceso que mostraba signos alarmantes ya desde al menos 2019.
Al mismo tiempo, la mayor parte de la izquierda asumió que, incluso en caso de imponerse electoralmente, Milei no lograría consolidar su gobierno de minoría parlamentaria e institucional, con lo cual se soslayaban las condiciones de gobernabilidad que ofrece el régimen hiperpresidencialista argentino, así como la predisposición transversal de la clase política para respaldar reformas económicas impopulares que nadie había podido implementar en la última década, pero que contaban con un profundo apoyo entre las élites políticas y económicas.
El siguiente error consistió en asumir que, si lograba estabilizarse institucionalmente, la implementación del programa de Milei lo llevaría rápidamente a un enfrentamiento con su propia base electoral. Análisis que ignoraba el proceso de derechización que había llevado a amplios sectores sociales, incluyendo a capas populares, a aceptar sacrificios en aras de un cambio percibido como inevitable y necesario para restablecer el orden en la sociedad. Esta tendencia se ha visto confirmada por los más rigurosos estudios de opinión (Balsa, 2024), los cuales evidencian cómo el malestar y la crisis fueron capitalizados para legitimar políticas de ajuste y autoritarismo bajo la promesa de un retorno a la normalidad.
Por último, algunos sectores de la izquierda no comprendieron que lo que denominaban «empate hegemónico» (Rosso 2015, Dal Maso, 2023) se caracterizaba por una inestabilidad interna. No solo no puede prolongarse indefinidamente, sino que su propia dinámica erosiona progresivamente sus bases de sustentación, creando así las condiciones para su superación. Una de las formas típicas en que esto ocurre es mediante la aparición de un liderazgo autoritario que logra desbloquear la parálisis política. Es a esa lógica a la que Gramsci se refería al caracterizar de «catastrófica» ese tipo de coyuntura. Por ello, la referencia a la «situación en la cual las fuerzas en lucha se equilibran de una manera catastrófica» surge en el momento de explicar la aparición de liderazgos cesaristas. Cualquier análisis que invoque el concepto de empate catastrófico de Gramsci, pero omita la dinámica autoerosionante que este describe, no hace más que un uso superficial y pretencioso de dicho concepto, sin captar su significado (Mosquera, 2023a).
En resumen, esos errores de caracterización desembocan en la ilusión de que las políticas de ajuste desencadenarían una reacción popular más o menos inmediata. Sin embargo, este pronóstico ignora tanto la desmovilización y desmoralización social generadas por el agotamiento del ciclo político anterior como la derechización autoritaria cada vez mayor de una parte considerable de la sociedad. Una radicalización que no solo afecta a las clases medias históricamente antipopulistas, sino que también comienza a penetrar, aunque de manera todavía limitada, en sectores populares.
Si una parte de la opinión pública progresista parece cometer ahora el error inverso —dejarse impresionar por la fortaleza coyuntural de Milei y dar por perdida una lucha que sigue en marcha—, la izquierda marxista no parece haber ajustado su caracterización del fenómeno, lo cual resulta sorprendente. Como señalaba Karl Popper en relación con los discursos pseudocientíficos, siempre es posible recurrir a hipótesis ad hoc para proteger la hipótesis núcleo; en este caso, la supuesta inviabilidad del gobierno de Milei. En el ámbito de la izquierda, ello suele adoptar la forma de un aplazamiento temporal: el colapso del capitalismo, la ruptura de las masas con el reformismo —para mencionar los ejemplos clásicos—o, en este caso, la reacción social frente al ajuste, se interpretan como procesos que simplemente «están tardando más de lo esperado».
También existe otra forma de introducir una hipótesis ad hoc salvadora, muy habitual en la izquierda trotskista: si no hay grandes movilizaciones es porque las direcciones políticas o sindicales las bloquean. Según esta perspectiva, las masas desean dar la batalla, pero son las direcciones las que contienen ese deseo. Razonamiento, ampliamente utilizado, que está plagado de problemas. De hecho, es difícil entender cómo ha podido sobrevivir si no fuera, como diría Jonathan Haidt, porque es el tipo de creencia que persevera por su capacidad de reforzar la cohesión grupal de quienes la defienden antes que por su apego a la realidad (2012). ¿Por qué, en otros momentos, con las mismas direcciones, las luchas logran abrirse paso? ¿Acaso es cierto que siempre las direcciones burocráticas bloquean y se posicionan a la derecha de sus bases? En cuanto al carácter contradictorio de la burocracia sindical —que, como señala Mandel, vive tanto de sofocar como de representar parcialmente las demandas obreras—, ¿acaso no la impulsa a actuar en determinadas circunstancias? ¿Y acaso la pasividad de la burocracia no es también un síntoma del nivel de actividad y autoorganización de la base obrera y de su predisposición a la lucha? Como bien escribe Bensaïd:
Si las condiciones objetivas son tan favorables, ¿cómo explicar qué no hubieran liberado por eso, así fuera parcialmente, las condiciones de solución a la crisis de dirección? La explicación deriva inevitablemente hacia una representación policial de la historia atormentada por la figura recurrente de la traición, cuando las condiciones más propicias son saboteadas por las direcciones traidoras y el aliado más próximo es siempre, en potencia, el peor enemigo (1995).
Esta tendencia a aferrarse a las propias hipótesis, a pesar de la falta de verificación práctica, lleva a la izquierda a adoptar una actitud que —como hizo Pannekoek al criticar a Kautsky—podría describirse como una forma de «radicalismo pasivo». Es decir, convierte la política, para usar la expresión con que Sartre caracterizó al trotskismo de los años 50, en un «arte de la espera»: una actitud pasiva que aguarda el acontecimiento redentor, en lugar de concebirla como una práctica de intervención consciente y estratégica, capaz de ajustarse al ritmo real e incierto de la lucha de clases.
¿Qué estrategia?
Antecedentes históricos
En la década de 1930, Trotsky escribió algunas de sus páginas más brillantes en sus análisis sobre Alemania, «cuya calidad como estudios concretos de una coyuntura política no tienen parangón en los análisis del materialismo históricos», según la evaluación de Perry Anderson. En esos textos, Trotsky retoma la táctica del «frente único» para hacer frente al fascismo, dando continuidad a las reflexiones elaboradas por la Internacional Comunista en la década anterior. Aislados en circunstancias similares —uno, deportado en una isla turca, y el otro, preso en una cárcel fascista— tanto Trotsky como Antonio Gramsci fueron de las pocas voces que, al comprender la amenaza del ascenso del fascismo, se opusieron al rumbo sectario impuesto por el estalinismo, que terminó facilitando el ascenso de Hitler en Alemania.
Esos escritos continúan ofreciendo lecciones valiosas. En primer lugar, evalúan adecuadamente la amenaza que representa la extrema derecha y el peligro de una derrota histórica que podría destruir física e institucionalmente las organizaciones del movimiento obrero. De allí surge la necesidad urgente de implementar una política unitaria que aglutine a todas las corrientes de la clase trabajadora para enfrentar esa amenaza. En segundo lugar, subrayan la importancia de no subordinar la lucha antifascista a la burguesía liberal, cuyas políticas a menudo profundizan las causas que alimentan a la extrema derecha (como ilustra, en un caso contemporáneo, el regreso de Trump tras el breve interludio de Biden). Por último, destacan la necesidad de mantener la independencia de los militantes revolucionarios dentro de los marcos unitarios.
Los escritos de Trotsky sobre Alemania son verdaderas joyas políticas y retóricas, capaces de conmover a cualquier militante consciente de las encrucijadas históricas y las urgencias de la acción. Sus cartas a un «obrero socialdemócrata» y a un «obrero comunista» son un ejemplo condensado de su aguda percepción de la crisis política, de su llamamiento a la acción y del virtuosismo literario de escritos concebidos con un propósito eminentemente práctico. Por su parte, sus análisis sobre España y Francia —como señaló Perry Anderson— muestran, en cambio, cierto sectarismo en relación con la pequeña burguesía y sus partidos, una limitación que no refleja del todo la lucidez de sus escritos sobre Alemania.
En cualquier caso, esa orientación se basaba en un diagnóstico para el cual una revolución socialista se vislumbraba en el horizonte. Para Trotsky, la lucha contra el fascismo estaba inseparablemente vinculada con el objetivo de derrocar al capitalismo en un plazo relativamente cercano. Ello no implicaba adoptar una política sectaria de «clase contra clase» —como la que proclamaba el estalinismo—, sino reconocer la necesidad de unificar a la clase trabajadora para frenar la ofensiva fascista. Unidad sobre cuya base se podría canalizar esa fuerza en una contraofensiva contra la burguesía, en un contexto en el que la crisis aguda aún ofrecía la posibilidad de un desenlace revolucionario. Tal como hizo Lenin durante la Primera Guerra Mundial, el esfuerzo político radicaba en transformar la lucha contra el síntoma en una lucha contra la causa: convertir la guerra imperialista en guerra civil y revolución social. Trotsky aplicó ese razonamiento al análisis del fascismo, que a sus ojos era la manifestación extrema de la crisis terminal del capitalismo. Según el revolucionario ruso, la aguda crisis política de la época abría simultáneamente la posibilidad de la revolución y de la contrarrevolución, dilema que exigía una resuelta intervención estratégica.
Cabe debatir si ese análisis era del todo acertado en su contexto histórico. Algunas de las obras de autores de la Escuela de Frankfurt, como Obreros y empleados en vísperas del Tercer Reich de Erich Fromm o La personalidad autoritaria de Adorno, sugieren que el avance del autoritarismo en el seno de la clase trabajadora era más profundo de lo que se percibía en su momento. Otto Bauer afirmó que el fascismo no estaba dirigido contra una revolución ya derrotada, sino contra el socialismo reformista —sindicatos, democracia, derechos laborales— que aún persistía. Angelo Tasca definió al fascismo como una «contrarrevolución póstuma y preventiva»: póstuma, porque respondía a la derrota de las tentativas revolucionarias de la clase obrera; preventiva, porque esta, aunque debilitada, seguía siendo una amenaza potencial que debía neutralizarse por completo.
El fascismo buscó convertir una derrota parcial de la clase trabajadora en una derrota catastrófica con consecuencias de largo alcance. Una lectura atenta de Trotsky revela una lúcida comprensión de esa dinámica, aunque su optimismo respecto a la capacidad de respuesta del movimiento obrero terminó siendo exagerado. No obstante, las lecturas posteriores que sobredimensionan la paridad en el equilibrio de fuerzas entre el fascismo y el movimiento obrero no capturan plenamente la complejidad y riqueza de sus análisis.
Perspectivas actuales
Entre la situación de los años 30 y nuestra realidad actual se produjo una discontinuidad radical que conlleva consecuencias políticas. Tras la derrota del socialismo en el siglo XX, es otro nuestro horizonte histórico. La coyuntura actual no refleja la polarización de los años 30, cuando el enfrentamiento entre izquierda revolucionaria y extrema derecha tenía un carácter más equilibrado. Hoy, la iniciativa y la radicalización están indudablelmente del lado de la extrema derecha, mientras que la izquierda y los sectores populares se encuentran a la defensiva, limitándose, en el mejor de los casos, a resistir la ofensiva reaccionaria. En ese contexto, pensar que la izquierda anticapitalista pueda competir con la extrema derecha dentro de un espacio común «antisistema» es un error estratégico (Canary, 2024). No existe tal «campo antisistema común», políticamente abstracto o inestable, como podría haber ocurrido en ciertos momentos de polarización política aguda.
Uno de los efectos de la ausencia de tal polarización es que lejos de provocar el colapso de las fuerzas progresistas tradicionales en beneficio de opciones más radicales, el avance de la extrema derecha tiende a fortalecer a organizaciones reformistas tradicionales como el PSOE en España, el PT en Brasil o el Partido Democrático en Italia y a aislar a la izquierda radical. Lo cual no debe ser motivo de sorpresa: frente a la urgencia de frenar políticamente a la ultraderecha, los sectores populares se protegen con los instrumentos políticos mejor posicionados para esa tarea, a pesar de sus limitaciones. De ahí que desde la irrupción de la extrema derecha se detuvieran los procesos de «pasokización» de la centroizquierda (incluso el propio PASOK logró recuperarse tras el desastre de Syriza).
¿Significa esto, como dicta el sentido común liberal, que la izquierda debe girar hacia el centro para captar a sectores moderados e intentar aislar a la extrema derecha? Por el contrario, esa estrategia ha sido la que nos ha traído hasta aquí. Una izquierda que se subordina a las políticas neoliberales termina por erosionar el frágil vínculo que aún subsiste entre el movimiento obrero y los vestigios de la cultura de izquierda. Para enfrentar a la extrema derecha, no podemos someternos a los políticos neoliberales responsables del desastre actual. No será una alianza entre la izquierda y el «centro» liberal la que derrote a la extrema derecha. Más allá de acuerdos temporales para frenar a figuras como Trump, Le Pen o Bolsonaro en coyunturas electorales específicas, una alianza duradera de este tipo solo fortalecería las causas sociales y políticas de las que se nutre la extrema derecha.
Entonces, ¿cómo equilibrar de manera coherente la crítica a la capitulación neoliberal de la izquierda con el escepticismo respecto de la estrategia de disputar la «rebeldía antisistema», actualmente en manos de la extrema derecha?
Hay una explicación sencilla y popular en las filas de la izquierda sobre el auge de la extrema derecha. Esta interpretación parte de la constatación de que estamos atravesando un período de gran malestar social, consecuencia de décadas de políticas neoliberales. En la medida en que la izquierda se adaptó al consenso neoliberal o se posicionó como aliado subalterno e insuficientemente crítico del «extremo centro», fue perdiendo su vínculo con su base social. En ese escenario, la extrema derecha, con un discurso fuerte y una imagen de fuerza ajena al sistema político neoliberal, capitalizó el descontento, ocupando el espacio que le correspondía a la izquierda, pero que quedó vacío al renunciar esta última a su papel como representante del malestar y la rebeldía. De ahí surge, entonces, la «rebeldía de derecha» de la que somos testigos hoy. Según esta perspectiva, bastaría con que la izquierda se reubicara como portavoz del descontento para disputar, palmo a palmo, las franjas sociales que hoy gravitan hacia la extrema derecha. A la radicalidad de la derecha es necesario oponer una radicalidad equivalente desde la izquierda, rechazando todo «malmenorismo» y cualquier alianza con sectores reformistas comprometidos con el statu quo neoliberal.
Si bien esa argumentación contiene momentos de verdad, especialmente en lo que respecta a los efectos de la capitulación neoliberal de la izquierda institucional, lamentablemente también presenta problemas insalvables. Parte de su atractivo radica en su carácter de argumentación tranquilizadora, al situar el problema en un terreno familiar para la izquierda. Según esa lógica, bastaría con «recuperar» la radicalidad perdida. Con lo cual, no se presta suficiente atención al hecho de que quienes suelen sostener esa posición son, en general, aquellos que nunca abandonaron esa radicalidad y que, aun así, permanecen en posiciones inequívocamente marginales, mientras la extrema derecha avanza con fuerza en todo el mundo. Parece, entonces, que la radicalidad de izquierda no tiene el mismo rendimiento político que la de derecha.
Semejante discurso tropieza con un problema empírico especialmente evidente en el caso de Milei. En Argentina existe una izquierda radical con influencia parlamentaria y presencia mediática desde hace más de una década (como el Frente de Izquierda y los Trabajadores – Unidad (FITU)). De hecho, cuando Milei era aún un nombre desconocido, la izquierda trotskista argentina desempeñaba ya un importante papel en el panorama político. Cabe preguntarse, entonces, por qué la crisis del peronismo —largamente anhelada— no le trajo ningún beneficio electoral ni político significativo y, en cambio, favoreció a la extrema derecha.
Por si fuera poco, se plantea ineludiblemente el más sencillo de los interrogantes: si la población tenía a su disposición una izquierda radical más fuerte y estabilizada que la extrema derecha, ¿por qué esta última logró convertirse en gobierno mientras la izquierda trotskista se mantiene en porcentajes electorales que oscilan entre el 3% y el 6%, habiendo incluso sufrido un retroceso en la última elección? El argumento, presente en algunos círculos, de que esa izquierda se habría moderado o parlamentarizado no resiste al más débil de los análisis. En todo caso, sus problemas están relacionados con tácticas ultraizquierdistas y sectarias, pero se trata de corrientes combativas, honestas y percibidas como ajenas al consenso neoliberal imperante (Mosquera, 2023b). Si había un voto de protesta que capitalizar, la izquierda trotskista parecía estar en condiciones óptimas para hacerlo. Y, sin embargo, no solo no lo logró, sino que retrocedió.
Por otro lado, la argumentación inicial presenta una ambigüedad fundamental en cuanto al concepto de «la izquierda». Es cierto que las corrientes dominantes —progresistas, reformistas y moderadas— han generado una profunda frustración, lo que facilitó el avance de la extrema derecha. Sin embargo, esta izquierda nunca fue radical ni tiene como vocación serlo, y su acción de gobierno en el pasado no necesariamente condujo al ascenso de la extrema derecha. En contraposición, la izquierda verdaderamente radical existe, pero continúa siendo marginal. ¿Qué hacer, entonces?
Es necesario, por tanto, afinar la táctica y la caracterización del contexto. Lo que debe percibirse es que el proceso político sigue otra dirección y plantea otros problemas. No hay malestar ni radicalidad políticamente vacía. Hasta cierto punto, esto se percibe sociológicamente, en cuanto surge la pregunta de cuáles son los sectores sociales radicalizados, principalmente la clase media históricamente antiperonista. Intentar convertirse en el ala izquierda de esa radicalidad conduce solo al aislamiento o, lo que es peor, a la capitulación ante la derecha. Ejemplos no faltan, como el PSTU en Brasil, para mencionar solo uno. El ascenso de la extrema derecha refleja un período de retroceso, aún parcial y limitado, marcado por la desmovilización y la desmoralización del campo progresista, mientras se intensifica la radicalización de la base derechista. No existe una polarización ni un malestar líquidos e inestables que puedan ser disputados. La estrategia para enfrentar este nuevo período histórico depende de que se reconozca esa realidad fundamental.
La interpretación clásica de Angelo Tasca del fascismo como una «contrarrevolución póstuma y preventiva» nos ofrece una analogía para comprender el proceso que intentamos describir. Del mismo modo que el fascismo no atacó frontalmente a la revolución, sino que vino a culminar la labor una vez que las amenazas revolucionarias se habían ya debilitado, la ultraderecha local no busca romper el «empate hegemónico», sino que logra abrirse paso porque la situación ya había comenzado a «desempatarse» y se necesita a alguien que lleve el proceso hasta su culminación.
Aunque a primera vista pueda parecer una diferencia menor, se trata de dos concepciones sustancialmente distintas: o bien el autoritarismo surge debido a la debilidad de las clases dominantes frente a la resistencia popular, obligándolas a recurrir a medidas extremas como recurso de emergencia, o bien lo hace porque las clases dominantes atraviesan un período de fortaleza relativa que les permite culminar lo que ya habían comenzado. En el primer escenario, nos encontramos ante una situación típica de polarización, donde el avance de la extrema derecha, paradójicamente, puede ser un indicador de una oportunidad para la izquierda. En el segundo, se trata de una fase ultradefensiva, con el riesgo de que la situación se torne reaccionaria, con riesgos físicos e institucionales para la izquierda y las clases populares. Las tareas que surgen de cada uno de esos escenarios son, por tanto, muy diferentes.
Conclusión
En una aproximación general como la que aquí hemos intentado no es posible delinear con precisión la arquitectura concreta de una táctica política, tarea que requiere una evaluación conjunta de los actores, las posibilidades y los riesgos en una situación concreta. Sin embargo, sí podemos ofrecer una caracterización general y señalar una dirección hacia la cual moverse. Si, como he argumentado a lo largo de estas líneas, estamos atravesando un momento defensivo, es fundamental priorizar la acción coordinada y unificada de las clases populares, a pesar de las diferencias políticas y por encima de la competencia entre sus corrientes, posición que, en principio y siquiera en un nivel teórico, comparten incluso las organizaciones más sectarias, aunque por lo general sean reacias a aplicarlo en la práctica.
Como socialistas, nuestra aspiración debe ser derrotar al gobierno de Milei en las calles, mediante una movilización popular de la que surjan relaciones de fuerza más favorables. Sin embargo, si semejante escenario no se materializa, la disputa política se trasladará inevitablemente al terreno electoral. Y, salvo que tengamos una visión alucinada de las relaciones de fuerza actuales, es evidente que la izquierda socialista no tiene posibilidades de derrotar a Milei únicamente con sus propias fuerzas en ese terreno. Es ahí, precisamente, que se inscribe el debate sobre la postura que debemos adoptar frente a la oposición neopopulista concentrada en el kirchnerismo.
El peronismo, por su parte, parece inclinado a adaptarse al clima de la época, mientras trata de conformar un amplísimo «frente democrático» que incluya sectores de la derecha tradicional. Ese giro hacia la concertación de acuerdos de esa naturaleza puede ser eventualmente útil para lograr una victoria electoral coyuntural, pero coloca en grave riesgo la posibilidad de desmantelar las bases sociales que sostienen a la extrema derecha. El caso del actual gobierno de Lula es un ejemplo elocuente: aunque extremadamente popular durante su segundo mandato, gracias a políticas redistributivas de alto impacto, favorecidas por una coyuntura económica propicia, el Lula moderado de hoy, condicionado por sus aliados, abre la puerta a un posible retorno de la extrema derecha brasileña, como quedó evidenciado en los desfavorables resultados de las recientes elecciones municipales.
La izquierda, entonces, debe ser simultáneamente independiente y unitaria. Integrarse o adaptarse al peronismo lleva a la pérdida de acumulación política y al desdibujamiento estratégico, poniendo en peligro la construcción de un proyecto anticapitalista de masas y relegando a la izquierda al papel de socio menor de fuerzas políticas que gravitan hacia el «extremo centro».
Al mismo tiempo, es fundamental cuestionar los giros derechistas del peronismo y sus alianzas con sectores conservadores. Si bien el peronismo es coyunturalmente imprescindible, nos guste o no, para lograr una eventual derrota electoral de la ultraderecha, cuanto más se incline hacia la derecha, más probable será que su programa termine siendo una versión moderada de las reformas de Milei, pero sin el componente autoritario. El mayor riesgo de esta dinámica es que puede recrear las condiciones para el retorno de la extrema derecha, como lo sugieren varias experiencias contemporáneas.
Si una movilización social irrumpe en un plazo razonable, podría influir en los giros políticos del peronismo, como ocurrió tras 2001 con el posterior viraje progresista del kirchnerismo. Este tipo de impacto resulta mucho más efectivo que la estrategia de quienes intentan integrarse al peronismo con el objetivo de «izquierdizarlo». Por lo general, son estos sectores los que terminan moderados e integrados en dinámicas burocráticas, mientras que el peronismo sigue su propio curso sin mayores obstáculos. El rol de la izquierda que se sumó al peronismo durante el gobierno de Alberto Fernández, y el frustrante desempeño de este último, son ejemplos elocuentes de esta dinámica.
Es necesario abordar un último aspecto estratégico, quizá el más delicado, para la izquierda. La independencia y la crítica a la derechización del peronismo, así como a su estrategia de un «frente democrático» con sectores de la derecha tradicional, no deben implicar un rechazo a la posibilidad de brindar apoyos electorales puntuales cuando sean necesarios para desalojar a la extrema derecha del poder. El ejemplo del PSOL y el PT en Brasil, y su acción conjunta contra el bolsonarismo, resulta especialmente relevante y cercano (Arcary, 2024). Frente a quienes argumentan que cualquier colaboración con el peronismo implica la invisibilización política de la izquierda, la experiencia brasileña demuestra lo contrario. Las acciones puntuales conjuntas no son lo mismo que la integración y la adaptación que he criticado ampliamente. Solo una izquierda que logre posicionarse como un instrumento eficaz en la lucha contra la extrema derecha, y no como un factor de división, podrá sortear las presiones hacia el aislamiento que una coyuntura defensiva tiende a imponer.
Por último, quiero señalar tres ideas que me parecen importantes a la hora de evitar caer en un derrotismo anticipado. En primer lugar, cosa que ha de subrayarse, no estamos ante una derrota estratégica, ni parece probable que enfrentemos un desenlace de este tipo en el corto plazo. El escenario más plausible es el de una guerra de desgaste a mediano plazo, como la que vemos desenvolverse desde hace casi una década en países como Estados Unidos y Brasil.
En segundo lugar, en este texto he analizado una situación marcada por la radicalización autoritaria de la base de masas de la derecha, junto con la desmoralización y el giro posibilista del campo progresista. Esto no equivale a una derechización generalizada y transversal de la sociedad. Por el contrario, la sociedad está dramáticamente fracturada, y la base social progresista mantiene lo que los estudios de Balsa identifican como un «núcleo social muy consistente», firme en su adhesión a ideas progresistas tanto en lo económico como en lo social. Este sector, aunque carece de una perspectiva política clara, sigue siendo amplio y cercano a la mayoría social y electoral.
No podemos hablar de polarización en el sentido que los marxistas asignaron al término en los años 30, porque solo existe un polo radicalizado y exaltado, mientras que el otro está cansado, desmoralizado y abrazado a un «realismo minimalista» como horizonte político. Sin embargo, este sector no ha desaparecido, aunque su visibilidad haya disminuido en el último año. Lo vimos emerger en las masivas movilizaciones universitarias, donde empezó a dar pasos un sujeto social opositor de masas. No obstante, todavía enfrenta un largo proceso de recomposición antes de poder desafiar seriamente a la ultraderecha.
Por último, y de vital importancia: aunque el campo social progresista se encuentra desmoralizado y desmovilizado, esto no implica que haya ocurrido un proceso de desorganización en la acción de la clase trabajadora. La desmovilización no es sinónimo de desorganización. Si bien las organizaciones sindicales y políticas han sufrido un debilitamiento, estas continúan activas y estables.
Si tuviéramos que sintetizar en un solo aspecto el objetivo central de la extrema derecha, este residiría en un punto mucho más fundamental que sus estrategias económicas (o, más precisamente, al que estas finalmente se subordinan): eliminar los vestigios de organización popular que, a pesar del desgaste y la desmoralización actuales, siguen latiendo bajo la superficie. Allí se encuentra el cimiento de cualquier resistencia futura capaz de revertir la situación. Si en los 90 el menemismo parecía imbatible, desde mediados de esa década comenzó un proceso progresivo de movilización que culminó en el estallido social de 2001, un punto de inflexión decisivo en nuestra historia contemporánea. Las clases dominantes ya no quieren otro 2001. No necesitamos recurrir, en este caso, al optimismo de la voluntad, como dicta el cliché. Vivimos días difíciles, pero tenemos con qué dar pelea.
Agradezco a Rolando Prats por sus generosos comentarios y observaciones críticas sobre el manuscrito original de este texto, así como al resto del equipo de la Revista Jacobin por su colaboración.
Referencias
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